—Entonces… ¿el almuerzo ha sido un éxito? —pregunté.
Estábamos sentados en el jardín, bajo la rama de un árbol que estaba empezando a dejar caer sus hojas, en lo que debería haber sido un perfecto atardecer.
—No, el almuerzo exactamente… no. Ha habido un poco de todo. Wraxford y yo ya nos hemos hecho amigos: es un hombre notable, como dijiste, pero creo que no le gusto mucho a John Montague. No lo entiendo: fui muy educado y elogioso respecto a su pintura de la mansión, pero creo que él, simplemente, no quiso romper el hielo. Lamentaron mucho que no hubieras podido ir, especialmente el doctor Wraxford… Creo que lo has conquistado, ya sabes… Después del almuerzo, el doctor y yo dimos una larga caminata por el paseo de la playa, pero Montague no quiso unirse a nosotros, y estoy seguro de que fue por mi causa.
»Pero no, no estoy contento por nada de eso. Lo maravilloso es que observando la pintura de Montague, he tenido la idea de realizar una serie de estudios de la mansión, entre el día y la noche… Es un motivo maravillosamente siniestro. La escena principal será la mansión bajo una tormenta, iluminada por el gran resplandor de un rayo. El doctor me contó todo sobre la desaparición de su tío, ¿sabes?, y la historia resulta ciertamente impresionante… Tengo entendido que la mansión se encuentra actualmente en una especie de limbo legal, pero finalmente acabará perteneciendo a Wraxford. En todo caso, se lo he consultado y dice que no le importa en absoluto que acceda a la propiedad, y que se lo comunicará a Montague. Le pregunté si sabía por qué Montague la había tomado contra mí, pero no me contestó… Sólo dijo que no se lo tuviera muy en cuenta… Pareces preocupada, querida mía, ¿qué ocurre?
—Nada, sólo que… la mansión es un lugar funesto y está tan lejos…
—Oh, no andaré yendo de acá para allá continuamente: dibujaré todos los bocetos de una sola vez… Podré dormir en los viejos establos o en algún lugar así. Wraxford me ha dado un plano del terreno. Espero que tengamos una tormenta antes de que las noches se pongan demasiado frías. No tienes que inquietarte por nada, querida niña: he dormido muchas veces al raso, y sé, puedo sentirlo, que esto va a proporcionarme la fama y, para colmo, nos llevará hasta el altar.
Edward empleó toda una semana —la más larga de mi vida, eso pensé entonces— haciendo bocetos en la mansión. Ada estaba preocupada por mi nerviosismo, y en varias ocasiones sugirió que fuéramos a dar un paseo hasta Monks Wood. Pero yo sabía que Edward odiaba que lo observasen mientras trabajaba; creía que le daba mala suerte. A mí me preocupaba que pudiera considerarme una niña tonta e histérica. Y, aunque no me gustaba admitirlo, temía que pudiéramos encontrarnos de repente con Magnus Wraxford. Me molestaba enormemente que aquel hombre supiera más de mí que el propio Edward; aquello me carcomía la conciencia como si hubiéramos mantenido un romance culpable, y, sin embargo, no podía decidirme a contarle a Edward (ni siquiera a Ada) lo que me había ocurrido con la última aparición.
¿Pero cuál sería la diferencia si lo contaba todo? Él me volvería a llamar su querida niña y me diría que todo era culpa de mi imaginación hiperactiva, y me embaucaría con sus besos, y se marcharía tan alegre a la mansión… de la cual regresaría maravillosamente animado, con un buen número de esbozos bajo el brazo, y se encerraría en su estudio para trabajar.
El tiempo continuó siendo agradable; si acaso, se tornó más cálido a medida que avanzaba septiembre y las hojas caídas comenzaban a reunirse bajo los árboles, y mis malos presagios fueron desapareciendo lentamente, hasta que una tranquila y húmeda noche Edward anunció que había terminado el primer cuadro.
