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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

El misterio de Wraxford Hall (35 page)

BOOK: El misterio de Wraxford Hall
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Evité responder volviendo a llenar su taza.

—¿Dejó su padre algún informe o algún diario… de sus relaciones con Magnus Wraxford? —dije sin concederle mucha importancia a la pregunta.

—No, señorita Langton. ¿Y usted… sabe de la existencia de algo… cartas o documentos escondidos en la propiedad… que puedan ayudarme…?

Estuve tentada a decir que sí, pero entonces recordé las palabras de mi tío: «Estamos ocultando pruebas de un caso de asesinato».

—Me temo que no —dije—. Pero si usted quiere examinar los papeles de la mansión… suponiendo que existan. Yo desconozco absolutamente qué puede haber allí. En fin, si quiere usted examinar los documentos, quizá podríamos organizar…

—Es muy amable por su parte, señorita Langton, realmente muy amable. Y… si me permite el atrevimiento… ¿podría usted considerar la posibilidad de que Vernon Raphael, yo mismo y unos pocos caballeros amigos de la Sociedad lleváramos a cabo una investigación?

—¿Qué clase de investigación, señor Rhys?

—Vernon Raphael insiste en que si se le permitiera el acceso a la mansión, él podría resolver no sólo la cuestión de las influencias sobrenaturales, sino el misterio en sí mismo, por vía demostrativa, y ante testigos expertos. Es decir, afirma que podría demostrar cómo murieron la señora Bryant y Magnus Wraxford, y qué fue de Eleanor Wraxford y la niña… y, a partir de aquí, quizá, podría ayudarme a restaurar la memoria de mi padre.

—¿Es que tiene el señor Raphael alguna teoría sobre lo que pudo haber ocurrido?

—Le he planteado esa misma cuestión a veces y sólo me ha sonreído enigmáticamente. Raphael guarda cuidadosamente sus cartas, señorita Langton; estoy muy orgulloso de poderle llamar mi amigo, pero su único confidente verdadero es St John Vine, que trabaja con él en todos sus casos; entre los dos han destapado varios fraudes muy ingeniosos, incluido uno que ni el señor Podmore fue capaz de detectar
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. Todo lo que puedo decir es que Raphael debe de estar muy seguro de sí mismo para hablar así…

—¿Y usted, señor Rhys? ¿Tiene usted una teoría propia al respecto?

—Bueno… imagino que los Wraxford actuaron en connivencia… quiero decir que la apariencia de distanciamiento entre ellos era artificial, para engañar a la señora Bryant con el fin de sacarle más dinero. Y después, debió de producirse un altercado entre ellos… quizá Eleanor Wraxford sintió celos de la señora Bryant…

—Le aseguro que su teoría es falsa —dije con vehemencia.

—Señorita Langton —dijo tras una pausa—, me parece que usted sabe más de lo que… ¿Está usted segura de que no puede decirme nada que me ayude en la recuperación del buen nombre de mi padre?

—Absolutamente segura, señor Rhys. Digamos simplemente que tengo mis propias razones para intentar que se resuelva este misterio.

En los últimos minutos había concebido un gran deseo de seguir las huellas de Nell Wraxford y ver con mis propios ojos la mansión.

—¿Cuánto tiempo cree usted que podría durar esa investigación? —pregunté.

—Por lo que me ha dicho Raphael, el equipo sólo necesitaría estar allí una noche… dos, como mucho.

—Pero… la mansión está en ruinas… Ha estado vacía durante veinte años. ¿Cómo podría instalarse allí un equipo…? ¿Cuántos serían?

—Media docena, como máximo. Todos ellos son veteranos expertos, señorita Langton, y se llevarían todo lo que precisaran: camas portátiles, provisiones, infiernillos y todo lo necesario… ¿Cree usted que su tío querría acompañarnos?

—No, señor Rhys. Pero a mí sí me gustaría estar presente… aunque quizá «gustar» no es precisamente la palabra más adecuada. Pero no veo cómo puedo unirme a su equipo sola, sin compañía… No tengo ninguna amiga que pueda acompañarme…

—Señorita Langton, si ésa es la única dificultad, le aseguro por mi vida que yo la protegería como si fuera usted mi propia hermana.

—Es a mi tío a quien tiene usted que convencer, señor… Hábleme de su hermana…

—Gwyneth acaba de cumplir veintiún años. Es aproximadamente de su altura, señorita Langton, aunque es rubia en vez de morena. Es una gran lectora de novelas. Y toca el piano y canta como un ángel…

—Entonces no es como yo. Yo apenas puedo tocar una nota y mi modo de cantar podría considerarse un castigo. ¿Cree usted que se le permitiría unirse al equipo de investigación?

Una sombra cruzó su frente.

—Me temo que no, señorita Langton. Mi madre, verá… mi madre no aprueba que yo ande removiendo viejos escándalos, pues eso es lo que piensa de esta cuestión en concreto. Nunca le ha perdonado a mi padre que nos llevara a la ruina… de nuevo, ésas son sus palabras… ni que arruinara las perspectivas de futuro de mi hermana.

