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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

El misterio de Wraxford Hall (26 page)

BOOK: El misterio de Wraxford Hall
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Nada supe de su existencia hasta hace unas semanas, cuando una mañana, Magnus me dijo que «la señora Diana Bryant, una paciente mía», nos había invitado a tomar el té en su casa de Grosvenor Street tres días después. Salvo por mis paseos por Regent's Park con Lucy, apenas salía de casa desde el principio de mi embarazo, y Magnus había aceptado todas las invitaciones… él solo. «Estoy seguro de que en tu delicado estado de salud, querida, preferirás quedarte en casa».

Tal había sido su discurso habitual.

—¿Puedo preguntarte… por qué quieres que me conozca la señora Bryant? —le pregunté, intentando ocultar que mi voz temblaba.

—Bueno, querida… —contestó, afectando sorpresa—, seguramente ya es hora de que comiences a frecuentar la sociedad. La señora Bryant (viuda desde hace años) es una mujer de una considerable riqueza. Sufre una afección coronaria; mi tratamiento ha tenido éxito donde otros han fracasado y se ha convertido en una gran abogada de mis métodos. Estoy seguro de que tendréis muchos asuntos de los que hablar…

Su tono era tan cortés como siempre, pero había un brillo en sus ojos que me desanimó a seguir preguntando.

Aquella semana hizo un calor agobiante —Lucy se vio obligada a encalar el alféizar de las ventanas y sellar con papel de estraza las del cuarto de la niña para evitar el hedor— y el tiempo continuó siendo así hasta el día en que teníamos que visitar a la señora Bryant; entonces, el calor se disipó bajo un espantoso retumbar de truenos y un verdadero diluvio. En cualesquiera otras circunstancias me habría complacido recorrer las calles limpias por la lluvia, pero cuando Magnus se sentó conmigo en el coche, sólo sentí un profundo temor y aprensión.

Me había imaginado a la señora Bryant como una viuda anciana, pero, bien al contrario, era una señora elegante que tal vez rondaría los cuarenta y cinco años; era alta y… escultural, así supuse que los hombres hablarían de ella, y vestía con ropas caras y muy adornadas; también lucía un gran peinado de pelo castaño rojizo, aunque no todo era suyo. Tenía el cutis muy pálido, con un matiz azulado. Yo había escogido deliberadamente un traje gris, de cuello alto, muy sencillo, que no habría avergonzado ni a un cuáquero, y ella me miró de arriba abajo con ostentosa compasión. Tenía una voz grave de contralto, coqueta cuando le hablaba a Magnus, y condescendiente cuando se dirigía a mí.

Sólo había un invitado más: su médico, el doctor Rhys, un galés pequeño y menudo, con ojos muy grandes y prominentes de color azul… casi turquesa, en realidad, que le conferían una expresión de asombro permanente. No parecía que tuviera más de veinticinco años, pero ya estaba casado y tenía un hijo y una niña muy pequeña. Me pareció que estaba un poco avergonzado por su papel… una especie de médico faldero, y estaba claramente esclavizado por Magnus. La señora Bryant se lanzó a un recuento exhaustivo de sus experiencias en manos de la profesión médica: al parecer, Magnus había estado mesmerizándola durante algún tiempo, con la absoluta aprobación del doctor Rhys. A pesar del estudiado desdén de la señora Bryant, no me sentí tan incómoda como había esperado, hasta que me percaté de que el doctor Rhys me estaba estudiando con curiosidad profesional, lanzándole miradas a Magnus, que estaba sentado a mi lado, pero un poco detrás. «Magnus le ha contado lo de mis visitas», pensé, y después me dije: «Los certificados de locura deben firmarlos dos doctores».

Mi taza tiritó sobre el plato que sostenía en la mano. La señora Bryant se interrumpió en mitad de una frase y me preguntó, con gesto de disgusto, si me encontraba indispuesta.

—No —contesté—, sólo un poco… es decir… no, no, en absoluto.

—Me agrada oírlo. Es usted muy afortunada —dijo intencionadamente—. Por ser la esposa de un médico tan eminente y por poder disponer de sus servicios a cualquier hora del día.

Me obligué a sonreír y a susurrar algo apropiado. Con la excusa de ir a dejar mi taza, moví la silla un poco para poder ver a Magnus. Tras su afable máscara, pude detectar un brillo de diversión. «Debo conservar la calma», pensé. «No seré un juguete en tus manos…».

Pero la siguiente observación de la señora Bryant me preocupó sobremanera.

—Señora Wraxford, su esposo me ha dicho que se ha convertido en el propietario de Wraxford Hall. Después de tanto tiempo y de tanta demora innecesaria, debe de estar usted encantada.

Cuando acepté casarme con Magnus, le dije que no deseaba volver a ver u oír nada de la mansión, jamás; y desde que se produjo nuestro distanciamiento, en ocasiones me pregunté por qué guardaba silencio sobre aquel asunto cuando sabía que aquello le daba poder para herirme. Entonces se me ocurrió, con una repentina sensación de frío, que todos estaban actuando concertadamente, intentando provocar en mí un ataque histérico que justificara mi internamiento. Las recargadas paredes del salón de la señora Bryant, profusamente adornadas, parecieron cerrarse en torno a mí. Bajé la cabeza, porque no confiaba en poder hablar razonablemente.

