Aún estaba luchando con la carta cuando George regresó de una visita que había hecho a Aldeburgh. Dijo que se había encontrado con John Montague, un conocido suyo del que ya me había hablado, en compañía de un caballero muy agradable que resultó ser Magnus Wraxford, el probable y futuro propietario de Wraxford Hall. Era tan agradable, de hecho, que George había invitado a ambos a cenar al día siguiente. Lamenté mucho que Edward se perdiera esta cena, porque el señor Montague era un pintor aficionado muy perspicaz; también era el abogado de la familia Wraxford. Al parecer, el doctor Wraxford iba a quedarse sólo unos días en la ciudad, para asistir a una vista judicial sobre la desaparición de su tío.
Ada, a pesar de que no se le había avisado, se alegró mucho por George.
—Tiene tan pocas oportunidades de hablar con intelectuales… —dijo—. Aunque Edward siempre resulta una compañía deliciosa, desde luego…
No podía estar en desacuerdo con Ada, porque la teología de Edward no iba más allá de exclamar: «Si cuando muera descubro que hay otra vida, me sentiré gratamente sorprendido. (Al menos, confío en que sea una sorpresa agradable). Y si no hay otra vida, todo será olvido. Soy partidario del
carpe diem
, me temo». Pero, más que aprovechar el día, yo utilicé el revuelo de la preparación de la cena como una excusa para dejar a un lado la carta que debía escribir a mi madre, de modo que no pude terminarla hasta la mañana siguiente. Y sólo la concluí porque Ada insistió en que si íbamos a hablar de mi compromiso matrimonial delante del doctor Wraxford —un médico de Londres con muchísimos conocidos, presumiblemente—, la carta debería estar en el buzón de mi madre, indefectiblemente, antes de que el caballero llegara a la ciudad. Ada y yo estábamos de pie, junto a la ventana del salón, cuando se presentaron nuestros invitados. Yo llevaba un sencillo vestido de noche, blanco, que mi madre deploraba profundamente (con el argumento de que estaba tan pasado de moda que podría haberse llevado el siglo pasado). Ada iba de azul oscuro, y yo imaginé que bajo el sol del atardecer, con los últimos rayos de luz prendidos en nuestro pelo, compondríamos una hermosa estampa. Pero no estaba preparada para el efecto que causaríamos —que causaría yo, concretamente, como pronto pude comprobar— sobre el señor Montague.
No obstante, a primera vista, Magnus Wraxford fue quien captó mi atención. Era muy poco más alto que John Montague, aunque más ancho de espaldas, pero a su lado, el señor Montague parecía moverse entre profundas sombras a medida que avanzaban por la alfombra. Magnus Wraxford no tendría más de treinta y cinco años, lucía un hermoso pelo negro y una barba negra muy recortada que le daban cierto aire mefistofélico, y ojos oscuros de notable luminosidad.
Aunque George había dicho que era apuesto, su simple presencia me resultó estremecedora. El dicho de que los ojos son las ventanas del alma revoloteó en mi pensamiento cuando le tendí la mano, pero cuando se tocaron nuestros dedos tuve la desconcertante sensación de que por un momento mi propia alma se había vuelto transparente a su mirada.
—Encantado de conocerla, señorita Unwin.
Su voz era grave y sonora, y me recordaba a alguien, no estaba segura de a quién.
—Y éste es el señor Montague —dijo George.
Me volví para saludarle —era un hombre muy reservado, vestido de negro, con el pelo castaño ya menguante— y comprobé que estaba muy nervioso. John Montague me observaba atónito… y cuando nuestras miradas se encontraron, se esforzó en ocultar su conmoción, como si hubiera visto un fantasma. Algo en su expresión de espanto me recordó fugazmente mi última «visita»; su gesto me pareció una sombra siniestra de la cual huí rápidamente. La mano que había cogido la mía era fría, y temblaba perceptiblemente.
—Y yo también, señorita… Unwin… estoy… estoy encantado, muy encantado… —dijo, tropezando en cada palabra.
—Gracias, señor. Siento mucho que mi… mi prometido, el señor Ravenscroft, no pueda estar aquí para conocerle.
No quería declarar mi compromiso con tanta precipitación, pero su nerviosismo me impelió a ello. Él se sobresaltó visiblemente cuando pronuncié la palabra «prometido», y me pareció que hacía un gran esfuerzo para dominar sus emociones.
—El señor Ravenscroft es un artista… profesional —dijo Ada— y viaja mucho en busca de nuevos motivos para sus cuadros.
—Muy interesante —dijo el señor Montague, con la mirada aún clavada en mí—. Es decir… quiero decir que…
Se hizo un embarazosísimo silencio mientras esperábamos a que continuara.
—Señorita Unwin —dijo finalmente—, debe usted perdonarme. El hecho es que… usted guarda un extraordinario parecido con mi difunta esposa Phoebe, y ello me ha perturbado lamentablemente…
—Oh, cuánto lo siento… —contesté—. Ya sé que su esposa falleció… ¿Ocurrió recientemente?