Yo ya había oído algunas cosas de la mansión: las suficientes como para imaginar murciélagos revoloteando en torno a una torre en el crepúsculo… Pero el cuadro era bien distinto: el cielo sobre las copas de los árboles tenía una tonalidad azul pálida, casi sin nubes, en el que se difuminaban sutiles vetas y espirales de esponjoso vapor. Todo en el cielo sugería una idílica escena vespertina, pero ésa no era en absoluto la impresión que causaba la mansión. Las luces del sol sólo parecían acentuar la oscuridad en el bosque circundante y hacer más profundas las sombras en el interior de las ventanas. Y, de algún modo, incluso aunque yo no hubiera visto el modelo original, las proporciones del edificio parecían sutilmente erróneas, como si se estuviera observando a través del agua.
—Estoy muy contento con este lienzo —dijo Edward después de que todos lo felicitáramos—, y espero que Magnus Wraxford también lo esté. Ha vuelto a Aldeburgh. ¿No os lo dije? Recibí una nota suya ayer; se quedará al menos una semana.
—Excelente —dijo George—. Deberíamos pedirle que viniera a cenar de nuevo con nosotros… y a John Montague, por supuesto.
—Sí, estupendo —dijo Edward mientras Ada y yo intercambiábamos inútiles miradas—. Estoy seguro, querida, de que conseguirás que el señor Montague se muestre más afable conmigo.
Les había hablado a todos acerca de la extrema frialdad de Montague para con él. George apuntó que probablemente envidiaba el talento de Edward y la libertad de que disponía para pintar, pero yo me temí que todo pudiera deberse a mi extraño parecido con la esposa muerta del señor Montague.
—Preferiría que no viniera —dije—. ¿Por qué deberíamos invitarlo cuando se ha mostrado tan desagradable contigo?
—Bueno, no fue tan desagradable… —dijo Edward—. Además, preferiría resolver esos problemas en vez de aumentarlos; y además, no querría dejar de ver a Magnus.
Así pues, se despachó hacia Aldeburgh una invitación para cenar al cabo de cinco días, dejándome aún más amargamente arrepentida de haber mencionado jamás la cuestión de las apariciones. Pero a la mañana siguiente, mientras me encontraba sentada a la sombra de un olmo, intentando concentrarme en mi libro, oí el ruido de cascos en la gravilla y vi a Magnus Wraxford, vestido como si hubiera ido de caza, desmontando a la puerta de la rectoría. Ada y George salieron, y yo supe que debería levantarme e ir a saludarlo, pero no me moví, y un instante después lo perdí de vista mientras se dirigían a la puerta principal. Como pasaron los minutos sin que Hetty viniera a buscarme, me di cuenta de que Magnus debía de haber preguntado por Edward, así que esperé allí con inquietud, esperando que se me llamara en cualquier momento, hasta que al final volvió a aparecer, cruzando el sendero de la entrada sin dirigir una mirada hacia donde yo me encontraba, montó en su caballo y lo espoleó colina arriba.
El sonido de los cascos del animal apenas se había dejado de oír cuando Edward apareció en el jardín y vino corriendo hacia mí.
—¡Qué suerte hemos tenido! —gritó—. ¿No lo has visto?
—¿Ver? ¿A quién? Creo que debo de haberme quedado dormida.
