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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (81 page)

Una ley de Constantino dispone que sea bastante el testimonio del obispo, sin que haya necesidad de más testigos
[36]
. El príncipe citado no andaba con melindres; juzgaba de los asuntos por las personas y de las personas por las dignidades.

Las leyes no deben ser sutiles: se hacen para gentes de entendimiento mediano; han de estar al alcance de la razón vulgar de un padre de familia y del sentido común, sin ser un arte de lógica ni una exposición de sutilezas.

Cuando en una ley no son indispensables las excepciones, las limitaciones, y las modificaciones, más vale no ponerlas. Tales detalles conducen a más detalles.

No conviene introducir modificaciones en ninguna ley, sin razón suficiente. Justiniano legisló que un marido pudiera ser repudiado sin perder su dote la mujer, si en dos años no había podido consumir el matrimonio
[37]
. El mismo emperador más adelante reformó esta ley, concediendo que fuera a los tres años; pero es el caso que en semejante asunto dos años valen tanto como tres y tres años no valen más que dos.

Si se quiere dar la razón de una ley es preciso que sea digna de ella. Una ley romana dispone que el ciego no pueda abogar porque no ve los ornamentos de la magistratura. Se necesita haberse propuesto dar precisamente una razón tan mala cuando había tantas buenas.

El jurisconsulto Paulo dice
[38]
que el niño nace perfecto a los siete meses y que así lo prueba la razón de los números de Pitágoras. Es singular que se invoquen los números de Pitágoras para juzgar de estas cosas.

Algunos jurisconsultos franceses han dicho que cuando el rey adquiría un territorio, las iglesias que hubiera en él quedaban sujetas al derecho de regalía por ser redonda la Corona real. No discutiré aquí los derechos del rey, ni si en el supuesto caso la razón de la ley civil o de la eclesiástica debe ceder a la razón de la ley política; lo que sí diré es que derechos tan respetables deben ser defendidos con máximas más serias. ¿Quién ha visto fundar nunca en la figura del signo de una dignidad los derechos efectivos de esta dignidad?

Dávila
[39]
dice que Carlos IX fue declarado mayor de edad por el parlamento de Ruán cuando entró en los catorce años, porque las leyes ordenan que el tiempo se cuente de momento en momento cuando se trata de la administración y de la restitución de los bienes del pupilo; pero se considera cumplido el año comenzado cuando se trata de adquirir honores. No intento censurar una disposición que, hasta ahora, parece no haber suscitado inconveniente; sólo diré que la razón alegada por el canciller no es la verdadera: dista mucho de ser verdad que el gobierno de los pueblos no sea más que un honor.

En materia de presunción, la de la ley vale más que la del hombre. La ley francesa declara fraudulentas las operaciones realizadas por un mercader en los diez días anteriores al de la quiebra
[40]
: esta es la presunción de la ley. La ley romana castigaba al marido que conservara consigo a su mujer adúltera, a menos que le impulsara a tal condescendencia el temor a un litigio o la negligencia de un propio decoro: esto es presunción del hombre, pues el juez había de conjeturar los móviles de la conducta del marido y resolver acerca de un proceder tan extraño. Cuando el juez presume, los fallos son arbitrarios; cuando presume la ley, ella misma da al juez una regla fija.

La ley de Platón, como he dicho, disponía que se castigara al que se matara por debilidad y no por evitar la ignominia
[41]
. Era una ley viciosa, porque en el único caso en que no podía obtenerse del delincuente la confesión de los motivos determinantes de su acción, quería que el juez decidiera acerca de ellos.

Como las leyes inútiles quitan fuerza a las leyes necesarias, las que pueden eludirse se la quitan a la legislación. Una ley debe producir su efecto y no debe permitirse que la derogue un convenio particular.

En Roma, la ley Falcidia mandaba que al heredero le quedara siempre la cuarta parte de la herencia; otra ley
[42]
permitió que el testador prohibiese al heredero la retención de la misma cuarta parte: esto es burlarse de las leyes. La ley Falcidia resultaba inútil; porque si el testador quería favorecer a su heredero, para nada necesitaba éste de la ley Falcidia; y si era otra su voluntad, le bastaba prohibirle que se aprovechara de ella.

Es menester que las leyes no estén en pugna con la naturaleza de las cosas. Felipe II, al proscribir al príncipe de Orange, prometía dar al que lo matara o a sus herederos veinticinco mil escudos y la nobleza; y lo prometía bajo palabra de rey y como siervo de Dios. ¡Prometer la nobleza por una acción semejante! ¡Ordenar un homicidio como servidor de Dios! Trastorna todo esto las ideas del honor, las de la moral y las de la religión.

Es raro que sea preciso prohibir una cosa buena con el pretexto de perfeccionarla.