—No. Murió hace ya seis años.
—Lo lamento mucho… —repetí, y no pude imaginar nada más que decir.
Estando tan cerca, su conmoción por el parecido que yo guardaba con su difunta esposa resultaba absolutamente inquietante. Para mi alivio, Ada lo apartó un poco de nosotros y el doctor Wraxford comenzó a conversar conmigo.
—¿Y el señor Ravenscroft vive cerca… de aquí?
—No siempre… —dije con cierta incomodidad—. Como ha dicho Ada, viaja mucho. Ahora ha ido a Cumbria a visitar a su padre.
—Edward Ravenscroft… No recuerdo haber oído ese nombre, pero tal vez haya visto algún trabajo suyo.
—Seguramente no… aún —dije—. Edward todavía se está abriendo camino en este mundo… sólo tiene veintiséis años, ya sabe… aunque estoy segura de que tendrá éxito.
—Entonces, esperaremos con expectación para contemplar los frutos de ese éxito. Soy un verdadero entusiasta de la pintura, señorita Unwin, especialmente de los artistas contemporáneos.
—Oh, da la casualidad —dije un tanto dubitativa— de que tenemos aquí uno de sus cuadros. Estoy segura de que a él no le importaría que la vea usted… y el señor Montague también, si quiere.
El estudio de la torre de Orford ya estaba enmarcado, y estaba colgado en la pared de enfrente del salón. Ambos caballeros —John Montague había recobrado la compostura, aunque yo sentí que su mirada se desviaba hacia mí cada vez que pensaba que yo no me daba cuenta— examinaron el cuadro en silencio durante algún tiempo, mientras George y yo esperábamos el veredicto. Ada había salido para comprobar cómo iba la cena.
—Es muy bueno… realmente muy bueno —dijo el doctor Wraxford finalmente—. Y de lo más original… ¿Ha estado el señor Ravenscroft en París?
—No —contesté—, aunque espera ir pronto.
Edward estaba decidido a ir a París en nuestra luna de miel, y noté que me ruborizaba cuando pensé en ello.
—En ese caso… es aún más impresionante, ¿no cree, señor Montague?
—Eh… sí, sí… muy interesante, como dice usted. Yo debo de haber intentado pintar esa torre al menos una docena de veces… y no he conseguido que mis cuadros sean ni la mitad de buenos que éste.
—¡Vamos, vamos…! Mi querido amigo —dijo Magnus—, usted sabe que su cuadro de la mansión puede competir con cualquiera… de hecho, hay algo en esta pintura que me recuerda la suya. El señor Montague —nos explicó— ha pintado un soberbio estudio de Wraxford Hall a la luz de la luna.
—Y me temo que ése será mi canto del cisne. Tal vez haya oído usted, señor Woodward, una superstición que corre entre los cazadores furtivos: dicen que aquel que vea el fantasma del monje morirá en el plazo de un mes. En mi caso y dadas las circunstancias, aunque no he visto ningún fantasma, parece que ha sido mi talento el que ha muerto.
Lo dijo con cierta despreocupación, pero la amargura en su tono de su voz resultó evidente.
—Estoy seguro —dijo George— de que su talento sólo necesita un descanso durante algún tiempo. Además, usted es abogado y muchos asuntos reclaman su atención: no puede esperar que su trabajo supere el de hombres que no tienen nada que hacer a lo largo de todo el día más que pintar.
La expresión del señor Montague sugirió que no estaba en absoluto de acuerdo con esa teoría, pero cualquier respuesta que hubiera considerado fue reprimida, porque en ese momento sonó la campanilla que nos invitaba a cenar. Cuando retiraron los platos del pescado ya era completamente de noche. George estaba sentado en la cabecera de la mesa, dando la espalda a la chimenea apagada, con Ada y Magnus Wraxford a su derecha, y John Montague y yo a su izquierda, frente a las ventanas: una disposición que yo agradecí mucho, porque así no tendría que cruzar la mirada con él a menos que se dirigiera a mí directamente, lo cual apenas hizo. Aún estaba intentando sacudirme la premonición que él había inspirado.
Hasta ese punto, la conversación había girado en torno a la elección del señor Millais para la Academia
[40]
, sobre las nuevas investigaciones bíblicas, sobre la eficacia del mesmerismo a la hora de mitigar el dolor e incluso como remedio para curar, una práctica que, según el doctor Wraxford, había sido prematuramente rechazada por la profesión médica. Habló durante algunos minutos sobre la naturaleza de la sugestión mesmérica y cómo podía influir incluso sobre el corazón y sus movimientos.
—A pesar de nuestro supuesto progreso —dijo a modo de conclusión—, nosotros, es decir, la mayoría de mis colegas, parecemos positivamente decididos a despreciar cualquier tratamiento que no podamos explicar en términos físicos, aunque sea efectivo. Ésta es la gran dificultad del mesmerismo; ésta, y su uso indebido en manos de charlatanes y curanderos. Oh, debe usted perdonarme, Montague… Ya le he hablado en alguna otra ocasión sobre este asunto…
John Montague murmuró algo que no pude entender.
