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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (44 page)

—Sí, veo que te estás portando como un príncipe —dijo Matthew secamente—, pero eso no significa que no te portarás como un demonio a la primera oportunidad. —
Balthasar
golpeó con sus pezuñas el suelo, ofendido.

Pasamos por la sala de arreos. Además de las sillas de montar habituales, bridas y riendas, había estructuras de madera que sostenían algo parecido a un pequeño sillón con extraños apoyos a un lado.

—¿Qué es eso?

—Jamugas —explicó Matthew mientras se sacaba los zapatos para ponerse un par de botas altas y gastadas. Su pie entró deslizándose fácilmente con un simple golpe en el tacón y un tirón desde arriba—. Ysabeau las prefiere.

En el picadero,
Dahr
y
Rakasa
giraron las cabezas y miraron con interés mientras Georges y Matthew empezaron una conversación detallada sobre todos los obstáculos naturales con los que podríamos tropezar. Tendí mi mano a
Dahr,
lamentando no tener más manzanas en el bolsillo. El caballo castrado se mostró desilusionado también, después de percibir el dulce olor.

—La próxima vez —prometí. Me agaché para pasar por debajo de su cuello y me puse al lado de
Rakasa
—. Hola, belleza.

Rakasa,
la yegua, levantó la pata derecha e inclinó su cabeza hacia mí. Le pasé las manos por el cuello y los hombros para acostumbrarla a mi olor y al contacto conmigo, y di un tirón a la silla para verificar la tensión de la cincha y asegurarme de que la manta debajo de la montura fuera suave. Se dio la vuelta y me olió con curiosidad soltando un resuello y metiendo la nariz en mi jersey donde había estado la manzana. Sacudió la cabeza, indignada.

—Para ti también —le prometí riéndome, y puse mi mano izquierda firmemente sobre la grupa—. Echemos un vistazo.

A los caballos les gusta que les toquen las patas tanto como a la mayoría de las brujas les gusta que las metan en el agua, es decir, no mucho. Pero, por costumbre y por superstición, yo jamás había montado un caballo sin antes controlar que no hubiera nada metido en la parte blanda de los cascos.

Cuando me enderecé, los dos hombres me estaban mirando atentamente. Georges dijo algo que indicaba que aprobaba mi presencia. Matthew asintió con la cabeza pensativamente, sosteniendo mi chaleco y mi casco. El chaleco era ceñido y duro, pero no resultó tan desagradable como había esperado. El casco chocó con mi cola de caballo y deslicé la cinta elástica hacia abajo para acomodarlo antes de abrochar la cincha. Matthew se colocó detrás de mí en el tiempo que necesité para agarrar las riendas y levantar mi pie hasta el estribo de
Rakasa.

—¿Nunca vas a esperar a que te ayude? —gruñó a mi oído.

—Puedo subir yo sola a un caballo —repliqué con ferocidad.

—Pero no tienes por qué hacerlo. —Matthew me levantó sin esfuerzo hasta la silla. Después, comprobó el largo de mi estribo, volvió a controlar la cincha y finalmente se dirigió a su propio caballo. Saltó sobre su montura con un aire de familiaridad que indicaba que había estado montando durante cientos de años. Ya encima del caballo, tenía el aspecto de un rey.

Rakasa
empezó a bailar impaciente y empujé mis talones hacia abajo. Se detuvo. Parecía perpleja.

—Tranquilízate —susurré. Asintió con la cabeza y fijó la vista hacia delante, pero movía sus orejas con insistencia.

—Hazle dar una vuelta al picadero mientras ajusto mi montura —dijo Matthew con toda tranquilidad, balanceando su rodilla izquierda sobre el hombro de
Dahr
y toqueteando la tira de cuero de su estribo. Entrecerré los ojos. Sus estribos no necesitaban ningún ajuste. Simplemente quería evaluar mi habilidad como amazona.

Hice que
Rakasa
diera media vuelta al picadero, para conocer su andar. La andaluza bailaba de verdad, levantando con delicadeza sus patas para bajarlas firmemente, con un hermoso balanceo. Cuando apreté ambos talones en los costados, el paso de baile de
Rakasa
se convirtió en un trote igualmente gracioso y suave. Pasamos junto a Matthew, que había dejado de fingir que ajustaba su montura. Georges estaba apoyado en la cerca, con una gran sonrisa en la cara.

—Buena chica —susurré en voz baja. Echó la oreja izquierda hacia atrás y aceleró ligeramente el paso. Apreté las pantorrillas contra sus costados, justo detrás del estribo, y pasó a un medio galope, con las manos en el aire y el cuello arqueado. ¿Cuál sería el grado de enfado de Matthew si saltáramos la cerca del picadero?

Considerable. Con toda seguridad.

Rakasa
dobló en la esquina y la hice trotar.

—¿Y bien? —pregunté.

Georges asintió con la cabeza y abrió la puerta del picadero.

