El establecimiento de los hospitales, según el espíritu con que fue hecho, puede perjudicar a la población, o favorecerla. Puede, y debe asimismo, haber hospitales en un Estado donde la mayoría de los ciudadanos no tiene más que su trabajo como sostén, porque este trabajo puede muchas veces ser desafortunado. Pero la ayuda que brindan esos hospitales no debe ser más que transitoria, para no favorecer la mendicidad y la haraganería. Es preciso comenzar por hacer rico al pueblo y edificar enseguida hospitales para las necesidades imprevistas y urgentes. ¡Desdichados los países en los que la multitud de hospitales y de monasterios —que no son más que hospitales perpetuos— hace que todo el mundo esté cómodo, excepto los que trabajan!
El señor de Montesquieu no se ha referido hasta ahora más que a las leyes humanas. Pasa luego a aquellas de la religión que, en casi todos los Estados, constituyen un objetivo esencial del gobierno. En todas partes hace el elogio del cristianismo; muestra sus ventajas y su grandeza; busca hacerlo amar; sostiene que no es imposible, como lo ha pretendido Bayle, que una sociedad de perfectos cristianos forme un Estado vigoroso y durable. Pero también ha estimado que le era permitido examinar lo que las diferentes religiones (humanamente hablando) pueden tener de conforme o de contrario al genio y a la situación de los pueblos que las profesan. Es desde este punto de vista que es preciso leer todo lo que ha escrito sobre este asunto, y que ha sido objeto de tantas discusiones injustas. Sobre todo es sorprendente que, en un siglo que invoca a tantos a bárbaros, se considere un delito lo que él dice de la tolerancia; como si se tratara de aprobar una religión más que de tolerarla; como si, en fin, el Evangelio mismo no hubiera desechado todo otro medio de expandirla que no fuera la dulzura y la persuasión. Aquellos en quienes la superstición no ha extinguido aún todo el sentimiento de compasión y de justicia, no podrán leer, sin ser conmovidos, la amonestación a los inquisidores, ese odioso tribunal que ultraja la religión aparentando vengarla.
En fin, después de haber tratado en particular de las diferentes especies de leyes que los hombres pueden tener, no quedaba más que compararlas en conjunto, y examinarlas en su relación con las cosas sobre las que ellas estatuyen.
Los hombres son gobernados por diferentes especies de leyes: por el derecho natural, común a cada individuo; por el derecho divino, que es el de la religión; por el derecho eclesiástico, que es el de la policía de la religión; por el derecho civil, que es el de los miembros de una misma sociedad; por el derecho político, que es el del gobierno de esa sociedad; por el derecho de gentes, que es el de las sociedades, en relación unas con otras. Esos derechos tienen cada uno sus objetivos diferentes, que es menester cuidarse de confundir. No se debe reglar por uno lo que pertenece a otro, para no introducir ningún desorden ni injusticia en los principios que gobiernan a los hombres. Es necesario, en fin, que los principios que prescriben el género de las leyes, y que determinan su objeto, reinen también en la manera de componerlas. El espíritu de moderación debe, tanto como sea posible, dictar todas las disposiciones, aunque aparenten oponérsele. Tal era la famosa Ley de Solón, por la cual todos los que no tomaban parte en las sediciones eran declarados infames. Ella prevenía las sediciones, o las consideraba útiles, forzando a todos los miembros de la república a ocuparse de sus verdaderos intereses. La del ostracismo mismo era una muy buena ley, pues, por un lado, honraba al ciudadano que la causaba; y prevenía, por el otro, los efectos de la ambición. Además, se necesitaba gran cantidad de sufragios, y no se podía dictar el exilio más que cada cinco años. Con frecuencia, las leyes que parecen las mismas no tienen ni el mismo motivo ni el mismo efecto ni la misma equidad; la forma de gobierno, la oportunidad y el genio del pueblo cambian todo. En fin, el estilo de las leyes debe ser simple y grave. Pueden dispensarse de alegar razones, porque el motivo se supone que existe en el espíritu del legislador; pero cuando ellas están motivadas, deben serlo sobre principios evidentes: no deben parecerse a esa ley que, prohibiendo a los ciegos pleitear, aduce como razón que no pueden ver los ornamentos del tribunal.