En las leyes ha de haber cierto candor. Como dictadas para castigar las maldades de los hombres, han de brillar por la inocencia. Puede verse en las leyes de los Visigodos
[43]
la petición ridícula en virtud de la cual se obligaba a los Judíos a comer todas las cosas condimentadas con cerdo, con tal que no comieran el cerdo. Esto era una ley contraria a la suya, no dejándoles de ésta más que lo que servía de señal para conocer que eran Judíos.

CAPÍTULO XVII
Mala manera de dar leyes

Los emperadores romanos, como nuestros reyes, manifestaban su voluntad por medio de decretos y de edictos; pero, además, permitían que los jueces, y aun los particulares, les consultaran por escrito sobre sus diferencias; las respuestas que daban a estas consultas se llamaban rescriptos. Hablando con propiedad, las decretales de los Papas son rescriptos. Se comprende que este modo de legislar no es bueno. Los hombres que piden esta clase de leyes son malos guías para el legislador: nunca exponen los hechos con fidelidad. Trajano, dice Julio Capitolino
[44]
, rehusó diferentes veces el dar esta especie de rescriptos a fin de que no pudiera extenderse a muchos casos o a todos, una decisión particular, quizá un favor. Macrino tenía resuelto abolir estos rescriptos, no pudiendo soportar que se considerasen como leyes las respuestas dadas por Cómodo, Caracalla y otros muchos príncipes indoctos. Justiniano pensó de otra manera y llenó de rescriptos su compilación.

Yo quisiera que todos los que leyesen las leyes romanas distinguieran bien estas hipótesis, y no las confundieran con los senadoconsultos, con los plebiscitos, con las constituciones generales de los emperadores ni con las leyes que se fundan en la índole de las cosas, como las que hacen referencia a la fragilidad femenina, a la debilidad de los menores y a la utilidad pública.

CAPÍTULO XVIII
De las ideas de uniformidad

Ciertas ideas de uniformidad, con las que a veces los hombres superiores se connaturalizan (buen testigo es Carlomagno), son infaliblemente inseparables del vulgo desde que descubre sus ventajas, fáciles de descubrir: los mismos pesos en el mercado, las mismas medidas en el comercio, las mismas leyes en el Estado, en el Estado la misma religión. ¿Pero es buena siempre esta uniformidad sin excepción alguna? ¿Es siempre menor mal el de cambiar que el de sufrir? ¿No sería más propio del buen sentido, saber en qué casos es conveniente la uniformidad y en cuáles convendrían las diferencias? En China se gobiernan los Chinos según el ceremonial chino y los Tártaros según el ceremonial tártaro; y sin embargo, no hay pueblo que más se haya propuesto la tranquilidad por principal objeto. Si los ciudadanos acatan las leyes y las cumplen, ¿qué importa que sean o no sean las mismas?

CAPÍTULO XIX
De los legisladores

Aristóteles quería satisfacer, ya los celos que tenía de Platón, ya su pasión por Alejandro. Platón estaba indignado con la tiranía del pueblo de Atenas. Maquiavelo no pensaba más que en su ídolo, el duque de Valentinois. Tomás Moro, que hablaba de lo que había leído más bien que de lo que había pensado, quería que todos los Estados se gobernaran con la sencillez de una ciudad griega
[45]
. Otro inglés, Harrington, no veía más que la República de Inglaterra, cuando la mayor parte de los publicistas creían que todo era desorden donde no veían el brillo de la Corona. Las leyes se encuentran siempre con las pasiones y los prejuicios del legislador: unas veces pasan a través de ellos y toman cierta tintura; otras veces, detenidas por las preocupaciones y por las pasiones, se incorporan a ellos.

LIBRO XXX
Teoría de las leyes feudales entre los francos, con relación al establecimiento de la monarquía.
CAPÍTULO I
De las leyes feudales

Creería dejar incompleta mi obra si no hiciera mención de un acontecimiento que ocurrió una vez en el mundo y que quizá no se repita; si no hablara de esas leyes que aparecieron en un momento en toda Europa, sin que tuvieran conexión con las conocidas hasta entonces; de esas leyes que causaron bienes y males infinitos, que reservaban derechos cuando se cedía el dominio, que algunas veces daban a muchos diversos géneros de señorío sobre la misma cosa o las mismas personas; de unas leyes, en fin, que establecieron distintos límites en imperios demasiado extensos, que produjeron la regla con tendencia a la anarquía, y la anarquía con inclinación al orden y a la regla.

Esto solo exigiría todo un libro; pero dada la índole de éste, se encontrarán en él esas leyes más bien como las considero que como las he tratado.

Hermoso espectáculo el de las leyes feudales: yérguese una vieja encina
[1]
cuyo follaje se divisa desde lejos; acercándonos vemos el tronco, pero no las raíces: para encontrar estas últimas se ha de excavar la tierra.

