—¿Cómo te sentiste —preguntó Matthew en tono vacilante— el primer día que te despertaste sabiendo que eras un daimón? —Normalmente el vampiro no hacía preguntas tan personales.
—Como si hubiera nacido de nuevo —respondió Hamish—. Fue algo tan intenso y confuso como cuando tú te despiertas hambriento de sangre y puedes escuchar cómo crece la hierba, milímetro a milímetro. Todo parecía diferente. Sentía todo diferente. La mayor parte del tiempo sonreía como un tonto al que le ha tocado la lotería, y el resto lo pasaba llorando en mi habitación. Pero pienso que no lo creí…, quiero decir que realmente no lo creí… hasta que me hiciste entrar a escondidas en el hospital.
El primer regalo de cumpleaños de Matthew a Hamish tras hacerse amigos fue una botella de champán Krug y un paseo por el John Radcliffe. Allí Matthew le hizo a Hamish una resonancia magnética acompañada de una serie de preguntas. Después compararon los resultados de Hamish con los de un eminente neurocirujano del hospital, mientras bebían champán y el daimón todavía estaba ataviado con el camisón usado para la exploración. Hamish le pidió a Matthew que le dejara ver aquellas imágenes una y otra vez, fascinado por la forma en que su cerebro se iluminaba como una máquina de
pinball
incluso respondiendo a preguntas elementales. Fue el mejor regalo de cumpleaños de toda su vida.
—Por lo que me has dicho, Diana está como estaba yo antes de que me enseñaras los resultados de la resonancia —dijo Hamish—. Sabe que es una bruja, pero todavía siente que está viviendo una mentira.
—De hecho está viviendo una mentira —gruñó Matthew, tomando otro sorbo de sopa—. Diana está fingiendo que es humana.
—¿No sería interesante saber por qué es así? Y lo que es más importante, ¿puedes estar cerca de alguien así? A ti no te gustan las mentiras.
Matthew se mostró pensativo, pero no respondió.
—Hay otra cosa —continuó Hamish—. Para ser alguien que detesta las mentiras tanto como tú, guardas demasiados secretos. Si necesitas a esta bruja, no importa cuál sea la razón, vas a tener que ganarte su confianza. Y la única manera de conseguirlo es contarle cosas que no quieres que ella sepa. Ella ha despertado tus instintos protectores, y vas a tener que luchar contra ellos.
Mientras Matthew consideraba la situación, Hamish llevó la conversación a los recientes desastres ocurridos en la ciudad y en el gobierno. El vampiro se tranquilizó un poco más, envuelto en las complejidades de las finanzas y la política.
—Te has enterado de los homicidios en Westminster, supongo —dijo Hamish cuando Matthew estaba ya totalmente relajado.
—Me he enterado. Alguien tiene que poner fin a eso.
—¿Tú? —preguntó Hamish.
—No es asunto mío… todavía.
Hamish sabía que Matthew tenía una teoría sobre los homicidios, una que se relacionaba con su investigación científica.
—¿Todavía piensas que los homicidios son una señal de que los vampiros están desapareciendo?
—Sí —confirmó Matthew.
Matthew estaba convencido de que las criaturas se estaban extinguiendo lentamente. Al principio Hamish había rechazado las hipótesis de su amigo, pero estaba empezando a pensar que Matthew podría tener razón.
Volvieron a temas de conversación menos preocupantes y, después de la cena, se retiraron al piso superior. El daimón había dividido una de las antiguas salas de visita del pabellón en un saloncito y un dormitorio. El saloncito estaba presidido por un enorme y antiguo ajedrez con piezas de marfil y de ébano talladas que en realidad debería estar en un museo bajo una vitrina protectora más que en un pabellón de caza lleno de corrientes de aire. Al igual que la resonancia, el ajedrez había sido un regalo de Matthew.