El señor de Montesquieu, por ejemplo, para mostrar la aplicación de sus principios, ha elegido dos pueblos diferentes: uno, el más célebre de la tierra; y el otro, ese cuya historia nos interesa más: los romanos y los francos. No trata más que una parte de la jurisprudencia del primero: la que contempla las sucesiones. Respecto de los francos, se explaya sobre el origen y las evoluciones de sus leyes civiles, y sobre los diferentes usos, abolidos o subsistentes, que han sido su consecuencia. Se extiende principalmente sobre las leyes feudales, esa especie de gobierno desconocido de toda la antigüedad y que lo será acaso para siempre en los siglos futuros, y que ha tenido tanto de bueno y tanto de malo. Discute sobre todo esas leyes en los contactos que tienen con el establecimiento y la evolución de la monarquía francesa. Prueba, contra el señor Abate du Bos, que los francos penetraron realmente como conquistadores en las Galias; y que no es verdad, como aquel autor lo pretende, que hayan sido llamados por los pueblos para suceder en los derechos a los emperadores romanos que los oprimían. Detalle profundo, exacto y curioso, pero en el cual nos es imposible seguirlo.
Tal es el análisis general, pero muy informe y muy imperfecto, de la obra del señor de Montesquieu. Lo hemos separado del resto de su Elogio, para no interrumpir demasiado la continuidad de nuestro escrito.
Montesquieu
por Charles-Augustin Sainte-Beuve
"El gran error de los periodistas es no hablar de otros libros que los nuevos, como si la verdad no fuera vieja. Entiendo que no hay razón para preferir los libros nuevos, sin haber leído antes los antiguos." Esto lo dice Usbeck en las
Cartas persas
, de suerte que es Montesquieu quien lo dice y es justo aplicárselo. Recorriendo el vasto campo del siglo XVIII, he tropezado muchas veces con el célebre nombre y la imponente figura de Montesquieu; pero nunca me he detenido a estudiarlo para incluirlo en mis revistas críticas. ¿Por qué? Por varias razones. La primera, por ser uno de esos hombres que infunden temor al acercarse a ellos, respeto más que temor, por el gran relieve y la justa nombradía de su eminente personalidad. Otra razón es mi calidad de periodista: escribiendo para los periódicos, se busca la actualidad, la oportunidad y la ocasión. Y una de las razones principales es que del gran Montesquieu se ha escrito mucho, lo han hecho los maestros, y es inútil repetir mal lo que ya se ha dicho bien.
Pero se presenta ahora la oportunidad con motivo de la anunciada publicación completa de sus obras, ya proyectada otras veces y no realizada nunca. Tenemos buenos elogios sobré Montesquieu, pero no existe una historia completa de su vida y de sus obras. Sabemos muchos detalles, pero no tantos como sería de desear ni todos los que hubieran podido recogerse. Él había dejado numerosos manuscritos. Se dijo que un hijo suyo, en 1793, cuando en Burdeos empezó a correr sangre, había echado al fuego todos los papeles y manuscritos de su padre por temor a que pudiera descubrirse en ellos algún pretexto para molestar a la familia. Era cosa de muerte en aquellos tiempos el ser hijo de Montesquieu o de Buffón, y lo más seguro sería hacerlo olvidar. Pero la noticia no era cierta, no hubo tal destrucción de manuscritos, puesto que el gran investigador biógrafo Walckenaer tuvo el gusto ya hace tiempo de desmentir el hecho para satisfacción del público letrado. La parte principal de aquellos manuscritos se trajo a París en 1804, y Walckenaer tuvo ocasión de examinarlos durante algunas horas. En los
Archivos literarios de Europa
dio a luz algunos extractos de los manuscritos
[1]
. Además, el ex ministro Lainé obtuvo licencia de la familia Secondat para hacer investigaciones en sus preciosos archivos; pensaba publicar un libro sobre Montesquieu, pensamiento que no llegó a realizar. Confiemos en que subsistirá esta herencia de familia y en que al fin se sacará partido de ella en interés de todos y para mayor gloria del antepasado ilustre. Montesquieu no es de los hombres que pueden temer la familiaridad: es un noble espíritu, de cerca lo mismo que de lejos, sin pliegues del corazón ni dobleces que ocultar; cuantos lo conocieron alababan su bondad; su
bonhomie
era igual a su genio. Las escasas notas suyas que han sido publicadas dan vida y movimiento a su fisonomía, vida que tiene majestad. "Plutarco me encanta siempre, decía; hay circunstancias en las personas que causan gran placer."
