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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (44 page)

CAPÍTULO XXVII
Continuación del mismo punto

Hemos visto que los Germanos asistían a las asambleas desde que eran mayores; los menores formaban parte de la familia, no de la República. Así vemos que los hijos de Clodomiro, rey de Orleáns y conquistador de Borgoña, no fueron proclamados reyes porque, siendo menores de edad, no podían ser presentados a la asamblea. No eran reyes todavía; pero como habían de serlo cuando fueran capaces de manejar las armas, gobernó su abuela Clotilde mientras duró la minoridad de aquéllos. Por desgracia para ellos no llegaron nunca a la mayoridad; pues murieron degollados por sus tíos, Clotario y Childeberto, que se repartieron el reino entre los dos. Este ejemplo hizo que luego, en casos análogos, se declarase reyes a los príncipes pupilos inmediatamente después de muerto el padre. El duque Gundobaldo salvó a Childeberto II de la crueldad de Chilperico, haciendo que fuese declarado rey a la edad de cinco años
[37]
.

Pero aun con este cambio se conservó el antiguo espíritu; no se ejecutaba ningún acto en nombre de los reyes en tutela. Había, pues, un doble gobierno entre los Francos; uno concerniente al rey pupilo y otro encargado del reino. En los feudos también había diferencia entre la tutela y la bailía.

CAPÍTULO XXVIII
De la adopción entre los Germanos

Como los Germanos declaraban la mayoría de edad entregando las armas al menor, la adopción la hacían de igual manera. Así Gontrán, para declarar mayor de edad a su sobrino Childeberto y al mismo tiempo adoptarlo, le habló así:
Te he dado un venablo, en señal de haberte dado mi reino
[38]
. Y dirigiéndose a la asamblea, añadió:
Ya veis que mi sobrino Childeberto es mayor de edad; obedecedle
. Teodorico, deseando adoptar al rey de los Hérulos, le escribió:
Es muy bueno que entre nosotros se pueda hacer la adopción por las armas, porque solamente los hombres valerosos merecen llegar a ser hijos nuestros
[39]
.
Es tal la fuerza del acto, que quien es objeto de él preferirá la muerte a consentir cosa alguna vergonzosa. Por lo mismo, siguiendo el uso establecido en las naciones, y considerando que ya sois un hombre, os adoptamos en virtud de esas armas, escudos y caballos que os enviamos
.

CAPÍTULO XXIX
Espíritu sanguinario de los reyes francos

No fue Clodoveo el único príncipe, entre los Francos, que emprendiera expediciones a través de las Galias: muchos de sus parientes habían hecho incursiones y acaudillado tribus; pero como él obtuvo los mayores éxitos y pudo engrandecer a los que le seguían, los demás corrían a ponerse a sus órdenes, debilitañdo así a los otros jefes. Ninguno de ellos podía ya resistirle y él concibió y realizó el pensamiento de exterminar su casa.

Temía, dice Gregorio de Tours
[40]
, que los Francos tomaran otro jefe. Sus hijos y sucesores siguieron la misma práctica siempre que pudieron, y se vió que sin cesar conspiraron el hermano, el sobrino, el tío, ¡hasta el hijo y el padre! contra toda la familia. La ley dividía sin cesar el reino; lo unía de nuevo la ambición y la crueldad.

CAPÍTULO XXX
De las asambleas de la nación entre los Francos

Los pueblos que no cultivan la tierra, ya lo hemos dicho, gozan de gran libertad. Los Germanos se hallaban en este caso. Afirma Tácito que no daban a sus reyes más que un poder muy moderado, y César dice que no tenían un jefe común en tiempo de paz, sino que en cada poblado tenían su príncipe. Los Francos tampoco tenían reyes en Germania; Gregorio de Tours lo prueba.

Los príncipes
, dice Tácito
[41]
,
deliberan y resuelven en las cosas menudas, pero las cosas importantes son tratadas por la nación entera, con la intervención del príncipe
. Este uso fue conservado después de la conquista
[42]
, como se ve en todos los monumentos.

El mismo Tácito dice que los delitos capitales podían llevarse a la asamblea. Así fue también después de la conquista, y los grandes vasallos eran juzgados igualmente
[43]
.

CAPÍTULO XXXI
De la autoridad del clero en tiempos de los primeros reyes

En los pueblos bárbaros tienen gran poder los sacerdotes, porque a la autoridad que la religión les presta unen la que es consecuencia de la superstición. Tácito nos dice que entre los Germanos los sacerdotes tenían mucho influjo y eran ellos los que cuidaban del orden de las asambleas del pueblo
[44]
. Nadie más que ellos podía castigar, prender, azotar, y no lo hacían por orden del príncipe ni para infligir una pena, sino como si obrasen por inspiración de la divinidad
[45]
.

No debe, pues, sorprendernos que en los comienzos de la primera raza fueran los obispos árbitros de los juicios, asistieran a las asambleas de la nación, influyeran tanto en las decisiones de los reyes y se les dejara enriquecerse tanto
[46]
.

