—No puedes verlo desde aquí —aclaró Clairmont, riéndose. Bajó su ventanilla y marcó una serie de números en un teclado. Se oyó un sonido y los portones se abrieron.
La grava crujió bajo los neumáticos cuando pasamos por otra entrada todavía más antigua que la primera. No había allí portones con herrajes que se desplazaban, sino sólo un pasaje abovedado en medio de muros de ladrillo que eran mucho más bajos que los que daban a la carretera de Woodstock. El túnel tenía una diminuta sala encima, con ventanas por todos lados como una linterna. A la izquierda de la puerta aparecía una magnífica torre con la entrada de ladrillos con chimeneas retorcidas y vidrieras. Una pequeña placa de bronce con bordes oxidados decía: EL VIEJO PABELLÓN.
—Qué bonito —susurré.
—Me imaginé que te gustaría. —El vampiro parecía contento.
En medio de la oscuridad cada vez más intensa, entramos en un parque. Una pequeña manada de ciervos huyó veloz al escuchar el ruido del coche para saltar hacia las protectoras sombras mientras los faros del Jaguar iluminaban la zona. Ascendimos por una suave inclinación del terreno y giramos en una curva del sendero de la entrada. El coche disminuyó la velocidad a paso de tortuga al llegar a la cima de la elevación y los faros penetraron la oscuridad.
—Allí —dijo Clairmont, señalando con su mano izquierda.
Una casa de dos pisos estilo Tudor rodeaba un patio central. Sus ladrillos brillaban gracias a poderosos reflectores cuya luz se abría paso por entre las ramas de los robles retorcidos para iluminar la fachada del edificio.
Me quedé tan asombrada que se me escapó una imprecación. Clairmont me miró sin comprender; luego se rió entre dientes.
Llevó el coche por el sendero circular del frente y aparcó detrás de un Audi deportivo último modelo. Había ya una docena de vehículos allí, y más faros seguían apareciendo por la elevación del terreno.
—¿Estás seguro de que mi nivel será suficiente? —Yo practicaba yoga desde hacía más de una década, pero eso no quería decir que fuera una experta. Nunca se me ocurrió preguntar si aquélla era una de esas clases donde la gente hacía equilibrio sobre un antebrazo con los pies suspendidos en el aire.
—Es una clase para todos los niveles —me aseguró.
—Está bien. —Mi ansiedad subió un punto, a pesar de su tranquilizadora respuesta.
Clairmont sacó nuestras esterillas de yoga del maletero. Con movimientos lentos, mientras los últimos en llegar se dirigían a la amplia entrada, llegó finalmente hasta mi puerta y estiró la mano. «Esto es nuevo», pensé antes de poner mi mano sobre la suya. Todavía no me sentía del todo cómoda cuando nuestros cuerpos entraban en contacto. Su piel era notablemente fría y el contraste entre nuestras temperaturas corporales me desconcertó.
El vampiro me sostuvo delicadamente la mano y tiró con suavidad para ayudarme a bajar del coche. Antes de soltarme, me dio un ligero apretón alentador. Estupefacta, lo miré a los ojos y lo sorprendí haciendo lo mismo. Ambos apartamos la mirada desconcertados.
Entramos en la casa por otra puerta de arco y accedimos a un patio central. La mansión estaba en un asombroso estado de conservación. No se había permitido que arquitectos posteriores abrieran simétricas ventanas georgianas o añadieran recargados invernaderos victorianos al edificio. Parecía que retrocedíamos en el tiempo.
—Increíble —murmuré.
Clairmont sonrió y me condujo por una gran puerta de madera abierta de par en par, sostenida con topes de hierro. Me quedé con la boca abierta. El exterior era extraordinario, pero el interior era impresionante. Kilómetros de paneles de madera tallada se extendían en todas direcciones, pulidos y brillantes. Alguien había encendido un fuego en la enorme chimenea de aquella sala. Una única mesa y algunos bancos parecían tan antiguos como la casa, y la luz eléctrica era la única prueba de que estábamos en el siglo XXI.
Había hileras de zapatos delante de los bancos y montones de jerséis y abrigos cubrían sus oscuras superficies de roble. Clairmont dejó sus llaves sobre la mesa y se quitó los zapatos. Me quité los míos con los pies y lo seguí.
—¿Recuerdas que te acabo de decir que ésta era una clase para todos los niveles? —preguntó el vampiro cuando llegamos a una puerta que aparecía en medio de los paneles de madera. Levanté la vista y asentí con la cabeza—. Lo es. Pero sólo hay una manera de entrar en esta habitación…: tienes que ser uno de nosotros.
Abrió la puerta. Docenas de ojos curiosos se movieron, buscaron y quedaron fijos en dirección a mí. La habitación estaba llena de daimones, brujas y vampiros. Estaban sentados sobre colchonetas de brillantes colores —algunos con las piernas cruzadas, otros arrodillados— esperando a que comenzara la clase. Algunos de los daimones tenían auriculares metidos en las orejas. Las brujas chismorreaban produciendo un murmullo regular. Los vampiros estaban sentados en silencio y sus caras no mostraban demasiada emoción.