CAPÍTULO II
De los orígenes de las leyes feudales

Aquellos pueblos que conquistaron el imperio romano habían salido de Germania. Pocos autores antiguos nos hablan de sus costumbres, pero hay dos entre ellos de inmensa autoridad. César, guerreando con los Germanos, describe sus usos, por los cuales se guiaba en sus empresas. Hay páginas de César que valen por volúmenes. El otro es Tácito, quien escribió expresamente acerca de las costumbres germánicas; breve es su obra, pero es obra de Tácito, que todo lo abreviaba porque lo veía todo.

Tan acordes están ambos autores con los códigos de leyes de los bárbaros, que leyendo a César y a Tácito se ven en todos los pasajes las disposiciones de los códigos, y leyendo los códigos se piensa en Tácito y en César.

Por esto, si en la investigación de las leyes feudales me veo en un obscuro laberinto, creo tener el hilo que me permite andar.

CAPÍTULO III
Origen del vasallaje

César dice que los Germanos no se dedicaban a la agricultura, que la mayor parte vivían de leche, quesos y carnes, que ninguno tenía tierras ni cotos de su propiedad, que los príncipes y los magistrados señalaban a cada uno la porción de tierra que le correspondía para cada año, obligándole a pasar a otra parte al año siguiente
[2]
. Y a su vez Tácito dice que cada príncipe tenía un tropel de gentes que se allegaban a él y le seguían
[3]
. Este autor les da en su lengua un nombre en relación con su estado: los llama compañeros
[4]
. Había entre ellos una emulación extraordinaria por obtener alguna distinción cerca del príncipe, y esta misma emulación existía entre los príncipes acerca del número y la valentía de sus compañeros. Es digno, es grande, añade Tácito, ir acompañados siempre de una cuadrilla de mozos que los honran en la paz y los defienden en la guerra; y no sólo adquieren gloria y fama con los de su nación, sino que las ganan también con las ciudades vecinas, si son superiores en el número y valentía de los compañeros, porque buscan su amistad con embajadas y dones, acabando la guerra algunas veces nada más que con su fama. Cuando llega la batalla, es deshonra para el príncipe si el otro le supera en el valor, como es deshonra para los compañeros mostrar menos pujanza que el príncipe, quedando para siempre infamado el que sale con vida del combate en que muere su señor, puesto que han jurado guardarlo y defenderlo y atribuír las hazañas de todos a la gloria del príncipe; de modo que los príncipes batallan por la victoria y los compañeros por el príncipe.

Si alguna ciudad goza de paz y quietud durante mucho tiempo, los mozos nobles se van por su voluntad a los países donde se sabe que hay guerra; porque esta gente no ama el reposo, brilla más en las ocasiones de mayor peligro y el príncipe halla más medios de ejercer su liberalidad con las guerras y el botín. Son hombres mal dispuestos a cultivar la tierra y a esperar las cosechas, pues tienen por cobardía y por vileza adquirir con el sudor lo que pueden conseguir con la sangre.

Así, pues, entre los Germanos había vasallos, pero no había feudos; y no había feudos, porque los príncipes no tenían tierras que dar. Lo que daban eran caballos, armas y grandes festines. Pero sin que hubiera feudos había vasallos, porque había hombres fieles, sujetos al príncipe mediante su palabra, alistados para la guerra, los cuales prestaban casi el mismo servicio que después hacían los feudos.

CAPÍTULO IV
Continuación de la misma materia

César dice
[5]
que cuando alguno de los principales declaraba a la comunidad que él quería ser el capitán de una empresa, levantábanse los que aprobaban la empresa y fiaban en el hombre, y le ofrecían su ayuda, por lo que los alababa la comunidad; pero los que de ellos no cumplían su ofrecimiento, perdían la confianza pública y eran tenidos por desertores y traidores.

Lo que aquí dice César y lo que yo he dicho en el capítulo precedente, citando Tácito, contiene en germen la historia de la primera línea.

No debe maravillarnos que los reyes tuvieran que formar a cada expedición nuevos ejércitos, persuadir a nuevas tropas, alistar gente nueva; ni que debieran adquirir mucho, porque mucho habían de repartir; ni que adquiriesen continuamente con la repartición de tierras y despojos, e hicieran donaciones sin cesar; ni que su dominio creciera de continuo y disminuyera a cada instante; ni que el padre, al darle un reino a alguno de sus hijos, le agregara un tesoro
[6]
; ni que el tesoro del rey se reputase necesario a la monarquía, sin que pudiese el rey, ni siquiera para dotar a sus hijas, dar parte de su tesoro a los extranjeros sin el consentimiento de los otros monarcas
[7]
. La monarquía funcionaba por medio de resortes que era preciso tener siempre tirantes.

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