—Ah, no me va a morder. —El enorme percherón movió hábilmente su cabeza para poder frotar las orejas sobre mis caderas—. ¿Y quiénes son estos caballeros? —pregunté, acariciando el pelaje del cogote del lebrel mientras el mastín trataba de poner mi mano en su boca.
—El lebrel se llama
Fallon
y el mastín,
Héctor.
—Matthew chasqueó los dedos y ambos perros corrieron a su lado, donde se sentaron obedientemente, mirándole a la cara a la espera de más instrucciones—. Por favor, aléjate de ese caballo.
—¿Por qué? Se está portando bien. —
Balthasar
pateó el suelo para indicar que estaba de acuerdo conmigo, y echó una oreja hacia atrás para mirar a Matthew con arrogancia.
—«Si la mariposa vuela hacia la suave luz que la atrae, es sólo porque no sabe que el fuego puede consumirla» —citó Matthew, murmurando entre dientes—.
Balthasar
sólo se porta bien hasta que se aburre. Me gustaría que te apartaras antes de que patee y derribe la puerta de su cuadra.
—Estamos poniendo nervioso a tu amo y ha empezado a recitar oscuros fragmentos de poesía escrita por clérigos italianos locos. Volveré mañana con algo dulce. —Me di la vuelta y besé a
Balthasar
en el hocico. Relinchó y movió las pezuñas bailando con impaciencia.
Matthew trató de disimular su sorpresa.
—¿Has reconocido eso?
—Giordano Bruno. «Si el ciervo sediento va al arroyo, es sólo porque ignora al arco cruel» — continué—. «Si el unicornio va a su casto nido, es sólo porque no ve el lazo corredizo preparado para él».
—¿Conoces el trabajo del Nolano? —Matthew usó la forma que el místico del siglo XVI usaba para referirse a sí mismo.
Entrecerré los ojos. Santo cielo, ¿había conocido a Bruno, al igual que había conocido a Maquiavelo? Matthew parecía haber sido atraído por todos los personajes extraños.
—Fue uno de los primeros seguidores de Copérnico y yo soy historiadora de la ciencia. ¿Y tú cómo conoces el trabajo de Bruno?
—Soy un gran lector —respondió evasivamente.
—¡Lo conociste! —Mi tono era acusador—. ¿Era un daimón?
—Uno que cruzó la línea que separa la demencia del genio con demasiada frecuencia, me temo.
—Tenía que haberlo imaginado. Creía en la vida extraterrestre y maldijo a sus inquisidores cuando se dirigía a la hoguera —dije, sacudiendo la cabeza.
—Sin embargo comprendía el poder del deseo.
Miré directamente al vampiro.
—«El deseo me alienta, así como el miedo me ata». ¿Bruno aparece en tu ensayo para All Souls?
—Un poco. —La boca de Matthew se convirtió en una dura línea—. ¿Puedes, por favor, apartarte de ahí? Podemos hablar de filosofía en otra ocasión.
Otros pasajes pasaron por mi mente. Había otra cosa en el trabajo de Bruno que podía hacer que Matthew pensara en él. Escribió sobre la diosa Diana.
Me aparté de la cuadra.
—
Balthasar
no es un poni —advirtió Matthew, cogiéndome del codo.
—Me doy cuenta de eso. Pero yo podría controlar a ese caballo. —Tanto el manuscrito de alquimia como el filósofo italiano desaparecieron de mi mente ante la sola idea de semejante desafío.
—¡No me digas que también sabes montar! —se sorprendió incrédulo Matthew.
—Crecí en el campo y monto desde que era una niña…,
dressage,
salto…, de todo. —Estar sobre un caballo me hacía sentir que volaba todavía más que el remo.
—Tenemos otros caballos.
Balthasar
se queda donde está —dijo con firmeza.
Cabalgar era una inesperada ventaja del viaje a Francia, una que hacía casi soportable la fría presencia de Ysabeau. Matthew me llevó al otro extremo de las cuadras, donde esperaban seis espléndidos animales más. Dos de ellos eran grandes y negros, aunque no tanto como
Balthasar;
otro era una yegua castaña de líneas bastante redondeadas, y había también un caballo bayo castrado. Contaba igualmente con dos andaluces grises, con grandes cascos y cuellos curvos. Uno de ellos se acercó a la puerta para ver lo que estaba ocurriendo en sus dominios.
—Ésta es
Nar Rakasa
—explicó, acariciando suavemente su hocico—. Su nombre significa «bailarina de fuego». Normalmente sólo la llamamos
Rakasa.
Se mueve perfectamente, pero es obstinada. Deberíais llevaros sumamente bien.
Me negué a morder el cebo, aunque fuese ofrecido de un modo encantador, y dejé que
Rakasa
me olfateara el pelo y la cara.
—¿Cómo se llama su compañera?
—Fiddat… «Plata». —
Fiddat
se acercó con sus oscuros ojos llenos de afecto cuando Matthew mencionó su nombre—.
Fiddat
es el caballo de Ysabeau y
Rakasa
es su hermana. —Matthew señaló a los dos negros—. Ésos son los míos.
