—Maman, ésta es Diana Bishop. Diana, mi madre, Ysabeau de Clermont. —Las sílabas rodaron sobre su lengua.
Las aletas de la nariz de Ysabeau se estremecieron delicadamente.
—No me gusta cómo huelen las brujas. —Su inglés era perfecto y sus centelleantes ojos estaban fijos en los míos—. Ella es dulce y repulsivamente verde, como la primavera.
Matthew lanzó una andanada de algo ininteligible que sonaba a una mezcla entre francés, español y latín. Mantuvo la voz baja, pero sin tratar de disimular la cólera en ella.
—Ça suffit —replicó Ysabeau en un francés reconocible, pasándose la mano por el cuello. Tragué saliva con fuerza y en un acto reflejo toqué el cuello de mi chaqueta—. Diana. —Ysabeau dijo mi nombre con una
e
larga en lugar de una
i
y el acento en la última vocal en lugar de en la segunda. Extendió una mano blanca y fría, y tomé sus dedos ligeramente entre los míos. Matthew cogió mi mano izquierda con la suya, y por un momento hicimos una extraña cadena de vampiros y bruja—.
Encantada
—saludó en español.
—Está contenta de conocerte —intervino Matthew, traduciendo y arrojando una mirada de advertencia a su madre.
—Sí, sí —dijo Ysabeau con impaciencia, volviéndose hacia su hijo—. Por supuesto habla solamente inglés y francés moderno. Los seres de sangre caliente de hoy en día reciben tan poca educación…
Una anciana y robusta mujer con la piel como la nieve y un montón de pelo incongruentemente oscuro envuelto alrededor de su cabeza en intrincadas trenzas entró en el salón de recepción con los brazos extendidos.
—¡Matthew! —gritó—.
Cossí anatz?
—Va plan, mercés. E tu? —Matthew la envolvió en un abrazo y la besó en ambas mejillas.
—Aital aital —respondió, agarrándose el codo y haciendo una mueca.
Matthew murmuró algo en tono de compasión e Ysabeau miró al techo pidiendo que se le ahorrara aquel emocional espectáculo.
—Marthe, ésta es mi amiga Diana —dijo, arrastrándome hacia delante.
Marthe también era una vampira, una de las de mayor edad que yo había visto. Seguramente tendría sesenta y tantos años cuando se produjo su renacimiento, y aunque su pelo era oscuro, no cabía ninguna duda en cuanto a su edad. Las arrugas se entrecruzaban en su rostro, y las articulaciones de sus manos eran tan nudosas que aparentemente ni siquiera la sangre de vampiro podía enderezarlas.
—Bienvenida, Diana —dijo con voz ronca de arena y melaza, mirándome profundamente a los ojos. Inclinó la cabeza hacia Matthew y buscó mi mano. Sus fosas nasales se dilataron—.
Elle est une puissante sorcière
—le dijo a Matthew con seguridad.
—Dice que eres una bruja poderosa —explicó Matthew. La proximidad de él hizo de alguna manera disminuir mi instintiva reacción negativa cuando un vampiro me olfateaba.
Como no tenía ni idea de cuál era la respuesta adecuada en francés a un comentario como ése, le sonreí tímidamente a Marthe y esperé que eso fuera suficiente.
—Estás exhausta —dijo Matthew, mirándome a la cara. Empezó a interrogar a las dos vampiras rápidamente en aquella desconocida lengua, diálogo que acompañó levantando el dedo índice repetidas veces y con miradas enfáticas y suspiros. Cuando Ysabeau mencionó el nombre de Louisa, Matthew miró a su madre con renovada furia. Su voz adquirió un duro y brusco tono cuando le respondió.
Ysabeau se encogió de hombros.
—Por supuesto, Matthew —murmuró con evidente falta de sinceridad.
—Vamos a ponerte cómoda. —La voz de Matthew se suavizó al hablarme.
—Traeré algo de comer y vino —anunció Marthe en un inglés vacilante.
—Gracias —dije—. Y gracias, Ysabeau, por recibirme en tu hogar. —Olfateó y enseñó los dientes. Tuve la esperanza de que fuera una sonrisa, pero me pareció que no lo era.
—Y agua, Marthe —añadió Matthew—. Ah, y hoy por la mañana llegará la comida.
—Ya ha llegado una parte —informó su madre con aspereza—. Hojas. Sacos de verduras y huevos. Hiciste mal en pedirles que la trajeran.
—Diana tiene que comer,
maman
. No creía que tuvieras en casa comida suficiente y adecuada. —La larga paciencia de Matthew se estaba agotando después de los acontecimientos de la noche anterior y más todavía con un tan poco entusiasta recibimiento.
—Yo también necesito sangre fresca, y no espero que Victoire y Alain vayan a buscarla a París en mitad de la noche. —Ysabeau parecía sumamente satisfecha consigo misma mientras mis rodillas se aflojaban.
Matthew exhaló bruscamente y puso la mano bajo mi codo para calmarme.
—Marthe —pidió, ignorando deliberadamente a Ysabeau—, ¿puedes traer huevos y tostadas y un poco de té para Diana?