—¡A Magnus! —dijo, cogiéndome en brazos—. Va a comprarme el cuadro… ¡por cincuenta guineas!, y quiere los otros tres, a cincuenta guineas cada uno… ¡sin haberlos visto! ¿No es maravilloso? Yo quería que viniera él mismo y te lo contara, pero dijo que no podía quedarse. Podemos casarnos inmediatamente, en cuanto tu hermana se halle felizmente desposada… ¿y quién sabe? Quizá tu madre quiera ceder un poco y darme la bienvenida a la familia, ahora que soy un hombre de recursos…
Por un instante, me sentí avergonzada de haberme escondido de Magnus, pero aquel pensamiento quedó inmediatamente apartado ante la emoción de lo que Edward me estaba diciendo. Comprendí que hasta ese momento no había confiado en absoluto en que aquel día llegaría; ahora incluso me permití tener la esperanza de que Edward pudiera mantener una agradable relación con mi madre. Aquella noche la celebración se regó con varias botellas de champán, que nos acompañaron en la conversación, la cual se alargó hasta muy tarde, y cuando me fui a la cama, me quedé tumbada despierta durante mucho tiempo, completamente feliz, pero demasiado excitada como para dormir, hasta que, cuando estaba rompiendo el alba, el cansancio finalmente me rindió.
Debió de ser culpa del champán, o quizá fue por aquel calor opresivo e impropio de la estación… En todo caso, me levanté muy tarde, con los indicios de un dolor de cabeza que, a pesar de todos mis esfuerzos por mitigarlo, empeoró notablemente. La humedad era absolutamente insólita. George volvió del pueblo diciendo que nadie podía recordar una cosa semejante; Edward estaba seguro de que estaríamos más frescos en un baño turco. No se adivinaba ni el más mínimo soplo de aire en el patio o en el jardín. Grandes nubes grises colgaban bajas e inmóviles sobre nuestras cabezas, oscureciéndose lentamente a medida que transcurrían las horas. Alrededor de las tres tenía la cabeza como si unas tenazas de acero me estuvieran retorciendo las sienes. Entonces supe que debía retirarme a mi habitación.
Tras un periodo de tiempo indefinido, el dolor comenzó a remitir. Estaba en mitad de un sueño que se desvaneció antes de que pudiera recordarlo cuando me despertó un fogonazo luminoso que iluminó toda la habitación incluso a través de las cortinas que estaban echadas, seguido pocos segundos después por el ensordecedor estallido de un trueno que envolvió la casa y rugió y retumbó y sacudió la rectoría hasta sus cimientos. Casi inmediatamente oí una fuerte ráfaga de viento, el tintineo de las gotas de agua en el cristal de la ventana y, después, el rugido de un diluvio cayendo sobre la grava de la entrada a la casa…
Mi dolor de cabeza casi había desaparecido; fui hasta la puerta. Había lámparas encendidas en el pasillo y comprobé que casi eran las ocho y media. Bajé las escaleras para reunirme con los demás y vi que Ada y George se encontraban de pie junto a la ventana del salón. Por el gesto de Ada supe, antes de que dijera nada, que Edward había salido…
—Se fue poco después de que tú subieras a la habitación. Le dije que te ibas a preocupar muchísimo, pero no quiso escucharme; dijo que esperaba que estuvieras durmiendo hasta la noche y que regresaría antes de que te despertaras.
—Al menos —dijo George—, habrá llegado a la mansión mucho antes de que haya roto la tormenta. A su paso, debería haber llegado allí a las cinco y media… Así que habrá podido refugiarse. Deberíais intentar no…
El resto de su comentario se perdió en un fogonazo cegador y en un estallido atronador que sonó justo sobre la casa, después de lo cual los fogonazos luminosos continuaron, rayo tras rayo, acompañados por un estruendo tan ensordecedor que parecía que el techo fuera a derrumbarse a cada momento. Nos resultó imposible hablar durante muchos minutos, hasta que los rayos y los relámpagos fueron cesando gradualmente y el viento fue remitiendo hasta que no se oyó ningún ruido, salvo el que producía aquel torrente de lluvia constante.
La noche transcurrió inimaginablemente lenta. Volví a bajar con las primeras luces del alba. La lluvia había cesado, el viento era frío y húmedo y venía cargado con los perfumes de la naturaleza agitada y golpeada. Había despojos de la tormenta dispersos por el jardín, desde pequeños tallos y hojas empapadas a grandes ramas, y el agua se había concentrado en grandes charcos sobre la hierba.
