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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (2 page)

No existe nada más hermoso que el tratado de paz de Gelón con los cartagineses, por el cual se prohibía inmolar en lo futuro a sus propios niños. Los españoles, al conquistar el Perú, hubieran debido obligar también a sus habitantes a no sacrificar más hombres a sus dioses; pero creyeron más ventajoso inmolar a esos mismos pueblos. No tuvieron por conquista más que un vasto desierto; fueron obligados a despoblar el país, y se debilitaron para siempre con su propia victoria.

Se puede estar obligado, en ocasiones, a modificar las leyes del pueblo vencido; pero nada puede obligarlo jamás a abandonar sus costumbres. El medio más seguro de conservar una conquista es el de situar, si es posible, al pueblo vencido al nivel del pueblo conquistador, de acordarle los mismos derechos y los mismos privilegios: así es como acostumbraron hacer casi siempre los romanos; así es como se comportó César con los galos.

Hasta aquí, considerando cada forma de gobierno, tanto en sí misma como en su relación con las demás, no hemos teñido en cuenta ni a lo que debe serles común a las circunstancias particulares extraídas, o de la naturaleza del país o del genio de los pueblos: es esto lo que es preciso desarrollar ahora.

La ley común de todos los gobiernos, al menos de los gobiernos moderados, y por consecuencia justos, es la libertad política de la cual cada ciudadano debe gozar. Esta libertad no es la licencia absurda de hacer lo que se quiere, sino el poder hacer todo lo que las leyes permiten. Puede ser tratada, o en sus vínculos con su organización, o en su relación con el ciudadano.

En la organización de cada Estado hay dos especies de poderes: el Poder Legislativo, y el Ejecutivo. Este segundo tiene dos objetos: el interior del Estado y el exterior. De la distribución legítima y de la repartición adecuada de esas diferencias depende la más grande perfección de la libertad política, en relación con su organización. El señor de Montesquieu presenta como prueba la organización de la república romana y la de Inglaterra. Encuentra el principio de esta última en la ley fundamental del gobierno de los antiguos germanos, entre quienes los asuntos poco importantes eran decididos por los jefes, y los grandes, presentados al tribunal de la nación, luego de haber sido tratados previamente por los jefes. El señor de Montesquieu no discute si los ingleses gozan o no de esta extrema libertad política que su organización les ofrece: a él le basta que ella esté establecida por sus leyes. Lejos se encuentra de satirizar a los demás Estados: cree, por el contrario, que el exceso, aun en el bien, no es siempre deseable; que la libertad extrema tiene sus inconvenientes, como la extrema servidumbre; y que, en general, la naturaleza humana se acomoda mejor en un Estado medio.

La libertad política, considerada en relación con el ciudadano, consiste en la seguridad de que éste se encuentra al abrigo de las leyes; o, por lo menos, en la creencia de esta seguridad, que hace que un ciudadano no tema a otro. Es principalmente por la naturaleza y la proporción de las penalidades que esta libertad se establece o se destruye. Los delitos contra la religión deben ser castigados con la privación de los bienes que la religión procura; los crímenes contra las costumbres, con el desprecio; los crímenes contra la tranquilidad pública, con la prisión o el exilio; los crímenes contra la seguridad, con los tormentos. Los escritos deben ser menos castigados que las acciones; jamás deben serlo los simples pensamientos. Acusaciones no jurídicas, espías, cartas anónimas, todos estos expedientes de la tiranía, despreciables igualmente para aquellos que los usan y se sirven de ellos, deben ser proscritos en un buen gobierno monárquico. No debe ser permitido acusar más que frente a la ley, que castiga siempre, o al acusado o al calumniador. En todo otro caso, los que gobiernan deben decir, con el emperador Constancio:
Nosotros no deberíamos recelar de aquel a quien le ha faltado un acusador sobre todo cuando no le faltaba un enemigo
. Es una muy buena institución pública la que se encarga, en nombre del Estado, de perseguir a los criminales, y que tenga toda la utilidad de los delatores sin tener sus viles intereses, sus inconvenientes y su infamia.