Nació en el
château
de la Bréde, cerca de Burdeos, el 18 de enero de 1689; pertenecía a una familia noble de Guyena, familia de toga y espada. "Aunque mi nombre no sea bueno ni malo, decía, le tengo apego." Su padre, que había sido militar durante su juventud, se retiró pronto del ejercicio de las armas y se esmeró en educarlo. El joven Montesquieu fue destinado a la magistratura. El estudio fue siempre su pasión. Hablase de obras bastante atrevidas que escribió en su mocedad y que tuvo la prudencia muy loable de dejar inéditas. Leía con la pluma en la mano y reflexionando: "Al salir del colegio —dice— pusieron en mis manos libros de derecho; procuré desentrañar su espíritu". Este espíritu de las cosas del derecho y de la historia fue la investigación a que dedicó toda su vida; no descansó hasta que creyó haberlo encontrado. Su genio se presentaba a este género de estudios; y lo unía la rapidez, la viveza de una imaginación que le permitía adornar el pensamiento y la máxima con una forma poética, a semejanza de Montaigne, su paisano y su predecesor. Profesaba culto a los antiguos; pero no conoció mucho aquella primera antigüedad sencilla, natural y candorosa de la que, entre nosotros, fue Fenelón como un coetáneo rezagado. La antigüedad predilecta de Montesquieu era más bien la segunda, la de una época más reflexiva, más trabajada y ya latina; o por mejor decir, juntaba y confundía las antiguas edades, pedía rasgos o alusiones, para realizar el pensamiento moderno, a todas las épocas de los antiguos, desde Homero hasta Séneca y Marco Aurelio. Alusiones y rasgos que eran como vasos de Corinto colocados en sitios manifiestos y que son un glorioso testimonio. Un rasgo de Homero, un verso de Virgilio, rápidamente fundidos en su pensamiento, le parecía que lo redondeaban, que lo acababan mejor, que lo consagraban bajo una forma divina. La obra de Montesquieu, toda ella, resulta llena de estas incrustaciones que son fragmentos de altares. "Confieso mi afición a los antiguos —escribía—; la antigüedad me apasiona y siempre estoy dispuesto a decir con Plinio:
Van a Atenas, respeten a los dioses.
"
El propio Montesquieu, sintiendo así, merece que se lo trate como un clásico antiguo; citar a Montesquieu, poner en un escrito alguna de sus frases, es un honor.
Fue consejero del Parlamento de Burdeos desde 1714; a la muerte de su tío, en 1716, lo sustituyó en la presidencia: tenía veintisiete años. Hablando de su amigo el mariscal de Berwich, que en la adolescencia mandaba ya un regimiento y era gobernador de una provincia, decía Montesquieu: "Así se encontró a la edad de diecisiete años en una situación tan lisonjera para quien posee un alma elevada, viendo el camino de la gloria enteramente abierto y la posibilidad de hacer grandes cosas". Aun sin decir otro tanto de la presidencia obtenida tan pronto, lo cierto es que Montesquieu, desde ella, también pudo verlo todo, juzgar de todo y llegar sin esfuerzo al fin de su camino; le bastaba escoger sus relaciones entre las muchas que se le ofrecían; entonces fue cuando trabó amistad y conoció íntimamente a Berwich, gobernador de Guyena. Sin ser ambicioso, Montesquieu se vio en un rango que podía parecer modesto en comparación con los más altos, pero que, por lo mismo, era a propósito para su papel de observador político. Pudo, pues, observar desde la juventud.