Marthe miró a Ysabeau y luego a Matthew como si estuviera en la cancha central de Wimbledon. Dejó escapar una carcajada.
—Òc —respondió, con una alegre inclinación de cabeza.
—Os veremos a la hora de la cena —dijo Matthew con toda calma. Sentí cuatro círculos helados sobre mis hombros mientras las mujeres nos miraban al retirarnos. Marthe le dijo algo a Ysabeau que hizo que ésta dejara escapar un bufido y Matthew mostrara una gran sonrisa.
—¿Qué ha dicho Marthe? —susurré, recordando demasiado tarde que había pocas conversaciones, susurradas o gritadas, que no pudieran ser escuchadas por todos en la casa.
—Ha dicho que hacíamos buena pareja.
—No quiero que Ysabeau esté furiosa conmigo todo el tiempo que estemos aquí.
—No le hagas caso —recomendó serenamente—. Su ladrido es peor que su mordedura.
Pasamos por una gran puerta para entrar en una habitación larga con una gran cantidad de sillas y mesas de muchos estilos y periodos diferentes. Había dos chimeneas, y dos caballeros con resplandecientes armaduras se enfrentaban en un torneo sobre una de ellas, con sus brillantes lanzas cruzadas cuidadosamente sin una sola gota de sangre. El fresco había sido obviamente pintado por el mismo inocente entusiasta de la caballería que había decorado el salón. Un par de puertas conducían a otra habitación, que estaba toda recubierta de estanterías.
—¿Ésa es la biblioteca? —pregunté, olvidando por el momento la hostilidad de Ysabeau—. ¿Puedo ver tu ejemplar del
Aurora Consurgens
ahora?
—Después —respondió Matthew con firmeza—. Primero vas a comer algo y luego dormirás.
Me condujo hacia otra escalera curva, navegando a través del laberinto de muebles antiguos con la facilidad de una larga experiencia. Mis movimientos eran más indecisos y rocé con mis muslos una cómoda abombada, haciendo que se tambaleara un florero de porcelana. Cuando finalmente llegamos al pie de la escalera, Matthew se detuvo.
—La subida es larga y estás cansada. ¿Quieres que te lleve?
—No —repliqué indignada—. No me llevarás cargada al hombro como un victorioso caballero medieval con el botín de guerra.
Matthew apretó los labios y sus ojos bailaron.
—No te atrevas a reírte de mí.
Se rió y su risa rebotó por las paredes de piedra como si una bandada de divertidos vampiros estuviera en el hueco de la escalera. Aquél era, después de todo, precisamente el tipo de lugar donde los caballeros habrían llevado arriba a las mujeres. Pero no tenía yo intención de contarme entre ellas.
Al decimoquinto paso, me dolía el cuerpo a causa del esfuerzo. Los gastados peldaños de piedra de la torre no estaban hechos para pies y piernas normales. Obviamente habían sido diseñados para vampiros como Matthew que o bien medían casi dos metros de altura o eran sumamente ágiles, o ambas cosas. Apreté los dientes y seguí subiendo. Junto a una última curva en la escalera, de pronto se abría una habitación.
—¡Oh! —Me tapé la boca con la mano, llena de asombro.
No necesitaba que nadie me dijera de quién era aquella habitación. Era la de Matthew, sin la menor duda.
Estábamos en la elegante torre redonda del
château,
la que todavía tenía su brillante techo cónico de cobre y se alzaba en la parte de atrás del gran edificio principal. Ventanas altas y estrechas salpicaban las paredes y sus vidrieras dejaban entrar rayos de luz con los colores del otoño de los campos y los árboles del exterior.
La habitación era circular y altas estanterías interrumpían sus elegantes curvas con ocasionales líneas rectas. Una enorme chimenea se alzaba directamente sobre las paredes que se apoyaban en la estructura central del
château
. Aquella chimenea se había salvado milagrosamente del pintor de frescos del siglo XIX. Había sillones y sofás, mesas y cojines, la mayoría en tonos verdes, marrón y oro. A pesar del tamaño de la habitación y los amplios espacios de piedra gris, el efecto en conjunto era de acogedora calidez.
Los objetos que más intrigaban en la habitación eran los que Matthew había decidido conservar de una de sus muchas vidas. Había un cuadro de Vermeer apoyado sobre una estantería junto a una concha. No era conocido, no era uno de los lienzos más famosos del artista. El retrato se parecía mucho a Matthew. Una gran espada tan larga y pesada que nadie salvo un vampiro podría haberla manejado colgaba encima de la chimenea, y en un rincón había una armadura del tamaño de Matthew. Frente a ella, había un esqueleto humano de aspecto antiguo colgado de un soporte de madera. Los huesos estaban unidos con algo parecido a cuerdas de piano. Sobre la mesa junto a él se veían dos microscopios, ambos fabricados en el siglo XVII, si no me equivocaba demasiado. Un ornamentado crucifijo salpicado de grandes piedras rojas, verdes y azules estaba metido en un nicho en la pared junto con una sorprendente talla en marfil de la Virgen.