—La mansión, desde luego, está en un estado muy precario —dijo Magnus suavemente—. Pero estoy seguro de que algunas habitaciones pueden resultar aún habitables para nuestro… experimento. La señora Wraxford no sabe nada de ello —añadió—. No he querido molestarla con ese asunto hasta que se arregle la propiedad.

Yo deseaba que continuara, pero no lo hizo. Todas las miradas se volvieron hacia mí, como si yo fuera una actriz que hubiera olvidado su papel.

—¿Un… experimento? —dije, lamentando y odiando aquel temblor en mi voz.

—Sí, querida —dijo Magnus—. Estoy seguro de que recordarás la noche en que nos encontramos por vez primera, cuando apunté que la mansión sería el escenario ideal para una sesión de espiritismo… dirigida bajo estrictos principios científicos. También dije que esa sesión podría confirmar o no, de una vez por todas, la cuestión de la inmortalidad. La señora Bryant tiene mucho interés en el espiritismo y está deseosa de poder participar, así como el doctor Rhys.

—Naturalmente —dijo Godwin Rhys. Lanzó una mirada a la señora Bryant, hizo como que consultaba su reloj y se levantó—. Y ahora, si me disculpan, me temo que debo dejarles… una cita importante… ya saben. Encantado de haberla conocido, señora Wraxford. Espero con impaciencia que podamos volver a encontrarnos de nuevo muy pronto.

Su despedida fue demasiado estudiada y artificiosa como para que yo pudiera encontrar algún consuelo en el hecho de que no hubiera dos médicos en aquel salón. Esperaba que Magnus dijera algo, pero fue la propia señora Bryant quien se dirigió a mí.

—Con tantos prejuicios irreflexivos al respecto, señora Wraxford, ésta es una oportunidad que no podemos ignorar. ¿Sabe usted que mi propio hijo quiso encerrarme en un manicomio simplemente por asistir a las reuniones del señor Harper
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?

Negué con la cabeza mecánicamente.

—Así que… señora Wraxford —añadió—, estoy segura de que usted comprende nuestras dificultades. Estoy lamentablemente desilusionada con los médiums (incluido el señor Harper, aunque eso no excusa el monstruoso comportamiento de mi hijo), que casi había desesperado de volver a comunicarme de nuevo con mi querido padre, hasta que su esposo… Oh, es tan alentador encontrar a un hombre de ciencia con una mentalidad tan abierta… Pero vayamos al caso: entiendo, señora Wraxford, que usted es una médium con un don, aunque se niega a ejercitarlo…

Durante unos instantes me quedé sin palabras, mientras la señora Bryant me miraba con fingido interés. Entonces la sangre me ruborizó las mejillas y me descubrí hablando…

—No, señora Bryant. Está usted equivocada. Es una enfermedad, no un don; no puedo controlarlo, y no querría ejercitarlo si pudiera evitarlo. Y ahora… le ruego que me perdone… Esperaré en el coche.

Me levanté y me volví sin mirar a Magnus, y caminé hacia la puerta aunque las piernas apenas me sostenían, rogando al cielo que me mantuviera en pie y no me derrumbara hasta que no hubiera abandonado la sala. La ira me condujo escaleras abajo hasta la calle, donde un atónito Alfred me ayudó a subir al coche. Sólo cuando estuve sentada, y temblando violentamente por la reacción, me percaté de que me había convertido en un juguete en manos de Magnus. Y también me percaté de que había agravado mi humillación diciendo que esperaría, pero antes de que pudiera recobrarme para ordenarle a Alfred que se pusiera en marcha, Magnus apareció en la escalinata de la puerta.

Para mi sorpresa, parecía realmente encantado y se acomodó junto a mí.

—Debo pedirte disculpas, querida —me dijo amablemente—, por la falta de tacto de la señora Bryant. Como has podido ver, está acostumbrada a hacer las cosas a su modo…

—¿Por qué has…? ¿Cómo has podido…?

Iba a decir «humillarme así», pero las palabras murieron con el recuerdo de la humillación que había sufrido en su presencia.

—Querida, dado que nuestras relaciones han sido últimamente un poco… tensas, pensé que la petición recibiría mejor acogida si provenía de la señora Bryant… en vez de mí.

—¿Cómo es posible que puedas pensar eso? —dije entre sollozos—. Habría preferido mil veces que me lo pidieras tú… aunque no habría aceptado… en vez de traicionarme con esa mujer vanidosa y vulgar…

Estuve a punto de añadir: «Esa mujer vanidosa y vulgar… que es tu amante… o desea serlo», pero me contuve a tiempo.

—Vanidosa y vulgar, puede ser, querida, pero también es nuestra mecenas. Ya ha contribuido generosamente a mi causa y si fuéramos lo suficientemente afortunados como para ser testigos de una verdadera manifestación en la mansión, su generosidad estaría asegurada… Por eso me gustaría que reconsideraras tu negativa.

