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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

El misterio de Wraxford Hall (15 page)

En otras pesadillas, más tranquilas pero a su modo incluso más horrorosas, soñaba que me despertaba en mi propia habitación —siempre parecía que estaba en penumbras, con la luz que hay justo antes del amanecer—; todo estaba en su lugar habitual y todo era normal, salvo que mi capacidad para oír era extraordinariamente aguda: la sangre que latía en mis oídos sonaba con tanta fuerza como las olas que rompen en la playa. Entonces sentía que se aproximaba un ser maligno, y se acercaba desde el pasillo o acechaba junto a la ventana; mi corazón comenzaba a latir de tal modo que yo temía que se me fuera a salir del pecho, y me despertaba con el corazón aún latiendo violentamente.

Pocos meses antes de la caída, me desperté una mañana muy temprano porque oí que decían mi nombre muy bajito… o eso creí. Me levanté y, en camisón, me acerqué a la puerta, pero no había nadie en el pasillo. La voz había sonado como la de Sophie, pero cuando me acerqué a su puerta, estaba cerrada. Todo estaba en silencio. La puerta del baño permanecía ligeramente abierta; más allá estaba la habitación de mi madre, y después, el rellano y la escalera, exactamente como en mi mundo de vigilia. Oí que alguien decía mi nombre otra vez, pero en esta ocasión la voz retumbó como un gong en el interior de mi cabeza; la luz se apagó como si hubieran soplado una vela, y algo se precipitó sobre mí desde la oscuridad. Grité y luché hasta que vino de nuevo la luz, junto al ruido de pies que corren acercándose, y me di cuenta de que el demonio que me había atrapado era, en realidad, mi madre.

Mamá estaba justificadamente enfurecida, y yo sólo podía reconocer que merecía estar en un manicomio y que me deberían enviar sin duda a uno si persistía aquel sinsentido histérico. No bastaba con decir que no podía evitarlo: Sophie nunca se había levantado en sueños, ni había despertado a toda la casa con sus gritos, de modo que… ¿por qué yo no podía dominarme? Porque lo hacía premeditada e intencionadamente, porque era una muchacha obstinada, egoísta y contradictoria, y otras muchas cosas parecidas. Yo ya estaba acostumbrada a los reproches de mamá, pero en aquella ocasión fue tan violento y, en mi sentir, tan absolutamente merecido que decidí encerrarme en mi habitación y esconder la llave en un lugar diferente cada noche, con la esperanza de que mi yo soñador no pudiera recordar dónde la había puesto. Cuando vi que los meses transcurrían sin reincidencias, comencé a pensar que estaba curada de las pesadillas y del sonambulismo, y dejé de cerrar con llave mi habitación, hasta la mañana en que Elspeth, nuestra doncella, me encontró derrumbada a los pies de la escalera.

Alrededor de quince días después —ciertamente, después de que el doctor dictaminara que mi recuperación seguía su curso con normalidad— estaba incorporada en la cama, leyendo, cuando mi abuela entró en la habitación y se sentó en una silla junto a mí, mirándome exactamente como lo hacía cuando yo era una niña: llevaba el mismo vestido de seda negra profusamente adornado, el pelo blanco apretadamente ceñido y prendido, y el mismo perfume de lavanda y agua de violetas, tan familiar. La silla crujió cuando se sentó en ella; me sonrió y cogió su labor, como si se hubiera ido sólo quince minutos antes, en vez de haber estado descansando en el cementerio de Kensal Green durante los últimos quince años. Me pareció que la abuela sabía que estaba muerta, pero, en cierto modo, esto no importaba mucho: su presencia junto a mi cama me resultó completamente natural y reconfortante. Y aunque mi propia tranquilidad y la aceptación de la visita me resultarían más tarde tan extrañas como la propia visita, lo cierto es que estuvimos sentadas en silencio, haciéndonos compañía, durante un periodo indefinido de tiempo, hasta que mi abuela recogió su labor, me sonrió otra vez y se fue lentamente de la habitación.

Mamá entró inmediatamente después y yo pensé que se deberían de haber cruzado en el pasillo.

—¿Has visto a la abuela? —pregunté.

Vi en su rostro una mirada de consternación que me indicaba que no debía insistir… y reconocí que debía de haber estado soñando. Como ocurrió tras la extraña luminiscencia, la aparición de la abuela fue seguida de uno de los peores dolores de cabeza que he tenido que soportar en mi vida. Pero estaba segura de que había estado completamente despierta.

Incluso después de que se me hubiera hecho evidente que aquello era sólo una extraña experiencia, me pareció que no podía pensar que mi visitante fuera un fantasma. Mis lecturas de literatura sensacionalista
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habían intensificado una imaginación ya muy viva de por sí, y me habían descrito perfectamente cómo deberían conducirse los fantasmas: unas leves transparencias y uno o dos quejidos horripilantes eran, desde luego, lo menos que una podía esperar de los espectros. En cambio, la abuela había sido… bueno, había sido sólo la abuela. Y aunque no me había ocurrido nada semejante con anterioridad, no sentía el más mínimo temor.

