«Yo no escribo para censurar lo que se halle establecido en un país cualquiera. Cada nación encontrará aquí las razones de sus máximas; y se sacará naturalmente la consecuencia de que, proponer cambios, corresponde solamente a los privilegiados que pueden penetrar con un rasgo de genio en la constitución entera de un Estado.
Que el pueblo se ilustre no es cosa indiferente. Los prejuicios de los magistrados empezaron siendo prejuicios de la nación. En época de ignorancia, no se vacila aunque las resoluciones produzcan grandes males; en tiempo de luces, aun los mayores bienes se resuelven temblando. Se ven los abusos antiguos, se comprende la manera de corregirlos; pero también se ven o se presienten los abusos de la corrección. Se deja lo malo si se teme lo peor; se deja lo bueno si no se está seguro de mejorarlo. No se miran las partes si no es para juzgar del todo; se examinan todas las causas para ver todos los resultados.»
Montesquieu,
Del espíritu de las Leyes. Prefacio
Charles Louis de Secondat
Señor de la Brède y Barón de Montesquieu
El espíritu de las leyes
ePUB v1.0
Wilku23.01.13
Título original:
De l' esprit des lois
Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu, 1748.
Traducción: Nicolás Estevanez
Diseño/retoque portada: Yeison A. Guevara C.
Editor original: Wilku (v1.0)
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Análisis del espíritu de las leyes y elogio de Montesquieu
Por Jean D'Alembert
La mayoría de la gente de letras que ha hablado de Del espíritu de las leyes se ha dedicado más a criticarlo que a proporcionar una idea cabal. Nosotros vamos a tratar de suplirlos en lo que hubieran debido hacer, y desarrollar su plan, su carácter y su objetivo. Tal vez los que hallaren demasiado extenso el análisis juzgarán, luego de haberlo leído, que no existía más que ese único medio de hacer resaltar el método del autor. Debe recordarse, por otra parte, que la historia de los escritores célebres no es idéntica a la de sus pensamientos y de sus trabajos, y que esta parte de su elogio es la más esencial y la más útil.
No conociendo los hombres, en su estado natural (abstracción hecha de toda religión), en las discrepancias que puedan tener, otra ley que la de los animales, o el derecho del más fuerte, debe contemplarse el establecimiento de las sociedades como una especie de tratado contra aquel injusto derecho; tratado destinado a establecer, entre las diferentes partes del género humano, una especie de equilibrio. Pero hay en esto tanto equilibrio moral como físico; y es extraño que sea perfecto y durable; y los tratados del género humano son, como los tratados entre nuestros príncipes, una semilla permanente de discordias. El interés, la necesidad y el placer han acercado a los hombres. Pero esos mismos motivos los empujan sin cesar a aprovecharse de las ventajas de la sociedad sin sufrir sus cargas; y es en este sentido que puede decirse, con el autor, que los hombres, desde que ellos viven en sociedad, se encuentran en estado de guerra. Pues la guerra supone, entre quienes la hacen, ya que no la igualdad de las fuerzas, por lo menos la creencia en esta igualdad: de ahí provienen el anhelo y la recíproca esperanza de vencerse. Ahora bien: si el equilibrio no es nunca perfecto entre los hombres en el estado de sociedad, tampoco es demasiado desigual. Por lo contrario, o no tendrían nada que disputarse en el estado natural o, si la necesidad los obligara, sólo podría verse a la debilidad huyendo ante la fuerza, a las opresiones sin entablar lucha, y a los oprimidos, sin ofrecer resistencia.
