Asintió con la cabeza.
—Hay un avión esperando en la pista de aterrizaje junto a la vieja base de la Fuerza Aérea estadounidense. ¿Cuánto tiempo te hace falta para hacer las maletas?
—Eso depende de lo que vaya a necesitar —respondí. La cabeza me daba vueltas.
—No demasiado. No vamos a salir de casa. Lleva ropa de abrigo, y supongo que no vas a viajar sin tus zapatillas para correr. Sólo estaremos los dos, además de mi madre y su ama de llaves.
Su… madre…
—Matthew —reaccioné con voz débil—, no sabía que tenías una madre.
—Todo el mundo tiene una madre, Diana —replicó, volviendo sus claros ojos grises hacia los míos—. Tuve dos: la mujer que me dio a luz e Ysabeau, la mujer que me convirtió en un vampiro.
Matthew era una cosa, pero una casa llena de vampiros desconocidos era algo muy diferente. La cautela ante dar un paso tan peligroso aplacó un poco mi entusiasmo por ver el manuscrito. Mi vacilación debió de ser evidente.
—No lo había pensado —dijo. En su voz había un cierto tono dolorido—. Por supuesto, no hay razón alguna para que confíes en Ysabeau. Pero ella me prometió que estarías segura con ella y Marthe.
—Si tú confías en ellas, entonces yo también. —Para mi propia sorpresa, lo dije en serio…, a pesar de la persistente preocupación por que él hubiera tenido que preguntarles si pensaban arrancarme un trozo del cuello.
—Gracias —dijo sencillamente. La mirada de Matthew se dirigió a mi boca y mi sangre reaccionó con un hormigueo—. Tú haz las maletas mientras yo me doy una ducha y hago algunas llamadas telefónicas.
Cuando pasé por su extremo del sofá, me agarró la mano. Otra vez la fuerte impresión de su piel fría fue contrarrestada por la calidez de la mía a modo de respuesta.
—Estás haciendo lo correcto —murmuró antes de soltarme.
Era casi el día de lavar la ropa y mi dormitorio estaba cubierto de ropa sucia. Una búsqueda desordenada en el armario dio como resultado varios pantalones negros casi idénticos que estaban limpios, algunos
leggings
y media docena de camisetas de manga larga y jerséis de cuello alto. Había una maltrecha bolsa de Yale encima de todo y salté para coger la correa con una mano. Toda la ropa entró en la vieja bolsa de lona azul y blanca, junto con algunos jerséis y una chaqueta de lana. También metí zapatillas, calcetines y ropa interior, junto con algún viejo equipo para hacer yoga. No tenía ningún pijama decente y podía dormir con eso. Al recordar a la madre francesa de Matthew, incluí una camisa presentable y un par de pantalones.
La voz baja de Matthew resonaba en la sala. Habló primero con Fred, luego con Marcus y por último con una compañía de taxis. Con la correa de la bolsa en el hombro, me dirigí torpemente al baño. Cepillo de dientes, jabón, champú y un cepillo del pelo fueron a parar al interior junto con un secador de pelo y un tubo de rímel. Casi nunca usaba esas cosas, pero en esta ocasión algún cosmético me pareció una buena idea.
Cuando estuve lista, me reuní con Matthew en la sala. Estaba revisando los mensajes en su teléfono, con la funda de mi ordenador a sus pies.
—¿Lista? —preguntó, mirando sorprendido la bolsa de lona.
—Me dijiste que no iba a necesitar demasiado.
—Sí, pero no estoy acostumbrado a que las mujeres me hagan caso cuando se trata de equipaje. Cuando Miriam se va para un fin de semana, carga lo suficiente como para equipar a la Legión Extranjera francesa, y mi madre necesita varios baúles de viaje. Louisa ni siquiera cruzaría la calle con lo que tú llevas, y no hablemos ya de salir del país.
—Además de carecer de sentido común, me caracterizo por no necesitar un mantenimiento costoso.
Matthew asintió con la cabeza en señal de agradecimiento.
—¿Tienes tu pasaporte?
Señalé con el dedo.
—Está en el maletín de mi ordenador.
—Podemos irnos, entonces —decidió Matthew, recorriendo una última vez con la mirada las habitaciones.
—¿Dónde está la foto? —Parecía poco apropiado dejarla.
—La tiene Marcus —informó rápidamente.
—¿Cuándo estuvo Marcus aquí? —pregunté, frunciendo el ceño.
—Mientras dormías. ¿Quieres que le pida que te la traiga? —Tenía uno de sus dedos listo sobre una tecla de su teléfono.
—No. —Sacudí la cabeza. No había razón para que la mirara otra vez.
Matthew cogió mi equipaje y se las arregló para llevarme abrazada con él al hombro escaleras abajo sin percances. Un taxi estaba esperando junto a los portones de la residencia. Matthew se detuvo para hablar un momento con Fred. El vampiro le entregó una tarjeta al portero y los dos hombres se dieron la mano. Algún trato había sido acordado, y sus detalles nunca me serían revelados. Matthew me metió en el taxi, y anduvimos durante aproximadamente treinta minutos, alejándonos de las luces de Oxford.