Abrí la boca con un gesto de sorpresa.
—Lo siento —se disculpó Clairmont—. Tenía miedo de que no vinieras si te lo decía… y de verdad es la mejor clase que hay en Oxford.
Una bruja alta de pelo corto, negro azabache, y piel color café con leche se acercó a nosotros, y el resto de los allí presentes se volvió para reanudar sus meditaciones silenciosas. Clairmont, que se había puesto ligeramente tenso cuando entramos, se relajó de manera visible cuando la bruja se aproximó a nosotros.
—Matthew —su voz ronca estaba marcada con un ligero acento indio—, bienvenido.
—Amira. —Movió la cabeza a manera de saludo—. Ésta es la mujer de la que te hablé, Diana Bishop.
La bruja me miró detenidamente mientras sus ojos recorrían cada detalle de mi rostro. Sonrió.
—Diana, mucho gusto. ¿Eres nueva en esto del yoga?
—No. —Mi corazón latió con una nueva oleada de ansiedad—. Pero es la primera vez que vengo aquí.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—Bienvenida al Viejo Pabellón.
Me pregunté si allí alguien sabía algo del Ashmole 782, pero no había ni un rostro conocido y la atmósfera en la sala era relajada y abierta, sin nada de la habitual tensión entre las criaturas.
Una mano cálida y firme envolvió mi muñeca, y mi corazón de inmediato latió más lentamente. Miré a Amira sorprendida. ¿Cómo había hecho eso?
Me soltó la muñeca y mi pulso siguió estable.
—Creo que tú y Diana estaréis más cómodos aquí —le dijo a Clairmont—. Acomodaos y empezamos.
Desenrollamos nuestras esterillas en la parte posterior de la sala, cerca de la puerta. No había nadie inmediatamente a mi derecha, pero más allá, después de un pequeño espacio libre, había dos daimones sentados en la postura del loto con los ojos cerrados. Sentí un hormigueo en el hombro. Me sobresalté, preguntándome quién me estaría mirando. Esa sensación desapareció rápidamente.
«Lo siento», dijo una voz culpable muy claramente dentro de mi cráneo.
La voz venía de la parte delantera de la sala, de la misma dirección que había venido el hormigueo. Amira frunció un poco el ceño mirando a alguien en la primera fila antes de hacer que todos le prestaran atención.
Por pura costumbre, mi cuerpo se dobló obedientemente en una postura de piernas cruzadas cuando ella empezó a hablar, y al cabo de unos segundos Clairmont hizo lo mismo.
—Es el momento de cerrar los ojos. —Amira cogió un pequeño mando a distancia y las suaves notas de un cántico de meditación salieron de las paredes y del techo. El sonido parecía medieval y uno de los vampiros suspiró con felicidad.
Recorrí el lugar con la mirada, distraída por el ornamentado artesonado de lo que en el pasado debía de haber sido el gran salón de la mansión.
—Cierra los ojos —sugirió Amira otra vez con suavidad—. Puede ser difícil abandonar nuestras inquietudes, nuestras preocupaciones, nuestros egos. Ésa es la razón por la que estamos aquí esta noche.
Las palabras resultaban familiares —había escuchado variaciones sobre ese tema antes, en otras clases de yoga—, pero adquirían un nuevo significado en esta sala.
—Estamos aquí esta noche para aprender a administrar nuestra energía. Nos pasamos todo el tiempo esforzándonos y tratando de ser algo que no somos. Dejemos que esos deseos se alejen. Respetemos lo que cada uno de nosotros es.
Amira nos guió en algunos suaves estiramientos y nos hizo poner de rodillas para calentar la columna vertebral antes de desplazar la espalda hacia la postura del perro boca abajo. Mantuvimos la postura durante algunas respiraciones antes de llevar las manos a los tobillos y ponernos de pie.
—Los pies echan raíces en la tierra —fue la siguiente instrucción—, adoptemos la postura de la montaña.
Me concentré en mis pies y sentí una inesperada sacudida del suelo. Abrí los ojos desmesuradamente.
Seguimos a Amira cuando empezó con sus
vinyasas
. Alzamos los brazos hacia el techo antes de bajarlos de nuevo para poner las manos cerca de los pies. Nos pusimos a medias de pie, con la espalda paralela al suelo, antes de inclinarnos y echar nuestras piernas hacia atrás en posición para hacer flexiones. Docenas de daimones, vampiros y brujas hacían subir y bajar sus cuerpos en elegantes curvas. Continuamos doblándonos y levantándonos, llevando una vez más los brazos por encima de la cabeza hasta unir ligeramente las palmas. Luego Amira nos liberó para que nos moviéramos libremente. Apretó un botón en el mando a distancia del equipo de música y una versión lenta y melódica de
Rocket Man
de Elton John inundó la sala.