LIBRO XIX
De las leyes en relación con los principios que forman el espíritu general, las costumbres y las maneras de una nación
CAPÍTULO I
De la materia de este libro

La materia de este libro es vasta. En la multitud de ideas que acuden a mi mente, he de atender al orden de las cosas más que a las cosas mismas. Debo descartar no pocas, echarlas a los lados y abrirme paso entre ellas.

CAPÍTULO II
De la necesidad, aun para las mejores leyes, de que estén preparados los espíritus

Nada les pareció a los Germanos tan insoportable como el
tribunal de Varo
[1]
. El que Justiniano constituyó entre los Lazios para procesar al matador de su rey, también les pareció una cosa bárbara
[2]
. Mitridates, en una arenga contra los Romanos, les censura entre otras cosas, las formalidades de su justicia
[3]
. Los Partos no podían aguantar a aquel rey que, educado en Roma, recibía y oía con afabilidad a todo el mundo
[4]
. Hasta la libertad les ha parecido intolerable a pueblos no acostumbrados a ella, como el aire suele ser nocivo para los que han vivido en lugares pantanosos.

Un Veneciano llamado Balbi fue presentado al rey de Pegu
[5]
. Cuando éste supo que en Venecia no había rey, tuvo un acceso tal de hilaridad que la tos por ella producida no le permitió hablar con sus cortesanos. ¿Qué legislador se atrevería a proponer la adopción de un gobierno popular en semejantes pueblos?

CAPÍTULO III
De la tiranía

Hay dos clases de tiranía: real y efectiva la una, que consiste en la violencia del gobierno; circunstancial la otra, que se deja sentir cada vez que la opinión encuentra mal una medida de los gobernantes.

Refiere Dion que Augusto quiso que le llamaran
Rómulo
, pero que desistió al saber que el pueblo interpretaba su capricho como un propósito de proclamarse rey. Los Romanos primitivos no querían reyes por no poder sufrir su autoridad; los del tiempo de Augusto no los querían tampoco, porque sus maneras les parecían insoportables: es verdad que César, los triunviros y el citado Augusto fueron casi unos reyes, pero lo disimulaban aparentando respeto a la igualdad y no pareciéndose en los modales ni en su modo de vivir a los reyes de entonces. Los Romanos querían conservar sus instituciones y sus gustos sin imitar a los pueblos serviles de Africa y de Oriente.

El mismo Dion nos dice
[6]
que el pueblo romano estaba indignado contra Augusto por ciertas leyes muy duras que había dictado; pero que tan pronto como hizo volver al cómico Pílades, expulsado de la ciudad por las facciones, cesaron la indignación y el descontento. Aquel pueblo sentía más la tiranía cuando se expulsaba a un histrión que cuando le arrebataban sus leyes.

CAPÍTULO IV
Del espíritu general

Muchas cosas gobiernan a los hombres: el clima, la religión, las leyes, las costumbres, las máximas aprendidas, los ejemplos del pasado; con todo ello se forma un espíritu general, que es su resultado cierto.

Cuanto más fuertemente influya una de estas causas, menos se dejará sentir la influencia de las otras. La naturaleza y el clima obran casi solos sobre los salvajes; las leyes tiranizan al Japón; las formas gobiernan a los Chinos; las costumbres eran la regla en Macedonia; las máximas de gobierno y las costumbres antiguas eran lo que ejercía más influjo en Roma.

CAPÍTULO V
Debe atenderse a que no cambie el espíritu general de un pueblo

Si hay en el mundo una nación que tenga humor sociable, carácter franco y alegre, llevado a veces a la indiscreción, viveza, gusto y con todo esto, valor, generosidad y cierto pundonor, bueno será poner sumo cuidado en no violentar sus hábitos con leyes que pongan trabas a su manera de ser o coarten sus virtudes.

Siendo bueno el carácter en general, ¿qué importa algún defecto?

En ese país se podría contener a las mujeres, dictar leyes que corrigieran las costumbres y pusieran límites al lujo; pero ¿quién sabe si con todo ello se le haría perder el gusto, fuente de las riquezas, y hasta la urbanidad que atrae a los extranjeros?

El legislador debe ajustarse al espíritu de la nación, cuando no es contrario a los principios del régimen, porque nada se hace mejor que lo que hacemos libremente siguiendo nuestro genio natural.

Nada ganará el Estado, ni en lo interior ni en lo exterior, si se le imprime un espíritu de pedantería a un pueblo naturalmente alegre. Dejadle hacer con formalidad las cosas frívolas y festivamente las más serias.

CAPÍTULO VI
No es acertado el corregirlo todo

Que nos dejen como somos, decía un personaje de cierta nación muy parecida a la de que hemos dado una ligera idea. La naturaleza lo corrige todo; si nos ha dado una viveza que nos inclina a las burlas y nos hace capaces de ofender, esa misma vivacidad es enmendada por la cortesía, por la urbanidad que nos procura, inspirándonos la afición al trato de las gentes y al de las mujeres sobre todo.