George apareció poco después, ataviado con el capote de lluvia y el sueste.
—Bajaré a la mansión —dijo— para acompañarlo en el camino de regreso…
—Yo también iré… —dije.
—No. Debes quedarte… por si acaso no nos encontramos en el camino.
Quince minutos más tarde, ya se había ido. Ada bajó, e hizo todo lo posible por parecer alegre y despreocupada, pero yo podía asegurar, a tenor de su palidez, que tampoco ella había podido dormir. Dieron las seis, y luego las siete, y luego las ocho… A las nueve ya no pude resistirlo más y dije que iría hasta la aldea… Pero apenas había alcanzado la iglesia cuando oí el retumbar de cascos acercándose, y el tílburi de George apareció en la loma y comenzó a descender la colina hacia mí. No venía nadie con él, y entonces supe, en el preciso instante en que pude ver su rostro, que ya no había esperanza.
Tres días más tarde, Edward yacía para siempre en el cementerio de St Mary. George le había encontrado a los pies del muro, exactamente debajo del cable que conectaba los pararrayos con la tierra. Su mochila con los útiles de pintar estaba colgando alrededor de su cuello; al parecer había intentado subir por el cable, presumiblemente antes de que estallara la tormenta, y allí había encontrado la muerte. Pero… ¿por qué había hecho aquello? Nadie lo sabía. Edward no había hecho testamento, de modo que sus pocas pertenencias, incluidos sus cuadros, tenían que ir a manos de su padre, que quedó tan abatido con la noticia que ni siquiera pudo asistir al funeral.
Recuerdo las semanas siguientes como un abismo oscuro y árido. No pude llorar, ni siquiera ante su tumba, y sólo deseé morirme. Magnus Wraxford vino a la rectoría varias veces, y también lo hizo John Montague, pero yo no quise verlos. Ada me dijo que George le había escrito a mi madre, pero que no había recibido respuesta alguna. El anuncio de la boda de Sophie llegó en una tarjeta impresa.
La peor angustia de todas fue reconocer que Edward había encontrado la muerte en el momento en que me conoció. Ada insistía en que cualquiera que pierde a un amado o a un marido podría decir lo mismo. Por supuesto, Edward no habría venido a Chalford si no hubiera estado conmigo, pero yo no me culpaba por eso.
—No es lo mismo —le dije finalmente, una tarde invernal—. Tuve una premonición… una visión de su muerte… antes incluso de que nos conociéramos.
Le conté la historia de aquella «visita», pensando que finalmente comprendería hasta qué punto yo era culpable, pero no lo comprendió en absoluto.
—Ni siquiera te diste cuenta de su parecido —dijo— hasta que se produjo aquella horrible escena con tu madre; estabas conmocionada y alterada: y desde luego, interpretarías del modo más terrible lo que era… un simple sueño en la vigilia, querida. Nada de eso tiene que ver con Edward, en absoluto. Edward murió porque era demasiado osado… osado hasta la temeridad… Él se habría reído de tu visión, tú sabes que él se habría…
—Sí —le dije con aire sombrío—. Pero yo vi la aparición, y él murió. Y nada de lo que cualquiera pueda decirme podrá cambiar eso.
Por aquel entonces había comenzado a darme cuenta realmente de lo que sucedía a mi alrededor, aunque todo me parecía, excepto por Ada y George, absolutamente carente de luz y esperanza, y cuando John Montague vino a visitarnos unos días más tarde, decidí que nada pasaría por verlo. Cuando Ada lo trajo al salón, vi que estaba vestido de luto y pregunté, sin mucho interés, si había perdido a alguien cercano. Su mandíbula parecía aún más alargada y estrecha de lo que yo recordaba, y las arrugas en torno a su boca, más profundas y marcadas, y sus ojos más sombríos y oscuros.