Su amistad se había hecho más profunda a lo largo de veladas como ésa, jugando al ajedrez y hablando de sus trabajos. Una noche, Matthew empezó a contarle a Hamish las historias de sus hazañas de otros tiempos. En ese momento había pocas cosas sobre Matthew Clairmont que el daimón no conociera, y el vampiro era la única criatura a la que Hamish no asustaba con su poderoso intelecto.
Hamish, como de costumbre, se sentó detrás de las piezas negras.
—¿Ya terminamos nuestra última partida? —preguntó Matthew, fingiendo sorpresa ante el tablero cuidadosamente ordenado.
—Sí. Ganaste tú —dijo Hamish secamente, provocando una de las raras y grandes sonrisas de su amigo.
Ambos empezaron a mover sus piezas, Matthew se tomaba su tiempo y Hamish movía con rapidez y decisión cuando era su turno. No se oía más ruido que el crepitar del fuego y el tictac del reloj.
Tras una hora de juego, Hamish pasó a la etapa final de su plan.
—Quiero hacerte una pregunta. —Utilizó un tono cauteloso, esperando que su amigo hiciera la siguiente jugada—. Quieres a la bruja por ella misma… o por su poder sobre ese manuscrito?
—¡No quiero su poder! —estalló Matthew, y realizó una mala jugada con su torre, que Hamish rápidamente eliminó. Inclinó la cabeza, pareciéndose más que nunca a un ángel del Renacimiento concentrado en algún misterio celestial—. Santo cielo, no sé lo que quiero.
Hamish permaneció sentado casi sin moverse.
—Creo que sí lo sabes, Matt.
Matthew movió un peón sin dar ninguna respuesta.
—Las otras criaturas de Oxford —continuó Hamish— pronto sabrán, si no lo saben ya, que estás interesado en algo más que en ese libro antiguo. ¿Cuál será tu última jugada?
—No lo sé —susurró el vampiro.
—¿El amor? ¿Sentir el sabor de ella? ¿Hacer que ella sea como tú? —Matthew gruñó—. Impresionante —comentó Hamish en tono de aburrimiento.
—Hay algunas cuestiones que no comprendo de todo esto, Hamish, pero hay tres cosas que sí sé —dijo Matthew de manera enfática, cogiendo su copa de vino del suelo, junto a sus pies—. No voy a ceder a este deseo de su sangre. No quiero controlar su poder. Y ciertamente no tengo ningún deseo de convertirla en vampiro. —Se estremeció sólo de pensarlo.
—Lo cual deja libre la opción del amor. Entonces ya tienes tu respuesta. Tú sí sabes lo que quieres.
Matthew tomó un sorbo de vino.
—Quiero lo que no debo querer, y ansío tener a alguien a quien jamás puedo tener.
—¿No tienes miedo a hacerle daño? —preguntó Hamish suavemente—. Has tenido relaciones con mujeres de sangre caliente antes, y nunca le has hecho daño a ninguna de ellas.
La pesada copa de vino de cristal de Matthew se partió en dos y cayó al suelo. El vino tinto se extendió sobre la alfombra. Hamish vio el destello de polvo de vidrio entre los dedos índice y pulgar del vampiro.
—Oh, Matt. ¿Por qué no me lo dijiste? —Hamish controló sus facciones para asegurarse de que su conmoción no se notara.
—¿Cómo podría? —Matthew se quedó mirando las manos y apretó las esquirlas entre las puntas de los dedos hasta que lanzaron destellos negro rojizo por la mezcla del cristal y la sangre—. Siempre has tenido demasiada fe en mí, ¿sabes?
—¿Quién era ella?