Vemos entonces a los hombres reunidos y armados de consuno, por un lado a brazándose, si así puede decirse, y por el otro buscando herirse mutuamente. Las leyes constituyen el obstáculo, más o menos eficaz, destinado a suspender o a impedir sus golpes. Pero la extensión prodigiosa del globo en que habitamos, la diferente naturaleza de las regiones de la tierra y de los pueblos que la cubren, no permiten que todos los hombres vivan bajo un solo y único gobierno: el género humano ha debido fraccionarse en determinado número de Estados que se distinguen por la diferencia de las leyes a las cuales obedecen. Un gobierno único no habría hecho del género humano más que un cuerpo extenuado y languideciente, extendido sin vigor sobre la superficie de la tierra. Los diferentes Estados no son otra cosa que ágiles y robustos cuerpos que, dándose las manos unos a los otros, forman uno solo, y cuya acción recíproca mantiene por doquiera el movimiento y la vida.
Pueden distinguirse tres formas de gobierno: el republicano, el monárquico y el despótico. En el republicano, el pueblo, como corporación, tiene el poder soberano. En el monárquico, una sola persona gobierna mediante leyes de fondo. En el despótico, no se conoce otra ley que la voluntad del amo, o más bien, del tirano. Con esto no queremos decir que no haya en el universo más que esas tres especies de Estados; tampoco queremos decir que haya Estados que pertenezcan única y rigurosamente a alguna de esas formas; la mayor parte son, por así decirlo, compuestos o combinaciones de unos con otros. Aquí, la monarquía se inclina hacia el despotismo; allá, el gobierno monárquico está combinado con el republicano; en otra parte, no es el pueblo entero quien hace las leyes, sino una parte del pueblo. Pero la división precedente no es por ello menos exacta y menos justa. Las tres especies de gobierno que involucra están de tal modo diferenciadas, que propiamente no tienen nada en común. Y, por lo demás, todos los Estados que conocemos participan de lo uno y lo otro. Es preciso, pues, con estas tres especies, formar clases particulares y dedicarse a determinar las leyes que les son propias. Será entonces fácil modificar esas leyes para aplicarlas a cualquier gobierno que sea, según participe éste, más o menos, de aquellas diferentes formas.
En los diversos Estados, las leyes deben ser adecuadas a su naturaleza, es decir, a eso que los constituye; y a su
principio
, es decir, a lo que los sostiene y los hace obrar. Distinción importante, clave de una infinidad de leyes, y de la cual el autor extrae valiosas consecuencias.
Las principales leyes atinentes a la
naturaleza
de la democracia han de basarse en que el pueblo sea, en cierto sentido, el monarca; en otros respectos, el sujeto; que él elija y juzgue a los magistrados; y que los magistrados, en ciertas ocasiones, decidan. La naturaleza de la monarquía exige que haya, entre el monarca y el pueblo, muchos poderes y jerarquías intermedias, y un cuerpo depositario de las leyes, mediador entre los individuos y el príncipe. La naturaleza del despotismo obliga al tirano a que ejerza su autoridad, ya por sí mismo, ya por alguien que lo represente.
En cuanto al
principio
de los tres gobiernos, el de la democracia es el amor de la república, es decir, de la igualdad; en las monarquías, donde uno solo es el dispensador de las distinciones y de las recompensas, y en donde se suele confundir al Estado con ese único hombre, el principio es el honor, es decir, la ambición y la estima de la dignidad. Por último, bajo el despotismo, el principio es el miedo. Cuanto más férreos son estos principios, más estable es el gobierno; cuanto más se alteran y se corrompen, más derivan hacia su destrucción. Cuando el autor habla de la igualdad en las democracias, no entiende una igualdad extrema, absoluta, y por consecuencia quimérica: entiende ese feliz equilibrio que lleva a todos los ciudadanos a someterse igualitariamente a las leyes y a interesarse igualmente en observarlas.
En cada gobierno, las leyes de la educación deben estar relacionadas con el
principio
. Aquí se entiende por educación lo que se recibe por la convivencia, y no la de los padres y maestros, que con frecuencia es negativa, sobre todo en ciertos Estados. En las monarquías, la educación debe tener por objeto la urbanidad y las consideraciones recíprocas; en los Estados despóticos, el terror y el envilecimiento de los espíritus; en las repúblicas, es imperioso todo el poder de la educación, pues ella debe inspirar un sentimiento noble, aunque arduo: el renunciamiento de sí mismo, de donde nace el amor a la patria.