El doctor Stevenson había dictaminado que ya me encontraba perfectamente bien y que podía levantarme, y el recuerdo de la visita de mi abuela se había desvanecido hasta el punto de creer prácticamente que aquello había sido un sueño. Y entonces, una noche, después de cenar, vi a mi padre cruzar el vestíbulo delante de mí. No estaba a más de diez pasos. Oí el crujido de las maderas del suelo bajo sus pisadas y pude oler el humo de su cigarro. Sin mirar ni a un lado ni a otro, entró en el estudio y cerró la puerta tras él, exactamente como hacía cuando estaba vivo. Una vez más, no sentí miedo: sólo el incontrolable impulso de levantarme, ir hacia la puerta del estudio y llamar. Como no hubo respuesta, intenté accionar el picaporte. La puerta se abrió fácilmente, pero no había nadie dentro, sólo los familiares y vetustos sillones de piel marrón sobre una desgastada alfombra persa, la mesa labrada con las patas talladas en forma de feroces caras de tigres que me habían fascinado cuando era niña, las estanterías atestadas con libros azules
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, registros militares, historia de los regimientos e informes de antiguas operaciones militares, los persistentes y suaves aromas del tabaco, del cuero y de los viejos libros. Permanecí durante mucho tiempo en la puerta, abismada en los recuerdos.

Mi padre había pasado gran parte de su vida, o al menos de la última parte de su vida, en esa sala; conoció a mamá cuando volvió a Inglaterra de permiso, después de muchos años de servicio con el ejército en Bengala. Tenía unos abundantes bigotes blancos veteados en gris, y una barba que sobresalía hacia delante cuando caminaba, de modo que su mirada parecía feroz. Su piel tenía una pátina amarillenta, porque estuvo muy enfermo cuando padeció de fiebres, y su cabeza calva resplandecía con tanto brillo que yo solía preguntarme si se la puliría en secreto. De tanto en tanto nos llevaba a dar un largo paseo, y si encontrábamos una ladera tranquila en la que no hubiera nadie mirando, nos obligaba a hacer instrucción como si fuéramos soldados, y nos hacía desfilar arriba y abajo durante un buen rato, y a mantenernos firmes y a saludar. A mí me encantaba jugar a eso y solía hacer que Sophie marcara el paso alrededor del jardín trasero hasta que mamá ponía fin a la diversión. A ella no le gustaba que las niñas jugaran a los soldados.

Como era la hija más joven de su familia, mamá se había visto obligada a quedarse en casa cuidando a su propio padre, enfermo crónico, hasta que murió; para entonces, mi madre ya tenía treinta años. Era muy pálida y muy delgada, y fue adelgazando cada vez más con la edad, de modo que sus ojos, de un azul claro, parecían haberse hecho más grandes a medida que los huesos del rostro se hacían más prominentes. La casa de Highgate, por lo que pude averiguar, había sido el resultado de un acuerdo entre papá, que hubiera querido vivir en el campo, y mamá, que deseaba tener algún contacto con la sociedad. Cuando yo era niña, no tenía una idea muy clara de lo que podía ser «la sociedad», pero parecía que Highgate se encontraba en los confines más alejados de la misma. No necesitábamos compañía: el capitán James Paget, un viejo amigo y camarada de papá, había alquilado una casa a pocos minutos de la nuestra, y yo me había hecho amiga inmediatamente de su hija Ada desde que tenía siete años. Pero, por alguna razón, los Paget no contaban como «sociedad».

A Ada y a mí a menudo nos tomaban por hermanas, porque ambas éramos bastante altas y muy llamativas, mucho más morenas que Sophie, que era rubia, de piel blanca y respondía al patrón convencional de la belleza familiar. Sophie fue siempre la favorita de mi madre, porque le encantaban los bailes, las fiestas y el cotilleo, y se podía pasar medio día delante del espejo, un tiempo que yo evidentemente prefería emplear enterrando la nariz en un libro, tal y como decía mamá despectivamente. Cuando me hice mayor, me di cuenta de que mis padres estaban profundamente enemistados, y que vivían vidas separadas y, si podían, se evitaban mutuamente. Mientras los Paget permanecieron cerca de nosotros —eran una pareja fiel y enamorada hasta el final—, la ausencia de «sociedad» no pareció importar mucho. Pero poco después de que yo cumpliera los dieciocho años, James Paget murió repentinamente, y pocos meses después falleció mi padre.

Entonces, la madre de Ada se fue a vivir con unos parientes a la Isla de Wight, y Ada se casó con un pastor y se fue a vivir a cien millas de distancia, a una aldea remota de Suffolk… Mientras, yo me quedé en casa, descontenta, infeliz, y riñendo constantemente con mi madre. Había intentado dibujar y tocar el piano, y tenía cierta habilidad para ambas cosas, pero nada más; intenté escribir una novela, y llegué hasta el capítulo tres, antes de que la desconfianza en mi propia creación me obligara a detenerme. Imploré que me permitieran buscar un empleo como institutriz, pero mi madre no quiso ni oír hablar de aquello. El éxito de Sophie a la hora de echarle el lazo a Arthur Carstairs solamente había conseguido incrementar el disgusto que yo le causaba a mamá: solía presentarme como una joven insensible, ingrata, insolente, obstinada, resentida y contradictoria. A pesar de la injusticia de sus recriminaciones, no podía estar en completo desacuerdo, agobiada como estaba por el sentimiento de mi propia inutilidad y por la conciencia de que la vida se me estaba escurriendo entre los dedos.

