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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (8 page)

Al sentimiento de su debilidad unía el hombre el sentimiento de sus necesidades; de aquí otra ley natural, que les impulsaba a buscar sus alimentos.

Ya he dicho que el temor hacía huir a los hombres; pero viendo que los demás también huían, el temor recíproco los hizo aproximarse; además los acercaba el placer que siente un animal en acercarse a otro animal de su especie. Añádase la atracción recíproca de los sexos diferentes, que es una tercera ley.

Por otra parte, al sentimiento añaden los hombres los primeros conocimientos que empiezan a adquirir; este es un segundo lazo que no tienen los otros animales. Tienen por lo tanto un nuevo motivo para unirse, y el deseo de vivir juntos es una cuarta ley natural.

CAPÍTULO III
De las leyes positivas

Tan luego como los hombres empiezan a vivir en sociedad, pierden el sentimiento de su flaqueza; pero entonces concluye en ellos la igualdad y empieza el estado de guerra
[3]
.

Cada sociedad particular llega a comprender su fuerza; esto produce un estado de guerra de nación a nación. Los particulares, dentro de cada sociedad, también empiezan a sentir su fuerza y procuran aprovechar cada uno para sí las ventajas de la sociedad; esto engendra el estado de lucha entre los particulares.

Ambos estados de guerra han hecho que se establezcan las leyes entre los hombres. Considerados como habitantes de un planeta que, por ser tan grande, supone la necesidad de que haya diferentes pueblos, tienen leyes que regulan las relaciones de esos pueblos entre sí: es lo que llamamos
el derecho de gentes
. Considerados como individuos de una sociedad que debe ser mantenida, tienen leyes que establecen las relaciones entre los gobernantes y los gobernados: es el
derecho político
. Y para regular también las relaciones de todos los ciudadanos, unos con otros, tienen otras leyes: las que constituyen el llamado
derecho civil
.

El Derecho de gentes se funda naturalmente en el principio de que todas las naciones deben hacerse en la paz el mayor bien posible y en la guerra el menor mal posible, sin perjudicarse cada una en sus respectivos intereses.

El objeto de la guerra es la victoria; el de la victoria la conquista; el de la conquista la conservación. De estos principios deben derivarse todas las leyes que forman el derecho de gentes.

Las naciones todas tienen un derecho de gentes; los Iroqueses mismos, que se comen a sus prisioneros, tienen el suyo; envían y reciben embajadas, distinguen entre los derechos de la guerra y los de la paz; lo malo es que su derecho de gentes no está fundado en los verdaderos principios.

Además del derecho de gentes, que concierne a todas las sociedades, hay una derecho político para cada una. Sin un gobierno es imposible que subsista ninguna sociedad.
La reunión de todas las fuerzas particulares
, dice muy bien Gravina,
forma lo que se llama el Estado político
.

La fuerza general resultante de la reunión de las particulares, puede ponerse en manos de uno solo o en las de varios. Algunos han pensado que, establecido por la naturaleza el poder paterno, es más conforme a la naturaleza el poder de uno solo. Pero el ejemplo del poder paternal no prueba nada, pues si la autoridad del padre tiene semejanza con el gobierno de uno solo, cuando muere el padre queda el poder en los hermanos, y muertos los hermanos pasa a los primos hermanos, formas que se asemejan al poder de varios. El poder político comprende necesariamente la unión de varias familias.

Vale más decir que el gobierno más conforme a la naturaleza es el que más se ajusta a la disposición particular del pueblo para el cual se establece.

Las fuerzas particulares no pueden reunirse como antes no se reúnan todas las voluntades.
La reunión de estas voluntades
, ha dicho Gravina, con igual acierto,
es lo que se llama el Estado civil
.

La Ley, en general, es la razón humana en cuanto se aplica al gobierno de todos los pueblos de la tierra; y las leyes políticas y civiles de cada nación no deben ser otra cosa sino casos particulares en que se aplica la misma razón humana.

Deben ser estas últimas tan ajustadas a las condiciones del pueblo para el cual se hacen, que sería una rarísima casualidad si las hechas para una nación sirvieran para otra.

Es preciso que esas leyes se amolden a la naturaleza del gobierno establecido o que se quiera establecer, bien sea que ellas lo formen, como lo hacen las leyes políticas, bien sea que lo mantengan, como las leyes civiles.

Deben estar en relación con la naturaleza física del país, cuyo clima puede ser glacial, templado o tórrido; ser proporcionadas a su situación, a su extensión, al género de vida de sus habitantes, labradores, cazadores o pastores; amoldadas igualmente al grado de libertad posible en cada pueblo, a su religión, a sus inclinaciones, a su riqueza, al número de habitantes, a su comercio, y a la índole de sus costumbres. Por último, han de armonizarse unas con otras, con su origen, y con el objeto del legislador. Todas estas miras han de ser consideradas.

