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Authors: Montesquieu

Tags: #Clásico, #Filosofía, #Política

El espíritu de las leyes (47 page)

Siempre el dominio del mar ha comunicado a los pueblos que lo han poseído una soberbia natural, porque sintiéndose capaces de ir a todas partes imaginan que su poder no tiene más límites que los del Océano.

Esta nación podría ejercer gran influjo en los asuntos de sus vecinos, porque no usando de sus medios para conquistar, se buscaría su amistad y se temería su odio más de lo que la inconstancia de su gobierno y sus agitaciones interiores lo pudieran permitir.

Así el poder ejecutivo estaría destinado a ser inquietado sin cesar en lo interior y respetado en lo exterior.

Si ocurriera que esta nación fuese en alguna ocasión el centro de las negociaciones de Europa, sin duda procedería con más probidad y buena fe que las demás naciones, porque obligados sus ministros a justificar su conducta ante un congreso popular, no podrían quedar sus gestiones en secreto y por lo mismo se mostrarían honrados.

Además, como los ministros serían los responsables de las resultas de un proceder tortuoso, lo más seguro para ellos sería la rectitud.

Si los nobles hubieran tenido en algún tiempo; inmoderado poder en la nación, y el monarca hubiese encontrado medio de abatirlos y de elevar el pueblo, se habría llegado a la mayor servidumbre en el tiempo comprendido entre el día del rebajamiento de los nobles y el instante en que el pueblo se penetrara de su fuerza.

Podría ser que esta nación, por haber estado anteriormente sujeta a un poder arbitrario, hubiese conservado sus antiguas mañas, a lo menos en algunas cosas, de modo que se observaran trazas del gobierno absoluto bajo las formas de un gobierno libre.

Respecto a la religión, como cada individuo sería dueño de su conciencia y de su voluntad, o nadie tendría preferencia por religión alguna y esa misma indiferencia haría que todos abrazaran la religión dominante, o bien el celo religioso multiplicaría las sectas.

No sería difícil que en semejante país hubiera gentes sin ninguna religión, y que, sin embargo, se resistieran a cambiar por otra la que rutinariamente practicaran, pues comprenderían que quien puede meterse en su conciencia también pudiera disponer de su vida y de su fortuna.

Si entre las diversas religiones hubiere alguna que haya sido impuesta o haya querido imponerse por la fuerza, indudablemente será esa la más aborrecida, porque nunca la creerían los pueblos compatible con la libertad.

Las leyes contra los que profesaran esa religión aborrecida no serían sanguinarias, porque en el régimen de libertad no caben las penas de esa índole; pero sí tan reprensivas que harían bastante daño.

Podría suceder que el clero fuese perdiendo respetabilidad a medida que la adquieran los otros ciudadanos; en este caso, los propios clérigos preferirían soportar las mismas cargas que sus convecinos, tener los mismos deberes que los laicos, para gozar de iguales consideraciones. Pero, a fin de atraerse el respeto de los demás, aun formando un solo cuerpo con ellos, vivirían más retirados y tendrían más pureza de costumbres.

Un clero que no puede proteger la religión ni se siente por ella protegido, ya que no puede imponerla procurará persuadir de su bondad; y brotarán excelentes obras de su pluma para probar la providencia del Ser Supremo y de la revelación.

Quizá ocurriera que no se le dejara reunirse, que no se le permitiera corregir sus propios abusos, de suerte que por un delirio, por un fanatismo de la libertad se preferiría dejar imperfecta su reforma a tolerar que se reformara por sí mismo.

Formando parte las dignidades de la constitución fundamental serían más fijas que en otras naciones pero, por otro lado, los nobles se acercarían más al pueblo en este país de libertad, resultando que las clases estarían más separadas y las personas más confundidas.

Los gobernantes, con un poder que se rehace cada día, que periódicamente se restaura, guardarían más consideraciones a los que le fuesen útiles que a los que les divierten; habría, pues, menos cortesanos y menos adu1adores; habría pocos serviles de esos que hacen pagar a los grandes el vacío de su entendimiento.

No se estimaría a los hombres por sus vanas apariencias, por sus atributos frívolos, sino por sus positivas cualidades, que serían estas dos: las riquezas y el mérito personal.

Habría un lujo verdadero, que no se fundaría en refinamientos de la vanidad sino en las necesidades reales; y no se buscaría en las cosas otros placeres que los que la naturaleza ha puesto en ellas.

Mucho de superfluo habría también, pero estarían proscritas las frivolidades; y de este modo, los que tuvieran más caudal que ocasiones de gastarlo, emplearían su dinero en cosas raras, y habría en la nación más ingenio que gusto.

Como cada cual atendería a sus propios intereses, no se pensaría tanto en galanterías, hijas de la ociosidad, porque no habría tiempo que perder.