Al igual que ocurrió con la aparición de mi abuela junto a mi cama, la visión de mi padre fue seguida, tras un singular periodo de calma, por un violentísimo dolor de cabeza. Yo no había establecido ninguna conexión entre la primera «visita» —semejante palabra me resultaba, cuando menos, insatisfactoria— y mi caída. Pero después comencé a preguntarme qué habría ocurrido realmente. Había oído hablar de esa gente denominada «abierta» y quizá el significado de la palabra era más literal de lo que yo suponía. ¿Pudo ocurrir que la caída hubiera abierto alguna fisura en mi consciencia, admitiendo percepciones que debería rechazar? Eso implicaría que las apariciones eran en algún sentido reales, aunque nadie más pudiera darse cuenta… Por supuesto que nadie podía: sólo yo gozaba de aquel poder especial para verlas.

Yo sabía que era mejor no decir nada a mi madre y a mi hermana, y no me atreví a escribirle a Ada para contárselo; le había dicho todo lo de la caída y la extraña luminiscencia que vi después, pero nada más, ya fuera porque no quería inquietar su felicidad o por temor a que pensara que estaba loca, no estaba segura. Dado que los días transcurrieron sin más «visitas», intenté convencerme de que no ocurriría nada más. Pero, sin lugar a dudas, algo en los resortes de mi vida interior se había alterado sutilmente. Era como caminar por una habitación y sentir que el color de las paredes o el dibujo de la alfombra habían cambiado, sin que me fuera posible decir con precisión en qué sentido y cómo. Los olores y los gustos conocidos me resultaban de pronto muy fuertes… Era primavera, de acuerdo, pero era algo más que eso… Era un sentimiento… no era exactamente ansiedad, sino el sentimiento de algo amenazante. En varias ocasiones tuve la sensación, muy poderosa, de saber lo que otra persona presente en la sala diría pocos segundos después. Y en una ocasión, cuando mamá se lamentó entre sollozos de haber perdido una piedra de sus pendientes favoritos, yo la encontré: fui directamente hasta el extremo opuesto de la casa, me dirigí al salón, busqué bajo un armarito que había en el rincón más oscuro, y encontré la piedra perdida, que era de azabache. Yo estaba completamente perpleja y sorprendida, y no sabía cómo podía haber hecho aquello, y me alegré de que mi madre no hubiera presenciado tan sorprendente proeza.

Habían transcurrido varias semanas en este desasosegante estado cuando mamá anunció que la madre de Arthur Carstairs y sus hermanas vendrían pronto a tomar el té. Aquella tarde en cuestión, bajé para reunirme con el resto y para esperar la llegada de nuestras visitas. Cuando entré en el salón, vi a un hombre joven sentado en el sofá, frente a mamá y a Sophie. No lo había visto antes jamás. Sólo era un joven alto, moreno, ataviado melancólicamente con lo que parecía un traje de luto; estaba absorto observando el dibujo de la alfombra que estaba pisando. Parecía como si evitara levantar la mirada por modestia, como si no quisiera que se notara su presencia, pero, aparte de eso, parecía bastante cómodo. Yo me quedé junto a la puerta, indecisa, esperando que me presentaran, pero ninguno de los reunidos parecía estar prestándole la menor atención.

—Siéntate, Eleanor —dijo mi madre, señalándome el sofá. Parecía que me estaba indicando el lugar inmediato al joven.

—Pero… ¿no me presentas…? —balbuceé.

—¿A quién? —replicó mi madre, mirándome asombrada.

—A… —e inevitablemente tuve que hacer un gesto hacia el joven.

—No sé qué estás diciendo —dijo mamá bruscamente—, y no estoy de humor para tonterías y frivolidades. Siéntate, y no nos molestes con tus despropósitos.

Durante toda esta conversación, aquel joven continuó observando tranquilamente el suelo, con aquel mismo gesto de modestia. Yo me quedé paralizada, percatándome de que mi madre y Sophie me estaban hablando, pero incapaz de apartar mis ojos de aquel hombre, el cual, como si repentinamente se diera cuenta de mi apuro, se levantó del sofá y comenzó a caminar hacia mí. Pude oír el susurro de su traje y el sonido de sus pisadas sobre el suelo. Se detuvo a un par de pasos de mí, aún con la cabeza inclinada hacia el suelo; automáticamente, me aparté de su camino para dejarle salir. Pero, entonces, al verlo por detrás, fue como ver una figura pintada que hubiera salido de un lienzo, y se reveló como una simple capa de pigmentos flotando en el aire; pareció replegarse sobre sí mismo al observarlo de lado, hasta que no fue más que una delgada lámina de oscuridad, rodeada de una luz verdosa. Después, todo aquello también se desvaneció y me quedé atónita y muda, con el sonido de la campanilla de la puerta sonando en mis oídos.

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