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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

El misterio de Wraxford Hall (16 page)

BOOK: El misterio de Wraxford Hall
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«No debo desfallecer», me dije a mí misma, y haciendo acopio de toda mi resolución, pude dominar aquella conmoción y retirarme torpemente por el corredor hasta alcanzar la seguridad del salón posterior de la casa. Allí, me derrumbé sobre un diván, al tiempo que me comenzaba a palpitar la cabeza. El dolor pronto fue tan atroz que perdí la noción del tiempo, hasta que alguien, no podría decir quién, me trajo un somnífero y pude caer en una bendita inconsciencia.

A la mañana siguiente, al principio me quedé desconcertada y confusa al verme vestida y tumbada sobre el sofá del salón. Elspeth me trajo una taza de té y la terminante orden de mamá de que me quedara donde estaba hasta que viniera el doctor, pero ni Sophie ni ella vinieron a verme. Cuando apareció finalmente el doctor Stevenson, mirándome de un modo extrañamente severo, me pareció evidente, por sus preguntas, que todos los demás no habían visto nada raro. Lo único que pude imaginar y lo único que pude decirle fue que me había dejado engañar por una ilusión óptica y por el repentino ataque de jaqueca, y que por eso había pensado que había visto a alguien sentado en el sofá, pero no era nada realmente… sólo un momento de confusión. El doctor no pareció muy interesado en mi dolor de cabeza, y después de que se fuera, aún transcurrió mucho tiempo hasta que pude escuchar que la puerta principal se cerraba tras él.

Yo estaba preparada para otra andanada de improperios de mi madre, pero no para aquel gélido desprecio con el que ignoró mis tristes excusas.

—Ya veo que estás haciendo todo lo posible para destruir la felicidad de tu hermana —sentenció—. Y respecto a esos dolores de cabeza, deberías pensar en los que tú nos causas con tu maldad y tu resentimiento. Es una enajenación mental: eso es lo que ha dicho el doctor, y todo se debe a los celos que tienes de tu hermana. Hay médicos que saben cómo curar a las jóvenes que son premeditadamente histéricas, como tú; pero si eso tampoco diera resultado, tendremos que encerrarte en un manicomio.

—Lo siento, mamá, lo siento muchísimo —dije—, pero no lo hago a propósito, de verdad… Nadie desearía soportar este horrible dolor…

—Ese dolor no es nada comparado con el que le has causado a tu hermana. ¿Cómo te atreves a contradecirme, después del espectáculo que hemos dado ante la señora Carstairs y sus hijos?

—¿Estaban muy enfadados? —pregunté humildemente.

—Dado que estabas dispuesta a arruinar su visita, no creo que eso sea de tu incumbencia. Ahora, escúchame: si no fuera por Sophie, ahora mismo te enviaría a un cirujano. Pero si los Carstairs sospecharan que hay una mota de locura en nuestra familia, Arthur podría anular el compromiso. Y si lo hace, te encerraré en un lugar remoto para siempre, aunque eso no fuera ningún consuelo para la pobre Sophie. Te concederé una última oportunidad. Corrige tu comportamiento, o haré que te extirpen esa maldad a la fuerza.

Cuando estaba furiosa, mi madre era capaz de esgrimir las amenazas más extravagantes, pero aquellas últimas palabras las pronunció con un comedimiento acerado y gélido. Y aunque yo no sabía qué podía hacerle un cirujano a una joven histérica, la última frase había recorrido mi piel como un escalofrío de terror. Yo ya era mayor de edad, pero había leído demasiadas novelas en las cuales inocentes heroínas acababan confinadas en manicomios como para dudar del poder de mi madre al respecto, y quizá ese mismo poder podría conseguir que acabara a merced del bisturí de un cirujano. Yo no tenía dinero, ni posibilidad de ganarme la vida. Ni siquiera conocía las disposiciones del testamento de mi padre, salvo que la renta de sus propiedades apenas daba para mantenernos, según los repetidos lamentos de mamá.

Por lo demás, en cualquier momento podría aparecer otra «visita», incluso más a destiempo que la última. Si aquel joven hubiera aparecido diez minutos más tarde, yo podría haber ido directamente a la consulta de un cirujano… o al manicomio. Aquel hombre me había parecido completamente inocente e inofensivo hasta el momento en que desapareció. Pero… ¿era una simple coincidencia que hubiera aparecido precisamente cuando los Carstairs estaban a punto de llegar? Las perspectivas de mi vida eran demasiado terribles como para afrontarlas yo sola. Me recluí en mi habitación y comencé a escribir una larga carta a Ada, y no me detuve hasta que no la acabé, la sellé y la deposité en la oficina de correos.

A la hora de cenar, aquella misma noche, Sophie me dijo, muy fríamente, que mamá y ella habían conseguido ocultar la agitación que sentían ante los Carstairs y que habían dicho que yo había sufrido una recaída tras la conmoción cerebral que había padecido por el accidente en las escaleras. Pero eso fue todo. Durante el resto de la cena, Sophie y mamá intercambiaron puntualmente observaciones triviales, y yo abandoné la mesa tan pronto como la cortesía me lo permitió, con la sensación de que ya estaba condenada. Así que cuando recibí la contestación de Ada, invitándome a visitarla tan pronto como fuera posible, resultó para mí un inmenso alivio.