Los copos de nieve de Matthew se movían sobre mi rostro al observarme examinar sus pertenencias.
—Es el museo de Matthew —dije en voz baja, sabiendo que cada objeto allí tenía una historia.
—Es sólo mi estudio.
—Dónde…? —empecé, señalando con el dedo los microscopios.
—Después —repitió—. Todavía tienes que subir treinta escalones más.
Matthew me condujo al otro lado de la habitación y a una segunda escalera. Ésta también ascendía en espiral hacia los cielos. Treinta lentos pasos después, llegué al borde de otra habitación redonda dominada por una enorme cama de nogal con dosel y pesados cortinajes. En lo alto, se veían las vigas y travesaños que sostenían el tejado de cobre en su sitio. Junto a una pared había una mesa y sobre otra se levantaba una chimenea con algunos cómodos sillones delante de ella. En el lado opuesto, una puerta entreabierta mostraba una enorme bañera.
—Es como el refugio de un halcón —dije, mirando por la ventana. Matthew había estado observando ese paisaje desde esas ventanas desde la Edad Media. Me pregunté fugazmente por las otras mujeres que habría traído a este lugar antes que a mí. Estaba segura de no ser la primera, pero no me parecía que hubiera habido muchas. El
château
transmitía algo intensamente privado.
Matthew se acercó por detrás de mí y miró por encima de mi hombro.
—¿Te gusta? —Su aliento llegó suave a mi oreja. Asentí con la cabeza.
—¿Qué antigüedad? —pregunté, incapaz de contenerme.
—¿Esta torre? —preguntó—. Aproximadamente setecientos años.
—¿Y el pueblo? ¿Te conocen?
—Sí. Al igual que las brujas y los brujos, los vampiros están más seguros cuando forman parte de una comunidad que sabe lo que son, pero no hace demasiadas preguntas.
Generaciones de Bishop habían vivido en Madison sin que nadie tuviera ningún problema. Al igual que Peter Knox, nos escondíamos a la vista de todos.
—Gracias por traerme a Sept-Tours —dije—. Efectivamente, es más seguro que Oxford. —«A pesar de Ysabeau», pensé.
—Gracias por hacerle frente a mi madre. —Matthew se rió entre dientes, como si hubiera escuchado mis palabras no pronunciadas. El característico olor a claveles acompañaba el sonido—. Es sobreprotectora, como la mayoría de los padres.
—Me sentía como una idiota… y mal vestida también. No he traído ni una sola prenda que pueda contar con su aprobación. —Me mordí el labio y arrugué la frente.
—Coco Chanel tampoco contaba con la aprobación de Ysabeau. Tal vez estés apuntando demasiado alto.
Me reí y me di la vuelta, buscando sus ojos. Cuando nos miramos, se me cortó el aliento. La mirada de Matthew se detuvo en mis ojos, en mis mejillas y finalmente en mi boca. Su mano subió hasta mi cara.
—Estás tan viva… —dijo con aspereza—. Deberías estar con un hombre mucho, mucho más joven.
Me puse de puntillas. Él inclinó la cabeza. Antes de que nuestros labios se tocaran, una bandeja hizo ruido sobre la mesa.
—Vos etz arbres e branca —cantó Marthe, dirigiéndole a Matthew una mirada pícara.
Él se rió y le respondió cantando con voz de barítono.
—
On fruitz de gaug s’asazona.
—¿Qué lengua es ésa? —le pregunté yo, que había dejado de estar de puntillas y seguía a Matthew hacia la chimenea.
—Una lengua antigua —respondió Marthe.
—Occitano. —Matthew retiró la tapa de plata de una fuente con huevos. El aroma de la comida caliente llenó la habitación—. Marthe decidió recitar poesía antes de que te sentaras a comer.
Marthe dejó escapar una risita tonta y le golpeó la muñeca a Matthew con un paño que sacó de su cintura. Él soltó la tapa y se sentó.
—Ven aquí, ven aquí —dijo ella, señalando la silla frente a él—. Siéntate, come. —Hice lo que me decían. Marthe llenó de vino la copa de Matthew con una alta jarra de cristal y el asa de plata.
—Mercés —murmuró él. Dirigió de inmediato su nariz a la copa con gran expectación.
Una jarra similar contenía agua helada, y Marthe la echó en otra copa, que me entregó. Sirvió una humeante taza de té, que reconocí de inmediato como procedente de Mariage Frères, en París. Al parecer, Matthew había revisado mis alacenas mientras yo dormía la noche anterior y había sido muy específico con su lista de la compra. Marthe sirvió crema de leche espesa en la taza antes de que Matthew pudiera detenerla y yo le lancé a él una mirada de advertencia.
A esas alturas yo necesitaba aliados. Además, estaba demasiado sedienta como para que me importara demasiado. Él se reclinó dócilmente en la silla sorbiendo su vino.
Marthe siguió sacando más utensilios de su bandeja: cubiertos de plata, sal, pimienta, mantequilla, mermelada, tostadas y una dorada tortilla de huevos salpicada con hierbas frescas.