Desempeñó Montesquieu durante diez años su magistratura, y la vendió en 1726. Declaraba él mismo que no servía para funcionario: "Lo que siempre me ha dado mala opinión de mí —decía— es que hay pocos estados en la República para los cuales pueda yo servir. En mi Oficio de presidente, comprendía bien las cuestiones, pero del procedimiento no me entendía nada: tengo el corazón muy recto. Yo me aplicaba; pero entristecía ver en los estúpidos más capacidad de la que yo tenía". Esto quiere decir que Montesquieu era poco práctico, y me atreveré a añadir que no practicaba.
Los primeros escritos de Montesquieu de que podemos hablar son los discursos que escribió para la Academia de Burdeos, a la cual pertenecía. En ellos ya se descubre su talento, se sorprende en su origen la forma predilecta del autor, la alusión o el símil antiguos aplicados a las ideas modernas. Pero hay mucho aparato, demasiado lujo de mitología. En un informe sobre la causa física del eco, o sobre anatomía, hace intervenir a las ninfas y a las diosas. Imita visiblemente a Fontenelle, cuyos ingeniosos informes a la Academia de Ciencias estaban hechos para seducir. Las frases que siguen, ¿son de Montesquieu o de Fontenelle? (Se trata de los descubrimientos físicos, esperados durante tantos siglos y que aparecen de pronto con Galileo y Newton):
"Podría decirse que la naturaleza ha hecho como las vírgenes; como las que, después de haber conservado mucho tiempo su más preciado tesoro, se dejan arrebatar en un momento lo que han guardado con tanto celo y defendido con tanta constancia."
Y esta otra:
"Algunas veces, parece que la verdad corre al encuentro del que la busca; suele suceder que no haya intervalo entre el deseo, la esperanza y el goce."
Montesquieu, como académico de las ciencias de Burdeos, pagó, pues, su tributo a la moda y a su admiración por Fontenelle.
Lo que se ve con más gusto en los primeros ensayos de Montesquieu, es el amor a la ciencia, la afición al estudio aplicada a todos los objetos. Poseemos no solamente sus dictámenes sobre las obras ajenas, sino también sus propias Observaciones acerca de la historia natural, leídas en la Academia en 1721. Había observado insectos y musgos con el microscopio, había disecado una rana, había hecho estudios sobre las cualidades nutritivas de diversos vegetales. El autor no concedía a estas observaciones más importancia de la que merecían; véase cómo se expresaba: "Son el fruto de la ociosidad del campo, un mero entretenimiento que debía morir donde nació; pero los que viven en una sociedad tienen deberes que cumplir, y nosotros debemos cuenta a la nuestra de los pasatiempos más pueriles". Hasta parece que al terminar su informe intenta Montesquieu rebajar el mérito del observador, pues dice: "No se necesita mucho ingenio para haber visto el Panteón, el Coliseo, las Pirámides; no es preciso más para ver un insecto por el microscopio o una estrella por el telescopio; la física es tan admirable precisamente por eso: grandes genios, entendimientos pobres, vulgares medianías, todos hacen su papel, todos son útiles. El que no descubra un sistema como Newton hará una observación que sorprenda y confunda al gran filósofo. Pero Newton siempre será Newton, es decir, el sucesor de Descartes y el otro será un cualquiera, un artesano vulgar, que habrá visto una vez sin haber quizá pensado nunca".