—En otras palabras: me estás pidiendo que colabore en un fraude.

—Querida… deberías conocerme mejor. Se trata de un experimento científico que se efectuará ante testigos; sólo requiere tu presencia, te lo aseguro.

—Y entonces… esperas que te acompañe a un lugar maldito donde mi… donde Edward murió.

—Sí, querida.

Lo dijo con aquel mismo aire de buen humor, pero ahora había en su voz un tono de crispación que parecía el susurro que produce el acero al deslizarse contra el acero, como una espada que se introduce en su vaina.

—¿Y… si me niego?

—Estoy seguro de que no te negarás, querida. Tu salud aún es delicada. Creo que necesitas pasar algún tiempo… en el campo.

—Pero estoy con Clara… y no puedo separarme de ella. Y la mansión no es lugar para un bebé…

—Entonces quizá sea hora de que dejes de darle el pecho y te apartes un poco de ella. Ése es uno de tus síntomas, querida: tu innecesaria preocupación por esa niña. Nunca te he pedido nada hasta ahora; estoy seguro de que estarás de acuerdo conmigo en que no he podido ser un marido más complaciente.

Esperaba que le contradijera, pero en esta ocasión no me atreví.

—Muy bien, entonces —añadió—. Dejaré que decidas lo que quieres hacer con la niña. Puedes llevarla contigo si quieres, y dile a Bolton lo que necesitas en tu habitación. Él y yo iremos mañana para preparar la visita de la señora Bryant, dentro de tres semanas.

—¿Y… después? ¿A cuántas sesiones más me pedirás que acuda?

—Con suerte, querida, a ninguna más. Y si todo transcurre tal y como espero, quizá podamos entonces discutir… cómo deseamos que sea nuestra vida en el futuro. Oh, ya estamos cerca de Cavendish Square… Aquí vive un caballero al que necesito consultar. Hasta la noche, querida.

Magnus no regresó a casa hasta muy tarde, y partió hacia la mansión antes de que yo bajara a desayunar a la mañana siguiente. Varias veces a lo largo del día cogí a Clara en brazos con la intención de huir, pero a cada momento se me representaba vivamente que no tenía ningún lugar a donde ir. Lucy se daba perfecta cuenta de mi angustia, pero yo nunca me había confiado a ella, y no me atreví a hacerlo entonces. Aunque Magnus había planteado su amenaza tan claramente como si me hubiera restregado el certificado de locura en la cara, podría habérmelo dicho en presencia de testigos y haber negado bajo juramento que pretendiera nada semejante… como podría haber negado fácilmente, si hubiera querido, que me había ofrecido la separación.

Pero si estaba planeando una estafa, ¿de qué modo podría ayudarle mi presencia allí? La señora Bryant se había comportado horriblemente conmigo, pero ¿cómo podía estar seguro Magnus de que yo no la avisaría en secreto? ¿O cómo podía estar seguro de que no lo traicionaría después de la sesión? Sólo había un modo de asegurarse mi lealtad… A menos que no fuera un fraude y Magnus creyera verdaderamente que podía aparecerse un espíritu: yo había previsto la muerte de Edward en una «visita», y él había muerto en la mansión… Intenté apartar aquel pensamiento, pero estuvo agazapado durante todo el día en las esquinas más oscuras de mi mente, y en este estado de ansiedad me fui a la cama.

Me desperté —o eso pensé— al amanecer, con la angustia de un terrible presentimiento. La habitación era como mi viejo dormitorio en Highgate, pero de algún modo sabía que estaba en Wraxford Hall. Entonces recordé, con un terror que pareció que se me iba a salir el corazón del pecho, que había estado paseando con Clara por los bosques de Monks Wood la tarde anterior, y la había dejado dormida bajo un árbol. Salté de la cama, abrí la puerta y comencé a correr por el pasillo. Ya había pasado la puerta de Lucy antes de que me percatara de que estaba realmente despierta y me encontraba junto a las escaleras, envuelta en una media luz grisácea, con el corazón latiéndome violentamente.

La casa estaba completamente en silencio. Regresé sin hacer ruido por el pasillo hasta la habitación de la niña, que estaba entre la habitación de Lucy y la mía, y abrí suavemente la puerta.

Había una mujer inclinada sobre la cuna. Me estaba dando la espalda, pero pude distinguir que era joven, con el pelo muy parecido al mío, y llevaba un vestido azul pálido que me resultaba extrañamente familiar. Mientras yo me quedaba petrificada en el umbral, ella cogió a Clara y se volvió para mirarme. ¡Era yo misma! Durante unos momentos, eternos y gélidos, permanecimos así, y entonces la mujer y Clara comenzaron a disolverse, exactamente como ocurrió con la aparición en el salón en Highgate, hasta que no quedó nada, salvo una voluta de lívida luz verde flotando entre la cuna y yo. Después, también aquello se desvaneció; el suelo se balanceó y me derrumbé, y oí, muy lejos, a Clara llorando, antes de que la oscuridad me engullera.

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