—Se llamaba Eleanor. —Matthew tartamudeó al pronunciar ese nombre. Se pasó el dorso de la mano por los ojos, en un intento infructuoso de borrar la imagen del rostro de ella de su mente—. Mi hermano y yo nos estábamos peleando. Ahora ni siquiera puedo recordar cuál era el motivo de la pelea. Pero en aquel momento sentí deseos de matarlo con mis propias manos. Eleanor trató de hacerme entrar en razón. Se metió entre nosotros y… —El vampiro no pudo continuar. Puso la cabeza entre sus manos sin molestarse en limpiar los restos de sangre de sus dedos ya curados—. La quería tanto…, y la maté.
—¿Cuándo sucedió eso? —susurró Hamish.
Matthew bajó las manos, moviéndolas para examinar sus largos y fuertes dedos.
—Hace años. Ayer. ¿Qué importa? —preguntó con la indiferencia por el tiempo propia de un vampiro.
—Importa mucho si cometiste ese error cuando eras un vampiro recién creado sin control de sus instintos y de su sed.
—¡Ah! Entonces también importará que haya matado a otra mujer, Cecilia Martin, hace poco más de un siglo. No era «un vampiro recién creado» entonces. —Matthew se levantó de su silla y se dirigió hacia las ventanas. Quería correr hacia la oscuridad de la noche y desaparecer para no tener que ver el horror en los ojos de Hamish.
—¿Hay más? —preguntó Hamish con brusquedad.
Matthew sacudió la cabeza.
—Dos es suficiente. No puede haber una tercera. Jamás.
—Háblame de Cecilia —pidió Hamish, inclinándose hacia delante en su silla.
—Era la esposa de un banquero —respondió Matthew de mala gana—. La vi en la ópera y me enamoré locamente. Todos en París estaban enamorados locamente de la mujer de otro en esa época. —Con el dedo trazó el perfil de un rostro de mujer sobre el cristal delante de él—. No lo sentí como un desafío. Simplemente quería probar su sabor; esa noche fui a su casa. Pero cuando empecé, no pude detenerme. Y de todas formas, tampoco podía dejarla morir…, era mía y no iba a entregarla. Casi no pude terminar de alimentarme a tiempo.
Dieu,
cómo odiaba ella ser vampiro. Cecilia se metió en una casa en llamas antes de que yo pudiera detenerla.
Hamish frunció el ceño.
—Entonces no la mataste, Matt. Se mató ella.
—Bebí de ella hasta que estuvo al borde de la muerte, la obligué a beber mi sangre, y la convertí en una criatura sin su permiso, porque yo era egoísta y estaba asustado —dijo furiosamente—. ¿En qué sentido no la maté? Me apoderé de su vida, de su identidad, de su vitalidad…, eso es la muerte, Hamish.
—¿Por qué me ocultaste esto a mí? —Hamish trató de que no le importara que su mejor amigo hubiera hecho eso, pero era difícil.
—Incluso los vampiros sienten vergüenza. —Matthew se mostró tenso—. Me odio…, y así debe ser…, por lo que le hice a aquellas mujeres.
—Ésa es la razón por la que tienes que dejar de guardar secretos, Matt. Te destruirán desde el interior. —Hamish pensó en lo que quería decir antes de continuar—. Tú no te propusiste matar a Eleanor y a Cecilia. No eres un asesino.
Matthew apoyó las puntas de los dedos en el marco blanco de la ventana y posó la frente contra los fríos cristales. Cuando volvió a hablar, su voz era inexpresiva y baja:
—No, soy un monstruo. Eleanor me perdonó por ello, pero Cecilia nunca lo hizo.
—No eres un monstruo —insistió Hamish, preocupado por el tono de Matthew.
—Tal vez no, pero soy peligroso. —Se giró para mirar a Hamish—. Sobre todo si estoy cerca de Diana. Ni siquiera Eleanor me hizo sentir de esta manera. —El simple hecho de pensar en Diana aumentaba su sed de ella con una tensión que iba desde el corazón hasta el abdomen. Su rostro se oscureció con el esfuerzo de controlar esa sed.
—Vuelve aquí y termina esta partida —sugirió Hamish con voz áspera.