La época de esa galante urbanidad coincidió entre los Romanos con la del poder arbitrario. El gobierno absoluto trae consigo el ocio y éste engendra la urbanidad.

Cuanto mayor es el número de las personas que necesitan agradarse mutuamente, es mayor la urbanidad. Pero lo que debe distinguirnos de los pueblos bárbaros es la urbanidad de las costumbres y no la de los modales rebuscados y pulidos.

La nación en que todos los hombres tomaran parte en la administración política, no tendría apenas hombres que pensaran en las mujeres. Y éstas, por lo mismo, habrían de ser modestas, esto es, tímidas. La timidez constituiría su virtud; mientras que los hombres, sin hábitos de galantería, se entregarían a una vida desarreglada que les dejaría toda su libertad y todo su tiempo.

No estando hechas las leyes para un ciudadano más que para otro, cada uno se tendría por un monarca; en una nación así los hombres serían más bien confederados que conciudadanos.

Si el clima hubiera dotado a mucha gente de un espíritu inquieto y de amplias miras, en un país en donde la constitución diese a todos parte en el gobierno, se hablaría mucho de política, y habría personas que se pasarían la vida calculando acontecimientos que, por la índole de las cosas, los caprichos de los hombres y las veleidades de la suerte, no pueden calcularse.

En un país libre, suele ser indiferente que los particulares razonen bien o mal, con que razonen basta. De ese discurrir viene la libertad, que enmienda los efectos de los mismos discursos.

También es indiferente en un gobierno despótico el que se discurra mal o bien; sólo con discurrir se contraría el principio del régimen imperante.

Bastantes personas que no se cuidarían de agradar a nadie, se abandonarían a su humor; algunos habría atormentados por su propio genio, y el desdén o el asco a todas las cosas, les haría desgraciados con tantos motivos para no serlo.

Como ningún ciudadano temería a otro, la nación sería altiva; porque la altivez de los reyes se funda en eso mismo: en su independencia.

Las naciones libres son soberbias; las otras más bien pueden ser vanas.

Unos hombres tan altivos, al encontrarse alguna vez entre gentes desconocidas, sentirían timidez; mostrarían una extraña mezcla de altivez y de cortedad. El carácter de la nación se revela particularmente en sus obras de ingenio, hijas de la soledad y de lo que discurre cada cual a solas.

El trato social nos da a conocer las ridiculeces; la soledad nos pone en condiciones de conocer los vicios. Los escritos satíricos serían sangrientos; veríamos no pocos Juvenales antes de que saliera algún Horacio.

En las monarquías extremadamente absolutas, los historiadores falsean la verdad por no tener libertad para decirla; y en los Estados extremadamente libres, tampoco son veraces, a causa de la misma libertad, que engendrando divisiones y disputas hace a cada uno tan esclavo de sus prejuicios y de los de su partido como lo sería de un déspota.

Y los poetas tendrían más frecuentemente la rudeza original de la invención que la delicadeza, hija del gusto; veríamos en ellos algo que los asemejaría más al vigor de Miguel Ángel que a la gracia de Rafael.

LIBRO XX
De las leyes con relación al comercio considerado en su naturaleza y sus distinciones
CAPÍTULO I
Del comercio

Las materias que siguen debieran ser más extensas; pero no lo permite la índole de este trabajo. Bien quisiera deslizarme por un río tranquilo, pero me arrastra un torrente.

El comercio cura de las preocupaciones destructoras, siendo una regla casi general que donde las costumbres son amables, hay comercio, y que donde hay comercio las costumbres son amables.

No se extrañe, pues, que nuestras costumbres sean menos feroces hoy que en otros tiempos. El comercio ha hecho que se conozcan en todas partes las costumbres de las diferentes naciones y de la comparación han resultado muchos bienes.

Puede asegurarse que las leyes del comercio mejoran las costumbres, por la misma razón que algunas veces las pervierten; si el comercio corrompe las costumbres puras, y de esto se lamenta Platón, en cambio pule y suaviza las costumbres bárbaras, como se ve diariamente
[1]
.

CAPÍTULO II
Del espíritu del comercio

El efecto natural del comercio es propender a la paz. Dos naciones que comercian entre sí dependen recíprocamente la una de la otra: si la una tiene interés en comprar, la otra lo tiene en vender. Toda unión está fundamentada en necesidades mutuas.

Pero si el espíritu comercial une a las naciones, a los individuos no los une. En los países donde domina el espíritu del comercio en todo se trafica, se negocia en todo, incluso en las virtudes morales y las humanas acciones. Las cosas más pequeñas, las que pide la humanidad, se venden y se compran por dinero
[2]
.

El espíritu comercial produce en los hombres cierto sentimiento de escrupulosa justicia, opuesto por un lado al latrocinio y por otro a las virtudes morales de generosidad y compasión, esas virtudes que impulsan a los hombres a no ser egoístas, a no mostrarse demasiado rígidos en lo tocante a los propios intereses y hasta a descuidarlos en beneficio del prójimo.