Dahr
y
Sayad.
—¿Qué significan sus nombres? —pregunté, dirigiéndome hacia sus cuadras.
—Dahr es una palabra árabe que significa «tiempo», y
Sayad
significa «cazador» —explicó Matthew, uniéndose a mí—. A
Sayad
le encanta cabalgar por los campos persiguiendo presas de caza y saltando setos.
Dahr
es paciente y tranquilo.
Continuamos el
tour,
y Matthew fue señalando las características de las montañas y orientándome para poder situar el pueblo. Me enseñó los lugares en que el
château
había sido modificado y cómo los restauradores habían usado un tipo diferente de piedra porque la original ya era imposible de encontrar. Cuando terminamos estaba segura de que yo no me perdería, sobre todo si tomaba como referencia la torre del homenaje, que era imposible no ver.
—¿Por qué estoy tan cansada? —Bostecé mientras regresábamos al
château
.
—Eres imposible —replicó Matthew exasperado—. ¿Realmente quieres que te cuente lo ocurrido en las últimas treinta y seis horas?
Por insistencia de él, acepté dormir otra siesta. Lo dejé en el estudio, subí las escaleras y me dejé caer en la cama, demasiado cansada incluso para apagar las velas.
Momentos después ya estaba soñando. Cabalgaba por un bosque oscuro con una túnica verde suelta y un cinturón. Llevaba sandalias atadas a mis pies, sostenidas con tiras de cuero entrecruzadas alrededor de mis tobillos y pantorrillas. Detrás de mí se escuchaban ladridos de perros y el ruido de cascos que aplastaban la hierba. Llevaba una aljaba con flechas colgada de un hombro y sostenía un arco en una mano. A pesar de los adversos ruidos de mis perseguidores, no tenía miedo.
En mi sueño sonreía sabiendo que podía correr más que quienes me perseguían.
—Vuela —ordené…, y el caballo me obedeció.
19
A
la mañana siguiente mis primeros pensamientos también tuvieron que ver con cabalgar.
Me pasé un cepillo por el pelo, me enjuagué la boca y me puse un ajustado par de
leggings.
Era lo más parecido a pantalones de montar que había traído. Las zapatillas para correr me harían imposible mantener los talones en los estribos, de modo que me puse mis mocasines. No era el calzado adecuado, pero sería suficiente. Una camiseta de manga larga y un jersey de lana completaban mi atuendo. Me recogí el pelo en una cola de caballo, y volví al dormitorio.
Matthew enarcó la ceja cuando entré con rapidez en la habitación y con su brazo me impidió seguir avanzando. Estaba apoyado en la puerta que daba al pasillo abovedado que conducía a las escaleras impecable como siempre, con pantalones de montar gris oscuro y un jersey negro.
—Salgamos a cabalgar por la tarde.
Ya me lo esperaba. La cena con Ysabeau había sido tensa, por decirlo de alguna manera, y después mi sueño había estado lleno de pesadillas. Matthew había subido varias veces las escaleras para ver cómo me encontraba.
—Estoy bien. El ejercicio y el aire fresco me sentarán estupendamente. —Cuando traté de pasar junto a él otra vez, me detuvo utilizando sólo su oscura mirada.
—Si comienzas a balancearte en la silla de montar, te traigo de vuelta a casa. ¿Entendido?
—Entendido.
Ya abajo, me dirigí hacia el comedor, pero Matthew me arrastró en la dirección opuesta.
—Comeremos algo en las cocinas —dijo en voz baja. Nada de un desayuno formal con Ysabeau mirándome por encima de su ejemplar de
Le Monde
. Acepté de inmediato.
Comimos en lo que era, obviamente, parte de las habitaciones del ama de llaves, delante de un gran fuego en una mesa puesta para dos, aunque yo iba a ser la única que iba a disfrutar de la excelente y abundante comida de Marthe. Sobre la antigua y gastada mesa redonda de madera había una inmensa tetera llena, envuelta en un paño de lino para mantener el calor. Marthe me miró, preocupada por mis ojeras y mi piel pálida, y emitió unos chasquidos de desaprobación.
Cuando mi tenedor disminuyó su velocidad, Matthew me acercó una pirámide de cajas coronada con un casco forrado con terciopelo negro.
—Para ti —explicó, poniéndolas sobre la mesa.
El casco tenía un claro objetivo. Tenía la forma de una gorra de béisbol un poco más alta, con un lazo de cinta
grosgrain
negra en la nuca. A pesar de su cubierta de terciopelo y la cinta, era fuerte y estaba hecho expresamente para evitar que los frágiles cráneos humanos se rompieran en caso de chocar contra el suelo. Yo los odiaba, pero eran una prudente precaución.
—Gracias —dije—. ¿Qué hay en las cajas?
—Ábrelas y verás.
La primera caja tenía un par de pantalones de montar negros con refuerzos de ante en la parte interior de las rodillas para afirmarse en la silla de montar. Sería mucho más agradable montar con esa ropa que con mis finos y resbaladizos
leggings.