Sí, que nos dejen tales como somos. Nuestras cualidades indiscretas unidas a nuestra escasa malicia, hacen que no nos convengan unas leyes que cohiban nuestro amor sociable.

CAPÍTULO VII
Los Atenienses y los Lacedemonios

Y proseguía diciendo el mismo personaje:
Los Atenienses eran un pueblo algo parecido al nuestro. La vivacidad que ponían en el consejo la llevaban a la ejecución. Trataban jovialmente de los más graves asuntos y les gustaba un chiste tanto en la tribuna como en el teatro. El carácter de los Lacedemonios, al contrario, era grave, seco, taciturno
. De un Ateniense no se hubiera conseguido nada con una seriedad que le aburriera; ni de un Lacedemonio intentando divertirle.

CAPÍTULO VIII
Efectos del carácter sociable

Cuanto más se comuniquen los pueblos, tanto más fácilmente mudan de modales, porque cada uno se ofrece más en espectáculo a otro y se ven mejor las singularidades de los individuos. El clima es causa de que sea comunicativa una nación y lo es también de que ame las mudanzas. Y lo que hace amar las mudanzas hace también que se forme el gusto.

En un pueblo expansivo se cultiva más el trato de las mujeres. El trato de las mujeres relaja las costumbres, pero crea el gusto; el deseo que tiene cada uno de agradar más que los otros, es el origen de los adornos, y el afán de adornarse crea las modas. Las modas no carecen de importancia: a fuerza de frivolidad aumentan sin cesar las ramas de comercio
[7]
.

CAPITULO IX
De la vanidad y del orgullo de las naciones

La vanidad es un buen resorte de gobierno, pero el orgullo es peligroso. Para comprenderlo bien no hay más que representarse, por una parte, los innumerables beneficios que resultan de la vanidad; el lujo, la industria, las artes, las modas, la urbanidad, el gusto; por otra parte, los inmensos males que acarrea el orgullo: la pereza, la pobreza, la ignavia, la destrucción de los pueblos orgullosos. La pereza es efecto del orgullo
[8]
; la diligencia es hija de la vanidad; el orgullo de un Español le impide trabajar; la vanidad de un Francés le impulsa a trabajar más y mejor que los otros.

Toda nación perezosa es presumida y grave, porque los que no trabajan se creen soberanos de los que trabajan.

Examinad todas las naciones, y veréis que la gravedad, el orgullo y la pereza casi siempre van juntos.

Los pueblos de Achim
[9]
son indolentes y altivos, hasta el extremo de que las personas que no tienen esclavos alquilan uno, aunque sea para andar cien pasos y llevar un par de libras de arroz: se creerían deshonradas si las llevaran ellas mismas.

Hay lugares donde los hombres se dejan crecer las uñas para hacer ver que no trabajan.

Las mujeres de la India
[10]
consideran vergonzoso al aprender a leer; dicen que eso es bueno para los esclavos, que entonan cánticos en las pagodas. Las de una casta no hilan; en otras castas, no hacen más que esteras y cestas; algunas hay que consideran denigrante para las mujeres el ir a buscar agua. El orgullo ha impreso allí sus reglas. No es necesario decir que las cualidades morales producen efectos diferentes según sean las otras que las acompañan; así el orgullo, unido a una gran ambición, a la grandeza de las ideas, etc., produjo en los Romanos los efectos consabidos.

CAPÍTULO X
Del carácter de los Españoles y de los Chinos

Los diversos caracteres de las naciones son una mezcla de virtudes y vicios, de buenas y malas cualidades. Las mezclas afortunadas son aquellas de las que resultan grandes bienes, aunque a veces nadie lo hubiera adivinado; hay otras que causan grandes males que nadie sospecharía.

La buena fe de los Españoles ha sido celebrada en todos los tiempos. Justino
[11]
habló de su fidelidad en la custodia de un depósito: se dejaban matar por no descubrirlo. Aun hoy conservan esta virtud. Las naciones que comercian en Cádiz fían su fortuna a los Españoles y nunca han tenido que arrepentirse de ello. Pero esa admirable cualidad, unida a su pereza, forma una mezcla que les perjudica: son otros pueblos de Europa los que, en sus barbas, hacen todo el comercio de su monarquía.

Los Chinos nos ofrecen otra mezcla en contraste con la de los Españoles. Su vida precaria
[12]
les comunica una actividad tan prodigiosa y un ansia tal de lucro, que nadie se fía de ellos
[13]
. Esta infidelidad reconocida les ha conservado el comercio del Japón; ningún negociante de Europa se ha atrevido a emprenderlo en nombre de ellos, aunque hubiera sido fácil por sus provincias marítimas del Norte.

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