La magnitud de los impuestos debe estar en proporción directa con la libertad. Así, en las democracias, pueden ser mayores que en otras partes, sin ser onerosos; porque cada ciudadano los mira como un tributo que él se paga a sí mismo, y que asegura la tranquilidad y la fuerza de cada miembro. Por otra parte, en un Estado democrático, es más difícil el empleo infiel de los dineros públicos, porque es más fácil de conocerse y de castigarse; el depositario debe rendir cuenta, por así decirlo, al primer ciudadano que se la exige.

En cualquier gobierno que sea, la especie de tributo menos onerosa es aquella que se establece sobre las mercancías, porque el ciudadano lo paga sin darse cuenta. La cantidad excesiva de tropas, en tiempos de paz, no es más que un pretexto para cargar al pueblo de impuestos, un medio de enervar al Estado, y un instrumento de servidumbre. La administración de los tributos, que hace entrar el producto entero en el fisco público, es, sin comparación, una carga menor para el pueblo y en consecuencia más ventajosa (cuando puede tener lugar) que la explotación de esos mismos tributos, que deja siempre entre las manos de algunos particulares una parte de las rentas del Estado. Todo está perdido en especial (según los términos del autor) cuando la profesión del comerciante se convierte en honorable; y esto ocurre desde que el lujo está en auge. Dejar a algunos hombres nutrirse de la sustancia pública para despojarlos a su vez, como se lo ha practicado antes en ciertos Estados, es reparar una injusticia con otra, y hacer dos males en vez de uno.

Entremos ahora, con el señor de Montesquieu, en las circunstancias particulares independientes de la naturaleza del gobierno, y que obligan a la modificación de las leyes. Las circunstancias que derivan de la naturaleza del país son de dos clases: unas tienen relación con el clima; otras, con la topografía. Nadie duda de que el clima no influye sobre la disposición habitual de los cuerpos, y, en consecuencia, sobre los caracteres; es por ello que las leyes deben conformarse a la física climática en cosas sin importancia, y, por el contrario, combatirla en los efectos viciosos: así, en los países donde el uso del vino es dañoso, una ley muy atinada es la que lo prohíbe; en los países en que el calor del clima conduce a la molicie, una muy buena ley es aquella que estimula al trabajo.

El gobierno puede corregir entonces los efectos del clima; y esto basta para poner el espíritu de las leyes a cubierto del muy injusto reproche que se le ha hecho: atribuir todo al frío y al calor. Pues, aparte de que el calor y el frío no son las únicas cosas por las cuales pueden diferenciarse los climas, sería tan absurdo negar ciertos efectos del clima como querer atribuirles todo.

La utilización de los esclavos, establecida en los países cálidos del Asia y de América, y reprobada en los climas templados de Europa, da ocasión al autor de tratar de la esclavitud civil. No teniendo los hombres más derecho sobre la libertad que sobre la vida unos de otros, se deduce que la esclavitud, hablando en general, está contra la ley natural. En efecto, el derecho de esclavitud no puede provenir ni de la guerra —ya que no podría entonces ser fundado más que sobre el rescate de la vida, y que no hay derecho sobre la vida de aquellos que no son combatientes—, ni de la venta que un hombre hace de sí mismo a otro, puesto que todo ciudadano, siendo deudor de su vida al Estado, le es, con mayor razón, deudor de su libertad, y, en consecuencia, no es dueño de venderla. Por otra parte, ¿cuál sería el precio de esta venta? No puede ser el dinero dado al vendedor, puesto que en el momento en que se convierte en esclavo, todos los bienes pertenecen al amo. Ahora bien: una venta sin precio es tan quimérica como un contrato sin condición. No ha habido jamás, quizá, más que una ley justa a favor de la esclavitud: era la ley romana, que hacía al deudor esclavo del acreedor. Incluso esta ley, para ser equitativa, debía limitar la servidumbre en cuanto a su grado y a su duración. La esclavitud, todo lo más, puede ser tolerada en los Estados despóticos, donde los hombres libres, demasiado débiles contra el gobierno, buscan convertirse, para su propio provecho, en los esclavos de aquellos que tiranizan el Estado; o bien en los climas donde el calor enerva tanto el cuerpo y debilita de tal modo el coraje, que los hombres no son llevados a una penosa labor más que por el miedo al castigo.