Necesité reunir todo mi valor para pedirle a mi madre que me dejara ir. Gracias a Dios, no puso ninguna objeción.

—Quizá sea lo mejor —sentenció con una increíble frialdad—. Sí, quizá sea mejor que te mantengas alejada hasta que Sophie se haya casado sin percances. Ya te escribiré cuando llegue el momento para saber si podemos confiar en que asistas a la ceremonia sin causarnos ningún disgusto.

Mientras hacía los preparativos para el viaje, me sentí aterrorizada ante la perspectiva de que pudieran arrebatarme mi libertad por culpa de otra «visita». En la medida de lo posible me mantuve encerrada en mi habitación hasta que mi equipaje estuvo asegurado en el cabriolé. La sombra del terror me acompañó durante todo el camino a través de los sórdidos barrios de Spitalfields y Bethnal Green, hasta la Shoreditch Station, y solamente me sentí realmente tranquila cuando vi a George Woodward en el andén de la estación de Chalford. Aunque estaba en medio de la multitud, habría sido imposible no verlo, dado lo llamativo de su pelo naranja (ninguna otra palabra haría justicia a semejante color), tan alborotado que siempre daba la impresión de que acababa de salir de un vendaval. Ada y él se conocieron en Londres, y se casaron tras un noviazgo mínimo, cuando inesperadamente a él le ofrecieron ir a vivir a Chalford.

La rectoría de Chalford —una casa grande y antigua de piedra gris, con un jardín cercado con una tapia (un «patio», en la lengua de los habitantes del lugar)— me pareció el lugar más encantador que hubiera visto jamás.

—No pensarías eso si vinieras en enero —dijo Ada—, cuando el viento del este aúlla alrededor de la casa y la nieve se amontona contra las paredes. Yo pensaba que los inviernos de Londres eran muy fríos… hasta que vine aquí.

Pero con el agradable tiempo de junio, en el esplendor del follaje y las flores, Chalford se acercaba al paraíso. La rectoría estaba junto al cementerio de la iglesia, rodeada de campos y zonas de arbolado, y alejada del núcleo del pueblo. Old Chalford había sufrido el embate de la peste negra en el pasado: todas las casas se quemaron para combatir la plaga y se levantó un nuevo asentamiento a un cuarto de milla de distancia. La población de la aldea se había reducido a poco más de cien almas; la mayoría eran granjeros cuyos abuelos y bisabuelos habían labrado prácticamente del mismo modo los mismos acres de tierra. Al norte y al oeste de la parroquia había tierras de labranza; al este, pastos, con brezales y pantanales que se hacían visibles a medida que uno se acercaba al mar.

En una semana ya había recuperado el color en las mejillas, y dormía tan profundamente que apenas era consciente de mis sueños. Ada y yo caminábamos varias millas todos los días, y comencé a ver el campo con otros ojos. Cada ondulación del terreno, cada sendero, incluso cada seto y cada valla en aquella aldea tenían su propio nombre y su propia historia, desde el Camino de la Gravilla, en los linderos occidentales, hasta el Campo del Horno Romano, junto al río, en el extremo oriental. En nuestra primera excursión encontré una piedra de las brujas —un pedernal blanco con un agujero en el centro, muy apreciado por los campesinos como augurio de buena suerte—, y lo coloqué bajo mi almohada, en calidad de amuleto contra posibles visitantes
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Aunque no había duda de que Ada no se arrepentía en absoluto de su decisión, como había profetizado mi madre de un modo muy desagradable, pude comprobar que llevaba una existencia completamente aislada. Desde hacía tiempo ansiaba tener un niño, pero tras un año de matrimonio, aún no se había quedado embarazada, y había comenzado a temer que pudiera ser estéril. Y respecto a George, Ada me confesó que cada vez estaba más angustiado porque dudaba de su vocación.

—Puedo escuchar, y preguntar, y entender todo lo que me dice, creo, pero George echa de menos el trato con otros intelectuales como él. Ha leído a Lyell, y a Renan, y los
Vestigios
, y también a Darwin, y ha comenzado a preguntarse, después de todo, qué queda para la fe
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. Él prefiere no hablar de ello, pero le remuerde la conciencia, porque está viviendo del dinero de gentes que esperan y suponen (sobre todo en una parroquia rural como ésta) que el pastor acepta la verdad literal de las Escrituras. Él cree en la bondad, en la humanidad y en la tolerancia, y practica lo que predica, lo cual es más de lo que puede decirse de la mayoría de los pastores que se llaman a sí mismos devotos.

Ya llevaba en Chalford quince días cuando George propuso una excursión para ir a ver el antiguo castillo normando de Orford: un pequeño asentamiento costero que estaba aproximadamente a unas seis millas de distancia. George había estado allí sólo una vez, pero parecía perfectamente seguro del camino que debíamos seguir cuando nos pusimos en marcha aquella mañana tranquila y nublada. Quizá habíamos avanzado ya una milla antes de que admitiera que aquél no era el camino que había tomado la vez anterior.