—Puedo irme, Hamish —dijo Matthew con aire vacilante—. No tienes por qué compartir tu techo conmigo.
—No seas idiota —respondió Hamish con la rapidez de un látigo—. Tú no vas a ninguna parte.
Matthew se sentó.
—No entiendo cómo puedes saber lo de Eleanor y Cecilia y no odiarme al mismo tiempo —dijo, tras algunos minutos.
—No puedo imaginar qué tendrías que hacer para que yo te odiara, Matthew. Te quiero como a un hermano, y así será hasta que exhale mi último suspiro.
—Gracias —susurró Matthew sombríamente—. Trataré de merecer tu aprecio.
—No trates, hazlo —replicó Hamish con aspereza—. A propósito, estás a punto de perder tu alfil.
Las dos criaturas volvieron con dificultad a prestar atención al juego, y todavía seguían jugando poco antes del amanecer cuando Jordan llevó café para Hamish y una botella de oporto para Matthew. El mayordomo recogió la copa de vino rota sin comentario alguno, y Hamish lo envió a la cama.
Cuando Jordan se hubo retirado, Hamish observó el tablero e hizo su última jugada.
—Jaque mate.
Matthew dejó escapar un suspiro y se echó hacia atrás en su asiento, con la mirada fija en el tablero de ajedrez. Su reina estaba rodeada por sus propias piezas: peones, un caballo y una torre. En el otro lado del tablero, un humilde peón negro había dado jaque mate a su rey. La partida había finalizado, y él había perdido.
—El juego es algo más que proteger a la reina —comentó Hamish—. ¿Por qué te resulta tan difícil recordar que el rey es la pieza no sacrificable?
—El rey se limita a estar ahí, moviéndose un escaque cada vez. La reina puede moverse con toda libertad. Supongo que prefiero perder la partida antes que sacrificar su libertad.
Hamish se preguntó si estaba hablando del ajedrez o de Diana.
—¿Vale la pena ese coste por ella, Matt? —preguntó en voz baja.
—Sí —respondió Matthew sin un momento de titubeo, levantando a la reina blanca del tablero para sostenerla entre los dedos.
—Eso me ha parecido —confirmó Hamish—. No te das cuenta ahora, pero tienes suerte de haberla encontrado por fin.
Al vampiro le brillaron los ojos y en su boca apareció una sonrisa torcida.
—Pero ¿es una suerte para ella, Hamish? ¿Tiene suerte de tener una criatura como yo tras ella?
—Eso depende de ti. Pero recuerda…: nada de secretos. No, si la amas.
Matthew observó el rostro sereno de su reina, con sus dedos envolviendo protectores la pequeña figura tallada.
Todavía seguía sosteniéndola cuando salió el sol, mucho después de que Hamish se hubiera ido a dormir.
10
T
odavía tratando de eliminar de mis hombros el hielo dejado por la mirada de Matthew, abrí la puerta de mis habitaciones. Dentro, el contestador automático me dio la bienvenida con un número trece que titilaba. Había otros nueve mensajes en el buzón de voz de mi móvil. Todos eran de Sarah y reflejaban una creciente preocupación por lo que su sexto sentido le decía que estaba ocurriendo en Oxford.
Incapaz de enfrentarme a mis excesivamente videntes tías, bajé el volumen del contestador automático, desconecté el sonido de ambos teléfonos y me metí en la cama, agotada.
A la mañana siguiente, cuando pasé por delante de la portería para ir a correr, Fred me mostró, agitándolo en el aire, un montón de papelitos con mensajes.
—¡Los recogeré después! —grité, y él alzó el pulgar a modo de respuesta.
Mis pies golpearon la tierra de los conocidos senderos a través de los campos y pantanos del norte de la ciudad. El ejercicio me ayudaba a mantener alejados tanto mi sensación de culpa por no llamar a mis tías como el recuerdo del frío rostro de Matthew.