Junto a la esclavitud civil, puede colocarse a la esclavitud doméstica, es decir, la que tienen las mujeres en ciertos climas. Puede tener lugar en esas comarcas del Asia, donde se hallan en estado de convivir con los hombres, antes de poder hacer uso de su razón: núbiles por la ley del clima, niñas por la de la naturaleza. Esta sujeción se hizo más necesaria aun en los países donde la poligamia está establecida: uso que el señor de Montesquieu no pretende justificar en lo que tiene de contrario a la religión; pero que, en los sitios donde se la practica (aquí hablamos sólo políticamente), puede estar fundado, hasta cierto punto, o sobre la naturaleza del país o sobre la relación del número de mujeres con el número de hombres. El señor de Montesquieu habla, en esta ocasión, del repudio y del divorcio; y establece, provisto de buenas razones, que el repudio, una vez admitido, debería ser permitido a las mujeres tanto como a los hombres.

Si el clima tiene tanta influencia sobre la servidumbre doméstica y civil, no la tiene menos sobre la servidumbre política, es decir, sobre la que somete un pueblo a otro. Los pueblos del norte son más fuertes y más intrépidos que los del mediodía; en general, estos deberían ser subyugados, y aquéllos, ser conquistadores; éstos, esclavos, aquéllos, libres. Tal es lo que la historia confirma: el Asia ha sido conquistada once veces por los pueblos del norte. Europa ha padecido muchísimas revoluciones menos.

Respecto de las leyes relativas a la naturaleza del terreno, está claro que la democracia conviene más que la monarquía a los países estériles, en donde la tierra tiene necesidad de todo el ingenio de los hombres. La libertad es, por lo demás, en este caso, una especie de resarcimiento del rigor del trabajo. Son necesarias más leyes para un pueblo agricultor que para un pueblo que cría ganado; para éste, más que para un pueblo cazador; y para un pueblo que utiliza la moneda, más que para aquel que la desconoce.

En fin, se debe tener en cuenta el genio particular de la nación. La vanidad, que magnifica los objetos, es un buen resorte para el gobierno; el orgullo, que los empequeñece, es un medio peligroso. El legislador debe respetar, hasta cierto punto, los prejuicios, las pasiones, los abusos. Debe imitar a Solón, que había dado a los atenienses no las mejores leyes en sí mismas, sino las mejores que ellos pudiesen tener. El carácter alegre de esos pueblos demandaba leyes más benignas; el carácter de los lacedemonios, leyes más severas. Las leyes son un mal recurso para cambiar los modos y los usos; es por las recompensas y el ejemplo que es preciso tratar de llegar a aquello. Por lo tanto es verdad que las leyes de un pueblo, cuando no se trate de contrariar grosera y directamente sus costumbres, deben influir insensiblemente sobre ellas, ya sea para afirmarlas, ya para cambiarlas.