Es lo que intento hacer en esta obra. Examinaré todas esas relaciones, que forman en conjunto lo que yo llamo Espíritu de las leyes.

No he separado las leyes políticas de las leyes civiles, porque, como no voy a tratar de las leyes sino del
espíritu de las leyes
, espíritu que consiste en las relaciones que puedan tener las leyes con diversas cosas, he de seguir, más bien que el orden natural de las leyes, el de sus relaciones y el de aquellas cosas.

Examinaré, ante todo, las relaciones que las leyes tengan con la naturaleza y con el principio fundamental de cada gobierno; como este principio ejerce una influencia tan grande sobre las leyes, me esmeraré en estudiarlo para conocerlo bien; y si logro establecerlo se verá que de él brotan las leyes como de un manantial. Luego estudiaré las otras relaciones más particulares al parecer.

LIBRO II
De las leyes que se derivan directamente de la naturaleza del gobierno
CAPÍTULO I
De la índole de los tres distintos gobiernos

Hay tres especies de gobiernos: el
republicano
, el
monárquico
y el
despótico
. Para distinguirlos, basta la idea que de ellos tienen las personas menos instruidas. Supongamos tres definiciones, mejor dicho, tres hechos: uno, que el gobierno republicano es aquel en que el pueblo, o una parte del pueblo, tiene el poder soberano; otro, que el gobierno monárquico es aquel en que uno solo gobierna, pero con sujeción a leyes fijas y preestablecidas; y por último, que en el gobierno despótico, el poder también está en uno solo, pero sin ley ni regla, pues gobierna el soberano según su voluntad y sus caprichos.

He ahí lo que yo llamo
naturaleza de cada gobierno
. Ahora hemos de ver cuáles son las leyes que nacen directamente de esa naturaleza y que son, por consecuencia, las fundamentales.

CAPÍTULO II
Del gobierno republicano y de las leyes relativas a la democracia

Cuando en la República, el poder soberano reside en el pueblo entero, es una democracia. Cuando el poder soberano está en manos de una parte del pueblo, es una aristocracia.

El pueblo, en la democracia, es en ciertos conceptos el monarca; en otros conceptos es el súbdito. No puede ser monarca más que por sus votos; los sufragios que emite expresan lo que quiere. La voluntad del soberano es soberana. Las leyes que establecen el derecho de sufragio son pues fundamentales en esta forma de gobierno. Porque, en efecto, es tan importante determinar cómo, por quién y a quién se han de dar los votos y de qué manera debe gobernar.

Dice Libanio que, en Atenas,
al extranjero que se mezclaba en la asamblea del pueblo se le castigaba con la pena de muerte
. Como que usurpaba el derecho de soberanía
[1]
.

Es esencial la fijación del número de ciudadanos que deben formar las asambleas; sin esto, se ignoraría si había hablado el pueblo o una parte nada más del pueblo. En Lacedemonia, se exigía la presencia de diez mil ciudadanos. En Roma, que nació tan chica para ser luego tan grande; en Roma, que pasó por todas las vicisitudes de la suerte; en Roma, que unas veces tenía fuera de sus muros a la mayoría de sus ciudadanos y otras veces dentro de ella a toda Italia y una gran parte del mundo, no se había fijado el número
[2]
; y esta fue una de las causas de su ruina.

El pueblo que goza del poder soberano debe hacer por sí mismo todo lo que él puede hacer; y lo que materialmente no pueda hacer por si mismo y hacerlo bien, es menester que lo haga por delegación en sus ministros.

Los ministros no lo son del pueblo si él mismo no los nombra; por eso es una de las máximas fundamentales en esta forma de gobierno que sea el pueblo quien nombre sus ministros, esto es, sus magistrados.

El pueblo soberano, como los monarcas, y aún más que los monarcas, necesita ser guiado por un senado o consejo. Pero si ha de tener confianza en esos consejeros o senadores, indispensable es que él los elija, bien designándolos directamente él mismo, como en Atenas, bien por medio de algún o de algunos magistrados que él nombra para que los e1ija, como se practicaba en Roma algunas veces.

El pueblo es admirable para escoger los hombres a quien debe confiar una parte de su autoridad. Le bastan para escogerlos cosas que no puede ignorar, hechos que se ven y que se tocan. Sabe muy bien que un hombre se ha distinguido en la guerra, los éxitos que ha logrado, los reveses que ha tenido: es por consiguiente muy capaz de elegir un caudillo. Sabe que un juez se distingue o no por su asiduidad, que las gentes se retiran de su tribunal contentas o descontentas; está pues capacitado para elegir un pretor. Le han llamado la atención las riquezas y magnificencias de un ciudadano: ya puede escoger un buen edil Todas estas cosas que son otros tantos hechos, las conoce el pueblo en la plaza pública mejor que el monarca en su palacio. ¿Pero cabría dirigir una gestión, conocer las cuestiones de gobierno, las negociaciones, las oportunidades para aprovechar las ocasiones? No, no sabría.