La música era curiosamente apropiada, y repetí los conocidos movimientos siguiendo el ritmo, dirigiendo la respiración hacia mis músculos tensos y dejando que el flujo de la clase empujara fuera de mi cabeza todo pensamiento. Después de haber empezado la serie de posturas por tercera vez, la energía en la habitación cambió.
Tres brujas estaban flotando unos treinta centímetros por encima de las tablas del suelo de madera.
—Permanezcan en el suelo —dijo Amira en un tono neutro.
Dos de ellas regresaron tranquilamente al suelo. La tercera tuvo que bajar la cabeza para volver, y aun así sus manos llegaron al suelo antes que los pies.
Tanto los daimones como los vampiros estaban teniendo problemas con el ritmo. Algunos de los daimones se estaban moviendo tan lentamente que me pregunté si no estarían atascados. A los vampiros les pasaba lo contrario: sus fuertes músculos se contraían para luego saltar con súbita fuerza.
—Con suavidad —murmuró Amira—. No hay necesidad de empujar ni de hacer esfuerzos.
Poco a poco, la energía de la sala se asentó otra vez. Amira nos condujo a través de una serie de posturas de pie. En esto los vampiros se sentían evidentemente cómodos, capaces como eran de mantenerlas durante varios minutos sin ningún esfuerzo. Al cabo de un rato, ya no me importó ni quién estaba en la sala conmigo ni si yo podía estar o no a la altura de los demás. Sólo existía el momento y el movimiento.
Cuando nos echamos en el suelo para los arcos hacia abajo y las inversiones, todos estábamos empapados, menos los vampiros, que ni siquiera sudaban lo más mínimo. Algunos llevaron a cabo temerarias posturas de equilibrio sobre los brazos y las manos, pero yo no pude. Quien sí lo hizo fue Clairmont. En un momento pareció estar tocando el suelo sólo con la oreja y todo su cuerpo permanecía perfectamente equilibrado sobre él.
La parte más difícil de cualquier práctica para mí era la postura final,
savasana,
la postura del cadáver. Me resultaba casi imposible permanecer echada inmóvil sobre mi espalda. El hecho de que todos los demás encontraran que eso era relajante no hizo más que aumentar mi ansiedad. Permanecí tendida lo más serenamente posible, con los ojos cerrados, tratando de no moverme en lo más mínimo. Unos pies hicieron un leve ruido al moverse entre el vampiro y yo.
—Diana —susurró Amira—, esta postura no es para ti. Ponte de costado.
Abrí de golpe los ojos. Miré a los grandes ojos negros de la bruja, molesta porque hubiera descubierto mi secreto.
—Hazte un ovillo. —Perpleja, obedecí. Mi cuerpo se relajó instantáneamente. Me dio una palmadita en el hombro—. Mantén también los ojos abiertos.
Me había vuelto hacia Clairmont. Amira había bajado las luces, pero el brillo de la piel luminosa de Matthew me permitió ver claramente sus facciones.
De perfil parecía un caballero medieval tendido encima de una tumba en la abadía de Westminster: piernas largas, torso largo, brazos largos y un rostro excepcionalmente fuerte. Había algo antiguo en su aspecto, aunque parecía ser apenas unos años mayor que yo. Mentalmente seguí la línea de su frente con un dedo imaginario, que comenzó lentamente desde la desigual línea del pelo hasta el prominente hueso sobre el ojo con sus cejas gruesas y negras. Mi dedo imaginario llegó hasta la punta de su nariz y el arco de sus labios.
Conté mientras él respiraba. Al llegar a doscientos su pecho se elevó. No exhaló hasta mucho, mucho tiempo después.
Finalmente Amira nos dijo que ya era hora de reincorporarse al mundo exterior. Matthew se volvió hacia mí y abrió los ojos. Su rostro se suavizó, y el mío hizo lo mismo. Había movimiento por todas partes a nuestro alrededor, pero lo socialmente correcto no ejercía ningún efecto en mí. Permanecí donde estaba, mirando a un vampiro a los ojos. Matthew esperó, completamente inmóvil, observándome mientras yo lo miraba. Cuando me incorporé, la sala giró a causa del súbito movimiento de la sangre por todo mi cuerpo.
Por fin, la sala dejó de moverse y la sensación de mareo desapareció. Amira dio por finalizada la práctica con un cántico y tocó unas diminutas campanitas de plata que estaban atadas a sus dedos. La clase había terminado.
Se produjeron gentiles murmullos en toda la sala mientras los vampiros saludaban a sus congéneres y las brujas y brujos hacían lo mismo. Los daimones eran más entusiastas y concertaban citas para encuentros de medianoche en los clubes de Oxford, preguntando dónde se podía escuchar el mejor jazz. Me di cuenta, con una sonrisa, de que seguían a la energía, y recordé la descripción de Agatha sobre aquello que arrastraba el alma de un daimón. Dos banqueros de inversiones de Londres —ambos vampiros— estaban hablando de una racha de homicidios sin resolver en la capital. Pensé en Westminster y sentí un chispazo de inquietud. Matthew los miró con el ceño fruncido, y ellos, entonces, empezaron a organizar la agenda del día siguiente.