Las leyes que elabora el legislador deben estar conformes con el principio de cada gobierno. En la república deben mantener la igualdad y la austeridad; en la monarquía, deben apoyar la nobleza, sin sacrificar al pueblo. Bajo el gobierno despótico, reducen a todas las clases por igual al silencio. No puede reprocharse aquí al señor de Montesquieu haber señalado a los soberanos los principios del poder arbitrario, cuyo solo nombre es tan odioso a los príncipes justos, y, con mayor razón aún, al ciudadano sabio y virtuoso. Es ya colaborar para abatirlo el hecho de exponer lo que es preciso hacer para conservarlo; la perfección de ese gobierno es la ruina; y el código exacto de la tiranía, tal como el autor lo presenta, es al mismo tiempo la sátira y el látigo más formidable contra los tiranos.
Respecto de los demás gobiernos, cada uno de ellos tiene sus ventajas: el republicano es más apropiado para los pequeños Estados, el monárquico, para los más grandes; el republicano es más cuidadoso en los excesos, el monárquico se inclina más hacia los abusos; el republicano aporta más madurez en la ejecución de las leyes, el monárquico, más diligencia.
La diferencia de los principios de los tres gobiernos ha de radicar en el número y el objeto de las leyes, en la forma de los juicios y en la naturaleza de las penas. Siendo invariable y fundamental, la organización de las monarquías exige más leyes civiles y más tribunales, a fin de que la justicia sea cumplida de una manera más uniforme y menos arbitraria. En los Estados moderados, sean monarquías o repúblicas, nunca serían suficientes las formalidades de las leyes criminales. Las penas deben, no solamente estar en proporción con el delito, sino ser las más benignas que fuera posible, sobre todo en la democracia; el criterio que emana de las penas tendrá con frecuencia más efecto que su misma magnitud. En las repúblicas, es preciso juzgar según la ley, ya que ningún particular es dueño de alterarla. En las monarquías, la clemencia del soberano puede algunas veces mitigarla; pero los delitos jamás deben ser juzgados sino por magistrados encargados expresamente de entender en ellos. En fin, es principalmente en las democracias que las leyes deben ser severas contra el lujo, el relajamiento de las costumbres y la seducción de las mujeres. Su debilidad misma las hace apropiadas para gobernar en las monarquías, y la historia demuestra que, frecuentemente, han llevado la corona con gloria.
Habiendo el señor de Montesquieu pasado así revista a cada gobierno en particular, los examina luego en los contactos que pueden tener unos con otros, pero solamente desde un punto de vista más general, es decir, desde aquel que sólo es relativo a su naturaleza y a su principio. Encarados de esta manera, los Estados no pueden tener otras relaciones que las de defenderse o atacar. Debiendo las repúblicas, por su naturaleza, limitarse a un Estado pequeño, no les es posible defenderse sin alianza; pero esas alianzas deben efectuarse con otras repúblicas. La fuerza defensiva de una monarquía consiste principalmente en tener fronteras a salvo de ataques. Como los hombres, los Estados tienen el derecho de atacar por su propia conservación; del derecho de la guerra deriva el de la conquista; derecho necesario, legítimo y doloroso,
que deja siempre de pagar una deuda inmensa para cumplir un deber hacia la naturaleza humana
, y cuya ley general es hacer el menor mal posible a los vencidos. Las repúblicas pueden ser menos conquistadoras que las monarquías: grandes conquistas suponen el despotismo, o lo aseguran. Uno de los grandes principios del espíritu de conquista debe ser el de mejorar, tanto como sea posible, la condición del pueblo conquistado: satisfacer, simultáneamente, la ley natural y la norma del Estado.