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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (79 page)

Contribuyó a facilitar la reforma el tenerse a la vista la práctica de los jueces eclesiásticos: concurrieron a suprimir los pares, el derecho canónico y el derecho civil.

De este modo se perdió el uso, hasta entonces constantemente observado, de que un juez no juzgase nunca solo, como se ve por
las leyes sálicas
y por las capitulares. El abuso contrario, que solamente existe en las justicias locales, ha sido atenuado y, en cierto modo, corregido con la introducción en muchas localidades de un adjunto al juez, a quien éste consulta, así como por la obligación que tiene el mismo juez de asesorarse de dos letrados siempre que se haya de imponer pena aflictiva. Por último, no sólo se ha corregido sino que se ha anulado con la suma facilidad de las apelaciones.

CAPÍTULO XLIII
Continuación de la misma materia

No hubo, por lo tanto, ley alguna que prohibiera a los señores el tener sus tribunales, ni se dictó ninguna aboliendo la jurisdicción que los pares ejercían; tampoco la hubo que prescribiera la creación de bailes ni fue por la ley como éstos adquirieron el derecho de juzgar. Todo esto se hizo paulatinamente por la fuerza de las cosas. El conocimiento del derecho romano, de las sentencias de los tribunales, de los cuerpos de costumbres que se iban escribiendo exigía un estudio de que eran incapaces los nobles y el pueblo iletrado. La única ordenanza que tenemos sobre esta materia
[202]
es la que obligaba a los señores a elegir sus bailes en el orden de los laicos. Erróneamente se ha creído que esa ordenanza era la que creaba dichos jueces, pues no dice más que lo que acaba de indicar. Y da las razones de lo que prescribe:
Para que los bailes
, dice,
puedan ser castigados por sus prevaricaciones, es menester nombrarlos del orden de los laicos
[203]
. Sabido es que los eclesiásticos tenían entonces muchos privilegios.

No se crea que los derechos de que gozaban los señores en pasados tiempos y que hoy no tienen se les quitaran como usurpaciones; los han perdido unas veces por negligencia, otras veces por abandonarlos; no podían subsistir con las mudanzas que ha traído el curso de los tiempos.

CAPÍTULO XLIV
De la prueba de testigos

Como los jueces no tenían más reglas que los usos, informábanse de cuáles eran por testigos, en las diversas cuestiones que se presentaban.

Cayendo cada día más en desuso el combate judicial, se hicieron por escrito las informaciones. Pero una prueba oral, aun puesta por escrito, no pasaba nunca de ser una prueba oral; y esto no hacía más que aumentar los gastos del proceso. Por lo mismo se dictaron reglamentos que hacían casi siempre inútiles aquellas informaciones
[204]
. También se establecieron registros públicos, en los cuales estaban probados casi todos los hechos: nobleza, edad, matrimonio, legitimidad. Lo escrito es un testigo difícil de corromper. Se pusieron por escrito las costumbres, lo que era muy razonable: es más fácil buscar en las actas de bautismo si Pedro es hijo de Pablo que probar el hecho con una larga información. Cuando en un país hay gran número de usos, más sencillo es consignarlos todos en un código que obligar a los particulares a probar cada uno de ellos. Por fin se dió la célebre ordenanza prohibiendo recibir la prueba de testigos en los casos de deudas superiores a cien libras, a menos que hubiera un comienzo de prueba por escrito.

CAPÍTULO XLV
De las costumbres de Francia

Francia se regía por costumbres escritas; los usos particulares de cada señorfo formaban el derecho civil. Cada señorío tenía su derecho civil en sus propios usos; como advierte Beaumanoir
[205]
, era un derecho tan privativamente suyo, que el autor citado, a quien se debe considerar como la lumbrera de aquel tiempo, dice, que no creía que hubiese en todo el reino dos señoríos que en todos los puntos se gobernaran por la misma ley.

Esta pasmosa diversidad tenía un origen primero y otro segundo. Respecto al primero, puede recordarse lo que ya he dicho al tratar de las costumbres locales
[206]
; en cuanto al segundo, se halla en las distintas resultas de los duelos judiciales, pues casos fortuitos debían siempre modificar los usos.

Las costumbres se conservaban en la memoria de los ancianos; pero poco a poco fueron formándose leyes o usanzas escritas.

1° En los comienzos de la tercera línea, los reyes dieron cartas particulares, y también generales, de la manera que ya he dicho; tales son los
Establecimientos
de Felipe Augusto y los de San Luis. De igual manera los grandes vasallos, de acuerdo con los señores que de ellos dependían, promulgaban en los tribunales de sus respectivos ducados o condados ciertas cartas o estatutos, según las circunstancias; tales fueron las de Geofroi, conde de Bretaña, sobre repartimientos de los nobles; las del duque Raúl, sobre las costumbres de Normandía; las de Champaña, que dió el rey Teobaldo; las de Simón, conde Montfort, y algunas más. Esto produjo algunas leyes escritas y más generales que las preexistentes.