—Eso no tranquilizará a mi tío precisamente. Pero se lo preguntaré y veremos qué dice. Mientras tanto, señor Rhys, confío en que usted conservará todo lo que hemos dicho aquí en la más estricta confidencialidad. Le escribiré en breve.

Cuando me levantaba para despedirme, me di cuenta de que estaba temblando de cansancio… o quizá de temor ante lo que había puesto en marcha…

Desde luego, podría haber desobedecido a mi tío, pero no quería abrir un abismo de desconfianza entre nosotros, y no me atreví ni siquiera a insinuar la posibilidad de que yo pudiera ser Clara Wraxford. No podía decir, de repente, hasta qué punto yo lo creía. Ni podía hablar de la muerte de John Montague, el cual a menudo ocupaba mis pensamientos: a veces me daba tanta pena su final como si hubiera sido un viejo amigo en quien confiara absolutamente; y en otras ocasiones me sentía airada y traicionada, pero entonces recordaba cuán enfermo parecía aquel día, y me preguntaba si se había mantenido con vida sólo por la pura fuerza de la voluntad, hasta que pudo apaciguar las exigencias de su conciencia. Y, por encima de todo, yo sabía que sólo podría estar en paz con su memoria —y conmigo misma— tomando la antorcha que él me había legado.

Mi tío era lo suficientemente bohemio como para no considerar la necesaria compañía femenina como un obstáculo insuperable, pero lamentó en voz alta y muy a menudo que el señor Montague me hubiera hecho llegar esos papeles, y me costó una dura lucha no ceder ante él. Sólo después de que conociera a Edwin Rhys y quedara encantado con él —vino a cenar con nosotros una semana después de su primera visita—, consintió, aunque de mala gana.

Edwin —pronto nos convertimos en buenos amigos— me visitó en tres ocasiones durante la quincena siguiente, generalmente para discutir los preparativos de la investigación, la cual se fijó para la primera semana de marzo, pero yo presentí que su interés era más personal. La fuerza de mi reacción en lo relativo a la historia de Nell Wraxford me hizo darme cuenta de que, desde que vine a vivir con mi tío, realmente no había deseado nada ni a nadie. Mi único deseo había sido no sentir nada, y no volver a sufrir aquel horroroso y doloroso sentimiento de culpabilidad y miedo que me había consumido tras la muerte de mamá. La vida con mi tío me había sentado bien porque él sólo deseaba estar a gusto y poder ocuparse de su trabajo tranquilamente. Me había encantado tener aquella relación con la señora Tremenheere y sus hijos, y me había deleitado en la calidez de su hogar, y, sin embargo, algo en mí había permanecido indiferente a su cariño. Ni siquiera había notado mi carencia de sentimientos, como si hubiera perdido el apetito y la necesidad de comida, y, de algún modo, me las hubiera arreglado para sobrevivir sin ella.

Ahora volvía a estar viva, y era consciente de las miradas furtivas de Edwin, de cómo se ruborizaba cuando se encontraban nuestras miradas, de sus intentos por reunir todo su valor para hablarme… Era apuesto y amable, y sus sentimientos albergaban casi una delicadeza femenina. Por mi parte, estaba segura de que yo no le gustaría ni a su madre ni a su hermana, y no más de lo que ellas me gustarían a mí. Pero de todos los jóvenes a los que había conocido, él era con mucho el más atractivo.

Entre una visita y otra de mi nuevo amigo, yo dediqué buena parte de mi tiempo a darle vueltas al asunto del misterio de Wraxford, volviendo una y otra vez a los papeles en busca de claves, hasta que se me ocurrió que podría escribirle a Ada Woodward… si es que podía averiguar dónde vivía. Nell había dicho que ella y Ada se habían distanciado; y había dicho también que no les podía pedir a George y a Ada que la acogieran… y eso fue antes de que Magnus hubiera muerto. Pero habían sido íntimas amigas desde la infancia y quizá si Ada leyera los diarios, podría adivinar algo que a mí se me hubiera pasado.

Aunque aún no le había dicho nada a Edwin de todo lo que sabía, me pareció que lo único que debía ocultar absolutamente era la parte final de la narración de John Montague, y ello, principalmente y desde mi punto de vista, porque confirmaba la impresión general de que Nell era una asesina enloquecida. Finalmente, para Edwin y Vernon Raphael, decidí copiar una parte de la narración de John Montague: desde su primer encuentro con Magnus hasta la desaparición de Cornelius. Aparte de eso, decidí negar la existencia de cualquier otro documento. Si se hubiera tratado sólo de Edwin, le podría haber mostrado el resto, pero no confiaba plenamente en su discreción.