—¿Es posible mesmerizar a alguien contra su voluntad? —preguntó George.
—Es posible, sí… si se trata de un sujeto muy impresionable; pero sólo un charlatán lo haría.
—Y una vez hipnotizado, ¿el sujeto se sentiría impelido a hacer cualquier cosa que le ordenara el mesmerista?
—Yo dudo mucho que un individuo maduro y racional pueda ser impelido a actuar contra sus más profundos instintos. En todo caso, no tengo mucho interés en llegar hasta ese punto.
—Creo que usted ha señalado que, en estado de trance, se puede capacitar a un sujeto para que vea personas que no se encuentran presentes —dijo Ada.
Yo adiviné, por el modo como evitaba mi mirada, que hacía esa pregunta pensando en mí.
—Sí, absolutamente cierto.
—¿Y eso podría explicar, en su opinión, que los espiritistas y los médiums crean que pueden mantener relaciones con los muertos?
—Efectivamente, podría explicarlo, señora Woodward: al menos podría explicarlo en aquellos médiums que no están simplemente perpetrando fraudes, lo cual es desgraciadamente muy común en los círculos espiritistas.
—¿Y es posible —pregunté, esforzándome en mantener la voz firme— que una persona pueda caer en trance sin darse cuenta de ello y, de ese modo… ver… personas que no se encuentran presentes?
El doctor Wraxford me observó durante un instante antes de responderme. Sentí que estaba intentando adivinar qué estaba escondiendo tras la pregunta. Era bastante perturbador… el modo en que sus ojos oscuros reflejaban la luz de las velas.
—Sí. Es posible. Pero que un sujeto caiga en un trance profundo sin darse cuenta de ello… bueno, eso sería muy raro, señorita Unwin, a menos que usted se esté refiriendo a ese estado particular y característico que se da entre el sueño y la vigilia…
—No… —repliqué, reuniendo todo mi valor—. Supongo que… quiero decir que… una amiga me contó en cierta ocasión una extraña experiencia: una tarde entró en una habitación donde estaban sentadas su madre y sus hermanas, y vio a un hombre joven en el sofá… un joven al que no había visto nunca. Entonces, ella se dio cuenta de que ese hombre era invisible para los demás. El joven se levantó y se dirigió hacia donde estaba ella… ella no tuvo miedo, y después, la figura pareció desvanecerse en el aire. Por eso me gustaría saber… si es que mi amiga pudo caer en un trance.
—No creo que un estado de trance pueda explicarlo… ¿Está usted segura de que su amiga no se estaba engañando o…?
—Estoy completamente segura de que la experiencia fue tal y como ella la describió.
—Y su amiga no tuvo miedo… Es verdaderamente extraño…
—No. No tuvo miedo del joven: ella me dijo que no creía que fuera un fantasma, porque parecía muy normal… podía oír el ruido de sus pisadas sobre el suelo. Pero todo aquello la impresionó muy vivamente, porque sabía que el resto de los presentes no lo había visto.
El salón permaneció de repente en silencio. Me percaté de que las miradas de John Montague se dirigían sucesivamente al doctor Wraxford y a mí en varias ocasiones.
—¿Y ésa ha sido la única experiencia de su amiga?
—Creo que sí… Ocurrió unas semanas después de una mala caída que la dejó inconsciente durante muchas horas.
De nuevo volví a sentir la presión del penetrante examen del doctor Wraxford, como si supiera lo que yo estaba omitiendo.
—Desde luego… tendría que examinar a esa joven señorita para estar seguro, pero podría muy bien ser que su amiga hubiera sufrido una lesión en el cerebro, la cual probablemente se curará con el tiempo.
—Estoy segura de que se sentirá muy aliviada de oír eso, señor.
—¿Aliviada, señorita Unwin?
—Porque se va a curar, quise decir.
—Ah, comprendo.
El doctor Wraxford continuó observándome con inquisitivo interés. Sentí que estaba deseando decirme algo más, pero Ada rompió el silencio preguntando si había noticias respecto a la investigación judicial sobre la desaparición de su tío.
—Creo, señora Woodward, que el certificado de su fallecimiento se librará con bastante celeridad. Pero el señor Montague está en mejores condiciones de contestarle a usted.
—Debería ser sencillo y rápido —dijo John Montague—. En un caso como éste, donde no hay conflicto de intereses… quiero decir, que nadie pierde nada por una certificación de deceso, la tarea del tribunal consiste sencillamente en decidir si, dadas las pruebas disponibles, es altamente probable que la persona desaparecida esté muerta. Y dado que Cornelius Wraxford era un hombre mayor y débil, el hecho de que no haya sido visto desde la noche de la tormenta, hace ya tres meses, es suficiente: si salió de la casa, no podría haber sobrevivido una noche en el bosque.