—¿Por qué no vamos en tu coche? —le pregunté cuando ya estábamos en el campo.
—Esto es mejor —explicó—. No hay necesidad de que Marcus vaya a buscarlo después.
El vaivén del taxi me estaba adormeciendo. Apoyada contra el hombro de Matthew, dormité.
En el aeropuerto, estuvimos en el aire apenas nos revisaron los pasaportes y el piloto terminó con el papeleo. Nos sentamos el uno frente al otro en unos sillones alrededor de una mesa baja durante el despegue. Bostecé varias veces seguidas para que se me destaparan los oídos a medida que subíamos. En cuanto llegamos a la altitud de crucero, Matthew se desabrochó su cinturón de seguridad y cogió algunas almohadas y una manta de un armario debajo de las ventanillas.
—Pronto estaremos en Francia. —Colocó las almohadas en un extremo de mi sillón, que era como una cama de una plaza, y abrió la manta para taparme—. Mientras tanto, deberías dormir un poco.
Yo no quería dormir. La verdad era que tenía miedo de hacerlo. Aquella fotografía estaba grabada en la parte interior de mis párpados.
Se agachó junto a mí, con la manta colgando levemente de sus dedos.
—¿Qué ocurre?
—No quiero cerrar los ojos.
Matthew tiró al suelo todas las almohadas excepto una.
—Ven aquí —dijo, sentándose a mi lado y palmeando el blanco y mullido rectángulo. Me di la vuelta, me deslicé por la superficie de cuero y puse la cabeza sobre su regazo a la vez que estiraba las piernas. Pasó el borde de la manta de su mano derecha a la izquierda hasta cubrirme con sus suaves pliegues.
—Gracias —susurré.
—No hay de qué. —Se llevó los dedos a sus labios, se los tocó y luego rozó los míos. Sentí un gusto salado—. Duérmete. Yo estaré aquí.
Me dormí con un sueño pesado y profundo, sin soñar, y me desperté cuando los dedos fríos de Matthew me tocaron la cara y me dijo que estábamos a punto de aterrizar.
—¿Qué hora es? —quise saber, totalmente desorientada en ese momento.
—Casi las ocho —respondió, mirando su reloj.
—¿Dónde estamos? —Me di la vuelta, me senté y me puse el cinturón de seguridad.
—En las afueras de Lyon, en Auvernia.
—¿En el centro del país? —pregunté a la vez que imaginaba el mapa de Francia. Asintió con la cabeza—. ¿Tú eres de aquí?
—Nací y renací cerca. Mi hogar, el hogar de mi familia, está a un par de horas de distancia. Llegaremos a media mañana.
Aterrizamos en el área privada del muy activo aeropuerto regional y nuestros pasaportes y documentos de viaje fueron verificados por un funcionario de aspecto aburrido que reaccionó rápidamente en cuanto vio el nombre de Matthew.
—¿Viajas siempre de esta manera? —Era mucho más fácil que viajar por una aerolínea comercial desde Heathrow en Londres o desde el aeropuerto Charles de Gaulle de París.
—Sí —respondió sin el menor tono de disculpa ni timidez—. Sólo me alegro totalmente de ser un vampiro y de tener dinero para gastar cuando viajo.
Matthew se detuvo detrás de un Range Rover del tamaño de Connecticut y sacó un juego de llaves del bolsillo. Abrió la puerta trasera y metió mi equipaje allí. El Range Rover era un poco menos lujoso que su Jaguar, pero lo que le faltaba en elegancia estaba más que compensado por su solidez. Era como viajar en un transporte blindado del ejército.
—¿Realmente necesitas un vehículo de este tamaño para conducir en Francia? —Dirigí la mirada a las carreteras asfaltadas.
Matthew se rió.
—Todavía no has visto la casa de mi madre.
Viajamos hacia el oeste a través del hermoso campo, salpicado aquí y allá con grandiosos
châteaux
y empinadas montañas. Campos de cultivo y viñedos se extendían en todas direcciones, e incluso bajo el cielo color gris acero, la región parecía estallar con el color de las hojas nuevas. Una señal indicaba la dirección hacia Clermont-Ferrand. Eso no podía ser una coincidencia, a pesar de la ortografía diferente.
Matthew siguió conduciendo rumbo al oeste. Disminuyó la velocidad, giró para entrar en un camino estrecho y se detuvo a un lado. Señaló a la lejanía.
—Allí la tienes —dijo—: Sept-Tours.
En el centro de las colinas onduladas había una cima aplanada dominada por una estructura almenada de piedra marrón claro y rosa. La rodeaban siete torres más pequeñas y un portón de entrada fortificado con torrecillas montaba guardia en el frente. Aquél no era un bonito castillo de cuento de hadas construido para bailes a la luz de la luna. Sept-Tours era una fortaleza.
—¿Éste es tu hogar? —pregunté con la boca abierta.
—Éste es mi hogar. —Matthew sacó su teléfono del bolsillo y marcó un número— .
¿Maman?