Después de haber profundizado de este modo en la naturaleza y el espíritu de las leyes en relación con las diferentes especies de países y pueblos, el autor vuelve a considerar a los Estados en relación unos con otros. Comparándolos entre ellos de una manera general, primero, no hubiera podido encararlos más que por la relación con el mal que ellos pueden hacerse; aquí, los examina en relación a las mutuas seguridades que pueden ofrecerse; esas seguridades están fundadas principalmente sobre el comercio. Si el espíritu de comercio produce naturalmente un espíritu de interés opuesto a la sublimidad de las virtudes morales, produce también un pueblo naturalmente justo, y aleja la ociosidad y el bandidaje. Las naciones libres, que viven bajo gobiernos moderados, deben librarse de aquéllos más que las naciones esclavas. Una nación jamás debe excluir de su comercio a otra nación, sin razones muy poderosas. Por lo demás, la libertad en este género no es una facultad absoluta acordada a los negociantes de hacer lo que ellos quieren, facultad que muchas veces les sería perjudicial; consiste en dejar actuar a los comerciantes sólo en favor del comercio. En la monarquía, la nobleza no debe dedicarse a los negocios, y menos aún, el príncipe. En fin, hay naciones a las cuales el comercio les es desfavorable: no son aquellas que no tienen necesidad de nada, sino aquellas que tienen necesidad de todo. Paradoja que el autor hace sensible con el ejemplo de Polonia, a la que le falta de todo, excepto el trigo, y que, mediante el comercio que hace de él, priva a los ciudadanos de su alimento para satisfacer el lujo de los señores. El señor de Montesquieu, al tratar de las leyes exigidas por el comercio, hace la historia de sus diferentes revoluciones; y esta parte de su libro no es ni la menos interesante ni la menos curiosa. Compara el empobrecimiento de España por el descubrimiento de América con la suerte de ese príncipe imbécil de la fábula, a punto de morir de hambre por haber pedido a los dioses que todo lo que él tocara se convirtiera en oro. Siendo el uso de la moneda una porción considerable del objeto del comercio y su instrumento principal, creyó en consecuencia que debía tratar de las operaciones de la moneda, del cambio, del pago de las deudas públicas, del préstamo a interés, de los cuales él ñja las leyes y los límites, y que en ninguna parte confunde con los excesos, tan justamente condenados, de la usura.

La población y el número de habitantes tienen una relación inmediata con el comercio; y teniendo los matrimonios por objeto la población, el señor de Montesquieu profundiza en esta importante materia. Lo que más favorece la propagación es la continencia pública: la experiencia prueba que las uniones ilícitas contribuyen poco a ella, y aun la perjudican. Se ha establecido, para los matrimonios, con justicia, el consentimiento de los padres; no obstante, deben introducirse en ese asunto ciertas restricciones, pues la ley debe, en general, favorecer los matrimonios. La ley que prohíbe el matrimonio de las madres con los hijos (independientemente de los preceptos de la religión), es una muy buena ley civil; pues, sin hablar de muchísimas otras razones, al ser los contrayentes de edad muy diferente, estas especies de matrimonios raramente pueden tener como objeto la propagación. La ley que prohíbe el matrimonio del padre con la hija está fundada sobre los mismos motivos; no obstante (en sentido civil), no es tan indispensablemente necesaria como la otra respecto de la población, puesto que la virtud de engendrar acaba mucho más tarde en los hombres: así el uso contrario ha tenido lugar entre ciertos pueblos que la luz del cristianismo no ha iluminado. Como la naturaleza misma conduce al matrimonio, es un mal gobierno el que necesite crear estímulos para ello. La libertad, la seguridad, la moderación de los impuestos, la proscripción del lujo, son los verdaderos principios y los verdaderos sostenes de la población: no obstante, es posible, con éxito, hacer leyes para estimular los matrimonios cuando, a pesar de la corrupción, todavía queden resortes en el pueblo que lo liguen a su patria. No hubo nada más hermoso que las leyes de Augusto para favorecer la propagación de la especie. Por desdicha, hizo esas leyes durante la decadencia o, más bien, durante la caída de la república; y los ciudadanos, descorazonados, no podían dejar de ver que sólo echaban esclavos al mundo. Por eso la ejecución de esas leyes fue más bien débil durante todo el tiempo de los emperadores paganos. Constantino, finalmente, las abolió al hacerse cristiano, como si el cristianismo hubiera tenido por finalidad despoblar la sociedad, aconsejando a un pequeño número la perfección del celibato.

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