Y daba la impresión de que eran de mi talla. Matthew debía de haber estado haciendo llamadas telefónicas y transmitiendo las medidas aproximadas mientras yo descansaba. Le sonreí agradecida.
La caja también contenía un chaleco acolchado con un faldón largo y rígidos soportes de metal en las costuras. Parecía el caparazón de una tortuga y seguramente ésa sería la sensación que produciría: incómodo, pesado y difícil de manejar.
—Esto no es necesario. —Lo alcé frunciendo el ceño.
—Lo es, si sales a cabalgar. —Su voz no revelaba la menor emoción—. Me dices que tienes experiencia. Si es así, no tendrás ningún problema para adaptarte a su peso.
Los colores subieron a mi cara y las puntas de mis dedos produjeron un hormigueo de advertencia. Matthew me miró con interés, y Marthe se acercó a la puerta y olfateó. Respiré hondo varias veces hasta que el hormigueo desapareció.
—Usas el cinturón de seguridad en mi coche —dijo Matthew en un tono neutro—. Usarás el chaleco cuando montes en mi caballo.
Nos miramos fijamente, desafiándonos. La promesa del aire fresco me derrotó, y los ojos de Marthe emitieron divertidos destellos. Sin duda, nuestras negociaciones eran tan graciosas para el observador como las andanadas entre Matthew e Ysabeau.
Arrastré la última caja hacia mí en silenciosa concesión. Era larga y pesada y salió un intenso olor a cuero cuando levanté la tapa.
Botas. Botas negras, hasta la rodilla. Nunca había participado en concursos hípicos, y mis recursos eran limitados, de modo que nunca había tenido un par de botas especiales para equitación. Éstas eran hermosas, con la caña curvada de cuero flexible. Mis dedos tocaron su brillante superficie.
—Gracias —susurré, encantada con aquella sorpresa.
—Estoy seguro de que te quedarán bien —sentenció Matthew con su mirada suavizada.
—Ven, muchacha —invitó Marthe alegremente desde la puerta—. Debes cambiarte de ropa.
Tan pronto llegamos al lavadero, me saqué los mocasines ayudada con los pies y los
leggings
que cubrían mi cuerpo. Ella recogió la gastada prenda de licra y algodón mientras yo me ponía los pantalones de montar.
—En otros tiempos las mujeres no montaban como los hombres —señaló Marthe, mirando los músculos de mis piernas y sacudiendo la cabeza.
Matthew estaba hablando por su teléfono cuando regresé, enviando instrucciones a las otras personas de su mundo que requerían su dirección. Levantó la vista con gesto de aprobación.
—Ésas te resultarán más cómodas. —Se puso de pie y cogió las botas—. No hay ningún calzador aquí. Tendrás que usar tus otros zapatos hasta los establos.
—No, quiero ponérmelas ahora —dije, extendiendo mis dedos.
—Siéntate, entonces. —Sacudió la cabeza ante mi impaciencia—. No podrás ponértelas sin ayuda la primera vez. —Matthew levantó mi silla conmigo encima y la giró para tener más sitio y poder maniobrar. Sostuvo la bota derecha y metí mi pie hasta el tobillo. Tenía razón. Por mucho que empujara, no iba yo a lograr hacer pasar mi pie por aquella curva rígida. Él se levantó por encima de mi pie, agarró el tacón y la punta de la bota y la movió con suavidad mientras yo tiraba del cuero en la dirección opuesta. Después de varios minutos de esfuerzo, mi pie se abrió paso por la caña de la bota. Matthew le dio un empujón final y firme a la suela, y la bota se acomodó en mi pie.
Una vez puestas las botas, estiré las piernas para admirarlas. Matthew tiró y golpeó, metiendo sus dedos fríos en la parte de la boca para asegurarse de que mi sangre pudiera circular. Me puse de pie. Sentía las piernas inusitadamente largas y di algunos pasos con el tobillo rígido.
—Gracias. —Puse mis brazos alrededor de su cuello con las puntas de las botas rozando el suelo—. Me encantan.
Matthew acarreó mi chaleco y el sombrero a las cuadras, de la misma forma que había llevado mi ordenador y la esterilla de yoga en Oxford. Las puertas del establo estaban abiertas de par en par, y en el interior se oían ruidos de actividad.
—¿Georges? —llamó Matthew. Un hombre pequeño y enjuto pero fibroso, de edad indefinida, aunque no era vampiro, apareció en una esquina llevando una brida y una almohaza. Cuando pasamos por el compartimento de
Balthasar,
el semental dio golpes de irritación con sus cascos y sacudió la cabeza. «Me lo prometiste», parecía decir. En mi bolsillo tenía una manzana diminuta que le había robado a Marthe.
—Aquí tienes, precioso —dije, sosteniéndola en la palma de la mano. Matthew observó atentamente cuando
Balthasar
extendió el cuello para coger delicadamente con sus labios la fruta en mi mano. Apenas la tuvo en la boca, miró a su propietario con gesto de triunfo.