—Vas bien sentada —señaló Matthew, mirando mi trasero—. Buenas manos también. Estarás bien. A propósito —continuó en un tono despreocupado, inclinándose hacia mí y bajando la voz—, si hubieras saltado la valla de allí, el paseo de hoy habría sido suspendido.

Cuando dejamos atrás los jardines y atravesamos los viejos portones, la arboleda se hizo más espesa y Matthew recorrió el bosque con la mirada. Después de unos metros ya entre los árboles, empezó a relajarse, tras haber analizado a cada criatura que había por allí y descubrir que ninguna de ellas era de la variedad de dos patas.

Matthew llevó a
Dahr
al trote y
Rakasa
esperó obedientemente que yo hiciera lo mismo. Lo hice, sorprendida otra vez por la suavidad de sus movimientos.

—¿Qué clase de caballo es
Dahr?
—le pregunté al observar su andar igualmente suave.

—Supongo que tú lo llamarías un caballo de guerra —explicó Matthew, refiriéndose a las cabalgaduras que llevaron los caballeros a las cruzadas—. Fue criado para la velocidad y la agilidad.

—Pensaba que los caballos de ese tipo eran enormes bestias de guerra. —
Dahr
era más grande que
Rakasa,
pero no mucho.

—Eran grandes para su época. Pero no lo suficientemente grandes como para llevar a la batalla a cualquiera de los hombres de esta familia, al menos cuando estábamos ya con la armadura puesta, y con las armas. Entrenábamos en caballos como
Dahr
y los montábamos por placer, pero combatíamos montados en percherones como
Balthasar.

Miré por entre las orejas de
Rakasa,
reuniendo valor para abordar otro tema.

—¿Puedo preguntarte algo sobre tu madre?

—Por supuesto —aceptó Matthew, dándose la vuelta en su montura. Puso un puño sobre la cadera y sujetó las riendas de su caballo ligeramente con la otra mano. En ese momento supe con absoluta certeza cuál era el aspecto de un caballero medieval montado en su caballo.

—¿Por qué odia tanto a las brujas? Los vampiros y las brujas son enemigos tradicionales, pero la aversión que manifiesta Ysabeau hacia mí va más allá de eso. Parece algo personal.

—Supongo que quieres una respuesta mejor que la de que hueles como la primavera.

—Sí, quiero la verdadera razón.

—Está celosa. —Matthew palmeó el hombro de
Dahr.

—¿De qué diablos está celosa?

—Veamos. Tu poder, especialmente la capacidad de las brujas para ver el futuro. Tu posibilidad de parir hijos y pasar ese poder a una nueva generación. Y la serenidad con la que vosotras morís, supongo —dijo en un tono reflexivo.

—Ysabeau os tuvo a ti y a Louisa como hijos.

—Sí, Ysabeau nos hizo a ambos. Pero no es lo mismo que parir un hijo, creo.

—¿Por qué envidia ella la clarividencia de una bruja?

—Eso tiene que ver con la manera en que Ysabeau fue hecha. Su hacedor no le pidió permiso antes de hacerla. —La cara de Matthew se ensombreció—. La quería como esposa y simplemente la tomó y la convirtió en vampira. Tenía fama de vidente y era suficientemente joven todavía como para tener la esperanza de parir hijos. Cuando se convirtió en vampira, ambas cosas desaparecieron. Nunca ha podido superar eso del todo, y las brujas son un recuerdo constante de la vida que ella perdió.

—¿Por qué envidia que las brujas mueran tan fácilmente?

—Porque echa de menos a mi padre. —Dejó de hablar de repente; estaba claro que lo había presionado demasiado.

Los árboles se espaciaron y las orejas de
Rakasa
se movían impacientes.

—Ve delante —dijo resignado, señalando el campo abierto ante nosotros.

Rakasa
saltó hacia delante al contacto de mis talones, apretando el bocado entre sus dientes. Disminuyó la velocidad al subir la colina, y una vez en la cima corcoveó y sacudió la cabeza, disfrutando del hecho de que
Dahr
estuviera allá abajo mientras ella estaba en la cima. La dejé hacer con rapidez la figura de un ocho, cambiando de dirección improvisadamente para evitar que tropezara al girar en las esquinas.

Dahr
empezó a moverse, no al trote sino al galope, con su cola negra flameando mientras sus pezuñas golpeaban la tierra con increíble velocidad. Ahogué un grito y tiré ligeramente de las riendas de
Rakasa
para hacer que se detuviera. Así que ésa era la característica de los caballos de guerra. Podían pasar de cero a noventa como un coche deportivo bien preparado. Matthew no hizo esfuerzo alguno para disminuir la velocidad de su caballo cuando se acercó, pero
Dahr
se detuvo a unos dos metros de distancia de nosotras; su costado se arqueó un poco por el esfuerzo.

—¡Fanfarrón! ¿No me dejas saltar una cerca y tú te luces con este despliegue? —bromeé.


Dahr
tampoco hace suficiente ejercicio. Esto es exactamente lo que él necesita. —Matthew sonrió y palmeó a su caballo en el costado—. ¿Te interesa una carrera? Te daremos ventaja, por supuesto —dijo con una reverencia de cortesano.