2° En los comienzos de la tercera línea
[207]
, casi todo el pueblo se componía de siervos. Por varias razones, los señores y los reyes se vieron forzados a emanciparlos.

Al emancipar sus siervos, los señores les dieron posesión de algunos bienes, por lo que fue necesario darles también leyes civiles para el manejo y disposición de tales bienes. Por otra parte, los señores no iban a privarse de los bienes cedidos sin reservarse derechos en compensación. Ambas cosas quedaron arregladas por medio de las cartas de liberación, las cuales vinieron a formar parte de nuestras costumbres, pasando de este modo a ser derecho escrito.

3° En el reinado de San Luis y en los siguientes hubo letrados hábiles, como Defontaines, Beaumanoir y otros, que redactaron por escrito las costumbres de sus bailías. Su objeto era establecer una práctica judicial más bien que escribir los usos de su tiempo relativos a la propiedad. Sin embargo, tratan de todo lo referente a la disposición de los bienes, y aunque estos autores particulares sólo tuviesen autoridad por la exactitud y la publicidad de las cosas que decían, no cabe duda que han servido de mucho para el renacimiento del derecho público francés. No era otro en aquel tiempo nuestro derecho consuetudinario escrito.

Llegamos a la gran época: el rey Carlos VII y sus sucesores hicieron ordenar por escrito las diversas costumbres locales de todo el reino, prescribiendo las formalidades que habían de observarse en su redacción. Y como ésta se hizo por provincias, y de cada señorío se llevaban a la junta provincial los usos locales, escritos o no escritos, se pensó en generalizar las costumbres en cuanto fuese posible, sin perjuicio de los intereses particulares, que se mantuvieron
[208]
. Así nuestras costumbres tomaron tres caracteres: el de estar escritas, el de hacerse generales y el de ser autorizadas por la real sanción.

Algunas de estas costumbres se redactaron de nuevo, introduciéndose entonces no pocas mudanzas; bien quitándose lo que era incompatible con la jurisprudencia de aquella actualidad, o bien agregando cosas tomadas de la misma jurisprudencia.

Aunque el derecho romano se mire entre nosotros como en cierta oposición con el derecho consuetudinario, de tal suerte que ambos dividen los territorios, lo cierto es que entraron en nuestras costumbres numerosas disposiciones del derecho romano; sobre todo en tiempos no muy distantes del nuestro, en los cuales necesitaban conocerlo cuantos se destinaban a los empleos civiles; no se hacía gala de ignorar lo que se debe saber, y se empleaba el ingenio en aprender la profesión más que en ejercerla; tiempos, en fin, en que las diversiones continuadas no eran atributo ni aun de las mujeres.

Bueno hubiera sido que al terminar este libro me extendiese más, y que, entrando en nuevos detalles, hubiera seguido todos los cambios que insensiblemente han ido formando el gran cuerpo de nuestra jurisprudencia desde que se introdujeron las apelaciones; pero en ese caso habría intercalado una obra grande en esta que no es chica. Soy como aquel anticuario que salió de su país, llegó a Egipto, dirigió una mirada a las Pirámides y regresó
[209]
.

LIBRO XXIX
Del modo de componer las leyes.
CAPÍTULO I
Del espíritu del legislador

Lo digo, y me parece no haber escrito esta obra sino para probarlo: el espíritu de la moderación debe ser el que inspire al legislador; el bien político, lo mismo que el bien moral, está siempre entre dos límites. He aquí el ejemplo.

Para la libertad son necesarias las formalidades de la justicia. Pero podrían ser tantas, que contrariasen la finalidad de las leyes que las hubieran establecido, y los procesos no tendrían término; la propiedad de los bienes quedaría dudosa; daríase a una de las partes, por falta de atento examen, lo que perteneciera a la otra, o se arruinaría a las dos a fuerza de examinar.

Los ciudadanos perderían su libertad y su seguridad; los acusadores no tendrían medios de convencer ni los acusados de justificarse.

CAPÍTULO II
Continuación de la misma materia

Discurriendo Cecilio, en Auto Gelio
[1]
, acerca de la ley de las Doce Tablas, que permitía al acreedor descuartizar a su deudor insolvente, justifica esta cruel disposición por su misma atrocidad, la cual evitaba que nadie tomara a préstamo lo que excediera de sus facultades
[2]
. ¿Serán, pues, las leyes más duras las mejores? ¿Consistirá lo bueno en el exceso, destruyendo toda proporción entre las cosas?