Si se pudiera dudar de la capacidad natural que tiene el pueblo para discernir el mérito, no habría más que repasar de memoria la continua serie de admirables elecciones que hicieron Atenienses y Romanos; no se pensará, sin duda, que fuera obra de la casualidad.

Sabido es que en Roma, aunque los plebeyos eran elegibles para las funciones públicas y el pueblo tenía derecho de elegirlos, rara vez los elegía. Y aunque en Atenas, por
la ley de Arístides
, los magistrados salían de todas las clases, no sucedió jamás, al decir de Jenofonte, que el pueblo bajo pretendiera las magistraturas.

Así como la mayor parte de los ciudadanos tienen suficiencia para elegir y no la tienen para ser elegidos, lo mismo el pueblo posee bastante capacidad para hacerse dar cuenta de la gestión de los otros y no para ser gerente.

Es preciso que los negocios marchen, que marchen con cierto movimiento que no sea demasiado lento ni muy precipitado. El pueblo es siempre, o demasiado activo o demasiado lento. Unas veces con sus cien mil brazos lo derriba todo; otras veces con sus cien mil pies anda como los insectos.

En el estado popular se divide el pueblo en diferentes clases. Por la manera de hacer esta división se han señalado los legisladores; de ella ha dependido siempre la duración de la democracia y aún su prosperidad.

Servio Tulio siguió, al constituir sus clases, una tendencia aristocrática. Según vemos en Tito Livio y en Dionisio de Halicarnaso, puso el derecho al sufragio en manos de muy pocos. Había dividido el pueblo de Roma en ciento noventa y tres centurias, que formaban seis clases, poniendo a los más ricos en las primeras centurias, a los menos ricos en las siguientes, a la multitud de pobres en la última. Como cada centuria tenía un solo voto, predominaba el sufragio de los ricos, sin que pesara nada el de los indigentes, aun siendo en mayor número.

Solón dividió al pueblo de Atenas en cuatro clases. Con sentido democrático, reconoció a todo ciudadano el derecho de elector; pero no el de elegible; se propuso que cada una de las cuatro clases pudiera elegir los jueces, pero que recayera la elección en personas pertenecientes a las tres primeras clases, en las que estaban los ciudadanos más pudientes.

Como la distinción entre los que tienen derecho de sufragio y los que no lo tienen es en la República una ley fundamental, la manera de emitir el sufragio es otra ley fundamental.

El sufragio por sorteo está en la índole de la democracia; el sufragio por elección es el de la aristocracia
[3]
.

El sorteo es una manera de elegir que no ofende a nadie; le deja a todo ciudadano la esperanza legítima de servir a su patria. Pero como la manera es defectuosa, los grandes legisladores se han esmerado en regularla y corregirla.

Lo establecido en Atenas por Solón fue que se dieran por elección los empleos militares y por sorteo las judicaturas y senadurías.

Quiso que también se dieran por elección las magistraturas civiles que imponen grandes dispendios, y por sorteo las demás.

Pero, a fin de corregir los inconvenientes del sorteo, dispuso que no se sorteara sino entre los que aspiran a los puestos; que el sorteado que resultara elegido fuera examinado por jueces competentes; que el ciudadano electo podría ser acusado por quien lo creyera indigno. Así resultaba un procedimiento mixto de sorteo y de elección; un sorteo depurado. Además, cuando terminaba el tiempo de duración legal de la magistratura, el magistrado cesante era sometido a un nuevo juicio sobre su comportamiento, con lo cual las personas incapaces no era fácil que se atrevieran a dar sus nombres para entrar en suerte.

La ley que fija la manera de entregar el boletín de voto es otra ley fundamental en la democracia. Es una cuestión muy importante la de saber si el voto ha de ser público o secreto. Cicerón dejó escrito que las leyes haciendo secretos los sufragios, en los últimos tiempos de la República romana, fueron una de las principales causas de su caída. Cómo esto se practica diversamente en diferentes Repúblicas, he aquí lo que yo creo:

Es indudable que cuando el pueblo da sus votos, estos deben ser públicos
[4]
; otra ley fundamental de la democracia. Conviene que el pueblo vea cómo votan los personajes ilustrados y se inspire en su ejemplo. Así en la República romana, al hacer que fueran secretos los sufragios, se acabó todo; no teniendo el populacho ejemplos que seguir, se extravió inconscientemente. Pero nunca los sufragios serán bastante secretos en una aristocracia, en la que voten únicamente los nobles, ni en una democracia cuando se elige el Senado, porque lo importante es evitar la corrupción del voto
[5]
.

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