Ya casi hemos llegado.
Alguien habló al otro lado y luego cortaron. Matthew sonrió tenso y volvió a la carretera.
—¿Nos está esperando? —pregunté, sin poder evitar que me temblara la voz.
—Así es.
—¿Y esto le parece bien a ella? —No formulé la verdadera pregunta: «¿Estás seguro de que le parece bien que traigas a una bruja a su casa?». Pero no tuve necesidad de hacerla.
Los ojos de Matthew estaban fijos en el camino.
—A Ysabeau le gustan las sorpresas tanto como a mí, o sea nada —dijo sin darle importancia mientras doblaba para entrar en lo que parecía un camino de cabras.
Avanzamos entre hileras de castaños, subiendo, hasta que llegamos a Sept-Tours. Matthew condujo el coche entre dos de las siete torres y a través de un patio empedrado delante de la entrada que daba a la estructura central. Parterres y prados se extendían a derecha e izquierda, antes de que el bosque dominara el paisaje. El vampiro aparcó el coche.
—¿Estás preparada? —preguntó con una luminosa sonrisa.
—Como siempre —respondí cautelosamente.
Matthew me abrió la puerta del vehículo y me ayudó a bajar. Estiré mi chaqueta negra y levanté la mirada para apreciar la imponente fachada del
château
. Las impresionantes líneas del castillo no eran nada comparadas con lo que me aguardaba dentro. La puerta se abrió.
—Courage —me alentó Matthew, dándome un suave beso en la mejilla.
18
Y
sabeau estaba en la entrada de su enorme
château,
majestuosa y fría, y dirigió una mirada fulminante a su hijo vampiro mientras subíamos la escalinata de piedra.
Matthew se agachó treinta centímetros para besarla silenciosamente en ambas mejillas.
—¿Entramos, o deseáis continuar con los saludos aquí?
Su madre retrocedió un paso para dejarnos pasar. Sentí su mirada llena de furia y olí algo que me hizo recordar al refresco de zarzaparrilla y al caramelo. Avanzamos por un corto y oscuro pasillo, recubierto de un modo no muy acogedor con picas que apuntaban directamente a la cabeza de los visitantes, y luego entramos en una habitación de altos techos y frescos que habían sido pintados por algún imaginativo artista del siglo XIX para reflejar un pasado medieval que nunca existió. Pintados en una pared blanca, había leones, flores de lis, una serpiente con la cola en la boca y conchas. En un extremo, una serie de escalones circulares subía a una de las torres.
Una vez en el interior, me enfrenté a toda la fuerza de la mirada de Ysabeau. La madre de Matthew personificaba la aterradora elegancia que parece metida hasta los huesos en las mujeres francesas. Al igual que su hijo —quien parecía, de manera desconcertante, ser un poco mayor que ella—, iba vestida con una paleta monocromática que minimizaba su extraña palidez. Los colores preferidos de Ysabeau oscilaban del tono crema al marrón suave. Cada centímetro de su atuendo era caro y sencillo, desde las puntas de sus zapatos de suave piel marrón clara hasta los topacios que colgaban de sus orejas. Rayos fríos de sorprendente color verde esmeralda rodeaban sus pupilas oscuras, y sus angulosos y altos pómulos impedían que sus facciones perfectas y su deslumbrante piel blanca cayeran en la simple hermosura. Su pelo tenía el color y la textura de la miel; era una cascada de seda dorada recogida en la nuca en un moño bajo y compacto.
—Podrías haber mostrado un poco de consideración, Matthew. —Su acento suavizaba el nombre de él, haciéndolo parecer antiguo. Como todos los vampiros, ella tenía una voz seductora y melodiosa. En el caso de Ysabeau, su voz sonaba pura y profunda, como campanillas lejanas.
—¿Tienes miedo al qué dirán,
maman?
Creía que te enorgullecías de ser radical. —Matthew se mostraba indulgente e impaciente a la vez. Arrojó las llaves sobre una mesa cercana. Se deslizaron hasta el otro lado sobre la superficie perfectamente brillante y toparon ruidosamente contra la base de un jarrón chino de porcelana.
—¡Nunca he sido radical! —Ysabeau estaba horrorizada—. El cambio está excesivamente sobrevalorado.
Se dio la vuelta y me examinó de pies a cabeza. Su perfectamente formada boca se puso tensa.
No le gustaba lo que estaba viendo… y no era para sorprenderse. Traté de verme a mí misma a través de sus ojos: el pelo rubio pajizo que no era ni denso ni dócil, la lluvia de pecas de tanto estar al aire libre, la nariz demasiado larga en relación al resto de mi cara. Mis ojos eran lo mejor de mis facciones, pero no compensaban mi sentido de la moda. Al lado de su elegancia y del siempre impecable Matthew, yo me sentía, y parecía, un torpe ratón provinciano. Estiré el dobladillo de la chaqueta con mi mano libre, contenta al comprobar que no había señal alguna de magia en las puntas de los dedos, y esperaba que tampoco hubiera rastro alguno de ese fantasmal «brillo» que Matthew había mencionado.