La privación total de comercio es, al contrario, conducente al robo, que Aristóteles incluye entre los modos de adquirir. El latrocinio no se opone a ciertas virtudes morales: por ejemplo, la hospitalidad, muy rara en los países comerciantes y muy común en los pueblos que viven de la rapiña.

Entre los Germanos, dice Tácito, es un sacrilegio cerrar la puerta de la casa a un hombre, sea quien fuere, conocido o desconocido. El que ha practicado la hospitalidad con un extranjero, lo acompaña luego a otra casa donde es recibido con la misma humanidad
[3]
. Pero cuando los Germanos hubieron fundado reinos, ya les pareció gravosa la hospitalidad, como se ve en dos leyes del código de los Borgoñones
[4]
. En una de ellas se impone cierta pena al que le indica a un extranjero la casa de un Romano; la otra dispone que el que le diere albergue a un extranjero sea indemnizado por sus convecinos, mediante un prorrateo.

CAPÍTULO III
De la pobreza de los pueblos

Hay dos clases de pueblos pobres: los empobrecidos por la dureza del gobierno y los que nunca han tenido aspiraciones por no conocer o por desdeñar las comodidades de la vida. Los primeros no son capaces de ninguna virtud, porque su empobrecimiento es efecto de su servilismo; los segundos pueden hacer cosas grandes, porque su pobreza es una parte de su libertad.

CAPÍTULO IV
Del comercio en las distintas clases de gobierno

El comercio está relacionado con la constitución. En el gobierno de uno solo está en relación con el lujo, pues aunque también lo esté con las necesidades generales, su principal objeto es procurarle a la nación que lo hace todo lo que pueda satisfacer su orgullo y sus antojos. En el gobierno de muchos, se basa más comúnmente en la economía. Los negociantes miran a todas las naciones de la tierra, ven lo que cada una da y llevan a unas lo que sacan de otras. Así practicaron el comercio las Repúblicas de Tiro, Cartago, Atenas, Marsella, Florencia, Venecia, Holanda.

Esta especie de tráfico es más propio del gobierno de muchos que del de uno solo, porque se funda en la regla de ganar poco, pero continuamente; y esta regla no puede observarla un pueblo en que reine el lujo, que gaste mucho y busque principalmente las cosas caras y la ostentación.

Así pensaba Cicerón cuando decía:
No me gusta que un pueblo sea a la vez dominador y proveedor del universo
[5]
. En efecto, habría que suponer en ese Estado, y aun en los súbditos del mismo, que estuvieran pensando a todas horas en las cosas grandes y en las chicas; lo cual es contradictorio.

Esto no quiere decir que los Estados que deben la subsistencia al comercio menudo no puedan llevar a cabo las más altas empresas, ni que les falte el atrevimiento que no suele encontrarse en las monarquías: he aquí la razón.

Un comercio conduce a otro, el pequeño al mediano, el mediano al grande; y el que se contentaba con ganar poco, llega a ponerse en condiciones de querer ganar mucho.

Además, las empresas comerciales están ligadas con los negocios públicos. Pero en las monarquías, los negocios públicos les parecen tan inseguros a los comerciantes como seguros los creen en las Repúblicas. De esto resulta que las grandes empresas de comercio no sean para los Estados monárquicos, sino para los gobiernos populares.

En una palabra, la confianza en el derecho propio que se tiene en las Repúblicas hace posible que se emprenda todo; como cada cual cree tener seguro lo adquirido, procura adquirir más; todos los riesgos que corre el comerciante están en los medios de adquirir, y los hombres confían en su buena suerte.

Esto no quiere decir que el comercio de economía esté excluído de los Estados monárquicos, sino que son, por su índole, menos aptos para hacerlo. Ni tampoco digo que el comercio de lujo no exista en las Repúblicas, sino que encaja menos en su constitución.

Respecto a los Estados despóticos, es inútil que hablemos. Por regla general, la nación que yace en la servidumbre, más trabaja para conservar que para adquirir; son los pueblos libres los que trabajan más para adquirir que para conservar.

CAPÍTULO V
De los pueblos que han practicado el comercio de economía

Marsella, puerto de refugio en un mar tempestuoso, lugar donde los vientos, los bajos y la misma disposición de las costas obligan a la arribada, siempre ha sido frecuentada por los navegantes. La esterilidad de sus terrenos obligó a sus habitantes a dedicarse al comercio de economía. Tuvieron que ser laboriosos, para suplir lo que les negaba la naturaleza; ser justos, por vivir entre pueblos bárbaros que habían de contribuir a su prosperidad; ser moderados, para vivir tranquilos; ser sobrios, para poder vivir de un comercio tanto más fácil de conservar cuanto menos lucrativo fuera.

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