—Acepto. ¿Hasta dónde?

Matthew señaló un árbol solitario sobre una cresta y me miró, alerta a la primera señal de movimiento. Había comprobado que podía lanzarme a correr sin tropezar con nada. Tal vez
Rakasa
no era tan buena en ponerse a correr de improviso como
Dahr.

No había forma alguna de que yo pudiera sorprender a un vampiro y de ninguna manera mi caballo, con todo su suave andar, iba a derrotar a
Dahr
colina arriba hasta la cresta. De todos modos, yo estaba ansiosa por descubrir el máximo rendimiento de mi caballo. Me incliné hacia delante y palmeé a
Rakasa
en el cuello. Apoyé mi barbilla sólo un momento sobre su cálida carne y cerré los ojos.

«Vuela», la alenté sin hablar.

Rakasa
salió disparada hacia delante como si le hubieran dado un golpe en la grupa, y mis instintos se impusieron.

Me levanté sobre mi montura para hacerle más fácil llevar mi peso e hice un nudo flojo con las riendas. Cuando su velocidad se estabilizó, volví a sentarme en la silla, apretando su cuerpo tibio entre mis piernas. Con un movimiento de mis pies me liberé de los innecesarios estribos y metí los dedos entre su crin. Matthew y
Dahr
volaban detrás de nosotros. Era como mi sueño, ese en el que perros y caballos me perseguían. Cerré mi mano izquierda como si estuviera sujetando algo y me incliné hacia delante sobre el cuello de
Rakasa
con los ojos cerrados.

«Vuela», repetí, pero la voz en mi cabeza ya no parecía ser la mía.
Rakasa
respondió con más velocidad todavía.

Sentí que el árbol estaba cada vez más cerca. Matthew lanzó una maldición en occitano y
Rakasa
se desvió a la izquierda en el último momento para disminuir la velocidad a un medio galope y luego a un trote. Sentí un tirón en las riendas. Abrí los ojos súbitamente alarmada.

—¿Siempre cabalgas a toda velocidad cuando montas un caballo desconocido, con los ojos cerrados, sin riendas y sin estribos? —La voz de Matthew sonaba fría y furiosa—. Remas con los ojos cerrados…, te he visto. Y también caminas con los ojos cerrados. Siempre sospeché que la magia tenía algo que ver. Seguramente usas tus poderes para montar también. De otro modo, ya estarías muerta. Y por si te sirve de algo, creo que le estás diciendo con tu mente a Rakasa lo que tiene que hacer, y no con tus manos y piernas.

Me pregunté si lo que decía sería verdad. Matthew emitió un bufido de impaciencia y desmontó pasando su pierna derecha sobre la cabeza de
Dahr;
con un movimiento de su pie izquierdo se liberó del estribo, para deslizarse por un costado del caballo, sin dejar de mirar hacia delante.

—Baja de ahí —dijo con brusquedad, cogiendo las riendas sueltas de
Rakasa.

Desmonté de la manera tradicional, pasando mi pierna derecha sobre la grupa de
Rakasa.
Cuando le di la espalda, Matthew extendió la mano y me bajó del caballo. En ese momento me di cuenta de por qué prefería desmontar de frente. Evitaba que a uno lo agarraran por atrás y lo bajaran de la montura. Me dio la vuelta y me apretó contra su pecho.

—Dieu —susurró en mi pelo—. No vuelvas a hacer algo así, por favor.

—Tú me dijiste que no me preocupara por lo que estuviera haciendo. Ésa es la razón por la que me trajiste a Francia —repliqué, confundida por su reacción.

—Lo siento —se disculpó con toda seriedad—. Trato de no interferir, pero me resulta difícil ver que estás usando poderes que no comprendes…, sobre todo cuando no eres consciente de lo que estás haciendo.

Matthew dejó que yo me ocupara de los caballos. Até las riendas de manera que no pudieran pisarlas, pero dejándoles la libertad de mordisquear la escasa hierba de otoño. Cuando regresó, su cara era sombría.

—Hay algo que necesito mostrarte. —Me llevó hacia el árbol y nos sentamos debajo de él. Doblé las piernas con cuidado a un lado para evitar que las botas se incrustaran en mis piernas. Matthew simplemente se dejó caer, con las rodillas en el suelo y los pies recogidos debajo de los muslos.

Metió una mano en el bolsillo de sus pantalones de equitación y sacó un trozo de papel con barras negras y grises sobre un fondo blanco. Había sido doblado y vuelto a doblar varias veces.

Era un informe de ADN.

—¿Es el mío?

—El tuyo.

—¿Desde cuándo lo tienes? —Recorrí con los dedos las barras a lo largo de la página.

—Marcus trajo los resultados a tu residencia. No quise que lo vieras entonces, estando tan reciente que te hicieran recordar la muerte de tus padres. —Vaciló—. ¿Hice bien en esperar?

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