CAPÍTULO III
Las leyes que al parecer se apartan de las miras del legislador, suelen conformarse a ellas

La ley de Solón, que declaraba infames a los que en una sedición no se sumaban a ningún partido, ha parecido muy extraordinaria; pero han de tenerse en cuenta las circunstancias por que Grecia atravesaba entonces. Dividida en Estados muy pequeños, era de temer que en una República perturbada por las discordias civiles se llevaran las cosas al extremo si las personas prudentes se desentendían.

En las sediciones que ocurrían en los pequéños Estados, tomaba parte la ciudad entera. En nuestras modernas y grandes monarquías, los partidos están formados por pocas personas y el pueblo puede permanecer inactivo, por lo que es natural atraer los sediciosos al grueso de los ciudadanos en lugar de ser los ciudadanos atraídos por los sediciosos. En las pequeñas Repúblicas se debe hacer que el escaso número de personas tranquilas y discretas se unan a los sediciosos: a la fermentación de un líquido puede quizá detenerla una gota de otro.

CAPÍTULO IV
De las leyes que contrarían las miras del legislador

Hay leyes que el legislador no ha meditado mucho y le resultan contrarias a lo que se proponía. Las que establecen, en Francia, que si muere uno de los dos pretendientes a un beneficio se le dé al superviviente, buscan sin duda el evitar litigios o cortarlos; pero resultan contraproducentes, pues vemos a los eclesiásticos embestirse como perros dogos y batirse hasta la muerte.

CAPÍTULO V
Prosecución de la misma materia

La ley de que voy a hablar está en el juramento que nos ha conservado Esquines
[3]
: "Juro no destruir jamás ninguna ciudad de los Anfictiones ni desviar sus aguas corrientes; si algún pueblo osase nacer algo parecido, le declararé la guerra y destruiré sus ciudades." La segunda parte de esta ley, que parece confirmación de la primerá, en realidad la contradice. Anfictión quiere que no se destruyan jamás las ciudades griegas, y su ley amenaza con la destrucción de las mismas. Para establecer un buen derecho de gentes entre los Griegos, hacía falta acostumbrarlos a pensar que era cosa nefanda el destruir una ciudad de Grecia; no se debía destruir ni aun a los destructores. La ley de Anfiction era justa, mas no prudente, lo que se prueba con el abuso mismo que se hizo de ella. ¿No consiguió Filipo que se le autorizara a destruir ciudades so pretexto de que habían infringido las leyes de los Griegos? Anfictión hubiera podido señalar otras penas, como, por ejemplo, ordenar que algunos magistrados de la ciudad destructora, o cierto número de jefes del ejército destructor, pagaran con la vida su delito; que el pueblo destructor no gozara, por algún tiempo, de los privilegios de los Griegos; y que hubiera de satisfacer una multa hasta que se restaurara la ciudad destruída. La ley debía buscar, ante todo, la reparación del daño.

CAPÍTULO VI
Las leyes que parecen idénticas no producen siempre el mismo efecto

César prohibió que nadie guardara en su casa más de sesenta sestercios
[4]
. Esta ley se consideró muy oportuna en Roma, para conciliar a los deudores con los acreedores, porque obligando a los ricos a prestar a los pobres, facilitaba a los pobres la manera de satisfacer a los ricos. Una ley idéntica se hizo en Francia en tiempo del sistema y resultó funesta, pero fue por haberla dictado en circunstancias horrorosas. Después de haber quitado todos los medios de colocar el dinero, se suprimió hasta el recurso de guardarlo en casa, lo cual equivalía a quitarlo por la fuerza. La ley de César tenía por objeto que el dinero circulara. El objeto de la de Francia era acapararlo. El primero, César, dió por el dinero fincas o hipotecas de particulares. El ministro de Francia no daba por él más que efectos sin valor; y no podían tenerlo por su naturaleza, puesto que la ley obligaba a tomarlos.

CAPÍTULO VII
Continuación de la misma materia. Necesidad de componer bien las leyes

La ley del ostracismo rigió en Atenas, en Argos y en Siracusa
[5]
. En esta ciudad causó bastantes males porque fue dictada de una manera imprudente. Los principales ciudadanos se desterraban unos a otros poniéndose una hoja de higuera
[6]
en la mano
[7]
; de suerte que los hombres de algún mérito abandonaron los negocios. En Atenas, donde el legislador había comprendido la extensión y límites que debía dar a su ley, fue el ostracismo cosa admirable: no se aplicaba nunca más que a una sola persona, y requería tal número de sufragios que era difícil desterrar a alguno como su ausencia no fuera verdaderamente necesaria.

No era cosa de todos los días, pues se desterraba solamente cada cinco años; como que el ostracismo no debía aplicarse a todo el mundo, sino precisamente a los grandes personajes que se hacían peligrosos.

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