En la biblioteca de mi tío encontré un ejemplar ajado del Directorio eclesiástico de Crockford de 1877, y en él encontré al reverendo George Arthur Woodward, que vivía en el número 7 de St Michael's Close, Whitby, en Yorkshire. No había ningún otro George Woodward en la lista, pero no podía estar segura de que éste fuera el que yo buscaba, así que redacté una carta dirigida a la señora de G. A. Woodward, y remitida a aquella misma dirección, preguntando si la señora era la Ada Woodward que había conocido a Eleanor Unwin, a quien una servidora estaba muy interesada en encontrar. (Escribí como si no supiera nada del asunto de los Wraxford). También le pedía que si ella era Ada Woodward, tuviera la amabilidad de contestarme. Pero transcurrió una semana, y quince días más, sin que hubiera respuesta, y me pareció que no resultaba apropiado volver a escribirle. La única posibilidad que me quedaba era la criada, Lucy, a quien Nell había apreciado y en quien había confiado, pero de esta Lucy ni siquiera conocía su apellido. Sólo sabía que su familia había vivido en Hereford, pero eso había ocurrido veinte años antes. En fin, me quedé sin nada que hacer, salvo darle vueltas a lo mismo y contar los días hasta que llegara el día 6 de marzo.

Desde la seguridad de la chimenea de mi tío, yo me había imaginado como la heroína de la expedición: alentada por la llamada de la sangre, yo sola encontraría la clave decisiva que se les había pasado a todos aquellos hombres que andaban deambulando y dando golpes por toda la mansión, y, finalmente, yo sola daría con el eslabón de la cadena que me conduciría hasta Nell. Pero una vez en el tren, mi preocupación aumentó hasta convertirse en un nudo (muy apretado) en la boca del estómago. Edwin y yo compartíamos un compartimento con Vernon Raphael y St John Vine en el primer tren que partió de Londres. Vernon Raphael se comportó muy bien, y no sacó a relucir en absoluto las circunstancias en las que nos habíamos visto por vez primera. Pero verle de nuevo me trajo perturbadores recuerdos de mi vida en la Sociedad Espiritista de Holborn, y de aquellos extraños días en los que me oía hablando y, como el resto de las personas que me escuchaban, no sabía qué podría ocurrir al instante siguiente. El señor Raphael, de eso podía estar casi completamente segura, no creía en espíritus; aunque se negó a revelar sus planes, la seguridad de sus modales sugería que sabía muy bien qué iba a ocurrir. Pero los recuerdos de Holborn habían excitado el oscuro temor de que si había algo dormido en la mansión, mi sola presencia conseguiría despertarlo…

Una ventisca de aguanieve azotaba el andén cuando nos apeamos del tren en la estación de Woodbridge. Edwin me apremió para que subiera a un coche que nos esperaba, donde me senté mientras las maletas hacían un ruido sordo cuando las arrojaban sobre el techo. Entonces deseé no haber salido de Elsworthy Walk. Todos los árboles estaban sin hojas; antes de que pudiéramos darnos cuenta, cruzamos la ciudad y salimos a una vasta extensión de pantanales: allí todos los colores se habían desvanecido. Ráfagas de viento sacudían el carruaje. Yo escudriñaba el paisaje a través de los cristales veteados por la lluvia, intentando adivinar dónde podría estar el mar, pero las nubes estaban tan bajas que los brezales y el cielo se fundían en aquel gris tan triste. Los caballeros permanecían en silencio; St John Vine, en realidad, apenas había pronunciado una palabra desde que salimos de Londres, e incluso Vernon Raphael parecía desalentado por la desolación del paisaje.

Los bosques de Monks Wood nos engulleron sin previo aviso y, cuando pasamos de la luz grisácea del día a la práctica oscuridad bajo los abetos, los árboles nos amenazaron como una ola negra que emergiera de la niebla. Las ráfagas de aire cesaron, y sólo quedó el amortiguado retumbar de las ruedas, los arañazos de las ramas secas contra el carruaje y ocasionales oleadas de agua que se derramaban desde el dosel de ramas que cubría el camino. Los sombríos perfiles de los troncos de los árboles iban pasando, tan cerca que pensé que podría tocarlos. El nudo que tenía en el estómago se fue tensando aún más a medida que transcurrían los minutos, hasta que la luz regresó tan abruptamente como se había ido.

La descripción de John Montague no hacía justicia a la enormidad de la mansión, ni a la profusión de buhardillas y gabletes, ninguno nivelado ni cuadrado. No había en realidad ni una sola línea recta; todo parecía abombado, o hundido o quebrado. Los muros ya no estaban deslustrados y musgosos, sino ennegrecidos con líquenes y moho, y alrededor de la casa había fragmentos de sillería y estucado que se habían caído de los muros y yacían esparcidos entre las hierbas.

—¿Cree usted que esto es seguro, Rhys? —preguntó Vernon Raphael cuando nos bajamos y observamos la casa junto al carruaje; en lo más alto, pude ver las puntas de los pararrayos oscilando con el viento.

—No lo sé —contestó Edwin con inquietud—. Si el agua ha penetrado en el edificio… y es muy probable que haya ocurrido, los suelos se podrían haber podrido. De hecho… Señorita Langton, realmente creo que debería coger el coche y volver a Woodbridge. Hay un excelente hotel… O puede volver directamente a Londres, si lo prefiere.

En realidad, estuve muy tentada a seguir el consejo de Edwin, pero sabía que si lo hacía me lo reprocharía siempre en el futuro.

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