—Bueno —exclamó confiadamente—, estamos caminando más o menos hacia el sureste, así que no nos hemos desviado demasiado.

Incluso yo tuve que admitir que había algo desolador en el paisaje una vez que dejamos atrás las tierras de labranza. En aquel lugar no había nadie y no había indicios de que hubiera casas; sólo había ovejas vagando por las retamas y los brezales, y ocasionales avistamientos de un mar gris plomizo. Después de otra media hora de camino, el sendero comenzó a empinarse, al tiempo que el terreno formaba laderas a ambos lados. Densos matorrales verdes cercaban las laderas, pero la cima de la colina, cuando nos aproximamos, estaba casi pelada, prácticamente segada por las ovejas, y apiñada como una colcha —ésa fue la imagen que me vino a la cabeza— en curiosos pliegues y montículos que no parecían en absoluto naturales, como si alguna gigantesca criatura hubiera estado haciendo túneles o madrigueras bajo la superficie. Yo estaba a punto de preguntar cómo se habían formado esos pliegues cuando alcanzamos lo alto de la pendiente, y una oscura extensión de bosques surgió ante nosotros.

—Esto sólo puede ser Monks Wood —dijo George—. Estamos más al sur de lo que suponía. Éste es, con mucho, el bosque más antiguo… y más grande… de esta parte del país.

—¿Hay un monasterio… ahí?

Desde donde nos encontrábamos, el densísimo dosel vegetal parecía infinito, y se extendía hacia el sur tan lejos como podía alcanzar la vista.

—Sí, hubo un monasterio antaño —dijo George—, pero fue saqueado por los hombres de Enrique VIII.

—¿Y después?

—Las tierras pasaron a manos de la familia Wraxford, como pago por sus servicios a la Corona, y han pertenecido a esa familia desde entonces. La mansión de Wraxford Hall se construyó sobre los cimientos del monasterio; ahora prácticamente está en ruinas, creo. No la he visto.

—¿Y vive alguien allí ahora?

—No. No vive nadie desde que… Bueno, ha estado vacía durante algún tiempo.

—¿Y está muy lejos la mansión de aquí? —insistí.

—No sé —contestó George de un modo cortante—. El bosque es privado; pertenece a la familia.

—Pero si no hay nadie viviendo allí… Me encantaría verla.

—Sería allanamiento de una propiedad privada. Además, el bosque tiene mala reputación por los alrededores; ni siquiera los cazadores furtivos entran en él de noche…

—¿Qué quieres decir? ¿Que es un bosque encantado?

—Supuestamente. Hay cuentos que…

Se detuvo ante una inquisitiva mirada de Ada.

—No me importa hablar de fantasmas, de verdad —dije—. Nunca pienso en mis… en «mis visitantes» como… como fantasmas. Además, ya estoy muy recuperada. Me gustaría saberlo todo de esa mansión: parece un lugar extraordinariamente romántico. ¡Ah, mirad! ¡Hay un camino que baja al bosque…!

—No —dijo George con firmeza—. Debemos continuar hasta Orford.

—Entonces, si no quieres llevarnos allí —dije—, insisto en que me cuentes todo acerca de ese lugar.

—Hay muy poco que contar —dijo George al tiempo que comenzábamos a andar de nuevo—. De acuerdo con la superstición local, el bosque está habitado por el fantasma de un monje, que aparece siempre que un Wraxford está a punto de morir; se dice que si alguien ve esa aparición, morirá en el plazo de un mes. No me sorprendería que los propios Wraxford hubieran difundido ese rumor para mantener a la gente alejada de su propiedad. La familia no ha participado en los asuntos de la zona nunca; al menos, nadie recuerda que semejante cosa haya ocurrido jamás… Pero no hay nada extraño en eso. No: lo único verdaderamente extraño es que los dos últimos propietarios han desaparecido.

—¿Qué quieres decir con que «han desaparecido»?

—Exactamente eso: ni más ni menos. Fijaos: los dos incidentes ocurrieron con una diferencia de unos cincuenta años. El primero fue un tal Thomas Wraxford, un caballero… Tenía grandes planes para la mansión cuando la heredó, en la década de 1780, creo, pero entonces su único hijo murió en un accidente y su esposa regresó con su familia. Él vivió solo en la mansión durante muchos años, hasta que envejeció; entonces, una noche se fue a la cama, como siempre, y cuando su ayuda de cámara fue a la mañana siguiente a despertarlo… ya no estaba allí. Aquella noche, poco después de que él se retirara, se desató una gran tormenta, con rayos y truenos, pero después la noche se quedó muy clara. Nadie había dormido en su cama y no había indicios de altercado o lucha, de modo que todo el mundo dio por sentado que el anciano se había internado en el bosque (desorientado por la tormenta quizá), y que se había caído en una sima o algo por el estilo. El bosque está lleno de maleza, ya lo ves, y aún quedan algunas construcciones antiguas (se hicieron minas en busca de estaño hace siglos): en fin, un lugar perfecto para morir.

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