—¿Sí? —Yo había empezado a dirigirme hacia la zona de aparcamiento del
college.
—Es por aquí —dijo, señalando en dirección contraria.
Matthew me condujo hasta un pequeño lugar amurallado. Un Jaguar negro, bajo, estaba aparcado debajo de un cartel amarillo brillante que indicaba: ESTÁ TERMINANTEMENTE PROHIBIDO APARCAR AQUÍ. El vehículo tenía un permiso del hospital John Radcliffe colgado del espejo retrovisor.
—Ya veo —dije, poniéndome las manos sobre las caderas—, aparcas prácticamente donde te da la gana.
—Normalmente soy un buen ciudadano cuando se trata del aparcamiento, pero el tiempo de esta mañana me hizo pensar que podía hacer una excepción —dijo Matthew a la defensiva. Estiró su largo brazo junto a mí para abrir la puerta. El Jaguar era un modelo antiguo, desprovisto de cierre centralizado o un salpicadero de tecnología moderna, pero parecía recién salido de un salón del automóvil. Abrió la puerta y subí. El tapizado de cuero color caramelo se adaptó de inmediato a mi cuerpo.
Nunca había subido a un coche tan lujoso. Las peores sospechas de Sarah sobre los vampiros se confirmarían si supiera que conducían Jaguars mientras ella seguía con un destartalado Honda Civic morado que se había oxidado para adquirir una tonalidad color violeta parduzco como de berenjena asada.
Clairmont condujo por el sendero hacia los portones de Christ Church, donde esperó hasta conseguir sitio en medio del tráfico mañanero, dominado por camiones de reparto, autobuses y bicicletas.
—¿Te apetece desayunar antes de volver a casa? —preguntó con indiferencia aferrado al pulido volante—. Debes de estar hambrienta después de tanto ejercicio.
Ésa era la segunda vez que Clairmont me invitaba a (no) compartir una comida con él. ¿Era aquello una costumbre de los vampiros? ¿Les gustaba observar a los demás mientras comían?
La combinación de vampiros y comidas hizo que mi mente se volviera hacia los hábitos alimenticios del vampiro. Todo el mundo sabía que se alimentaban de sangre humana. Pero ¿eso era lo único que comían? Ya no estaba tan segura de que ir en coche con un vampiro fuera una buena idea. Me subí el cierre del cuello del jersey de lana y me acerqué un poco más a la puerta.
—¿Entonces? —insistió.
—Podría comer algo —admití vacilante—, y mataría por un poco de té.
Asintió con la cabeza y volvió sus ojos hacia el tráfico.
—Conozco el sitio adecuado.
Clairmont condujo colina arriba y giró a la derecha por High Street. Pasamos junto a la estatua de la mujer de Jorge II de pie bajo la cúpula del Queen’s College, para luego dirigirnos hacia el Jardín Botánico de Oxford. Desde el encierro silencioso del coche, Oxford parecía todavía más misteriosa que de costumbre, con sus chapiteles y torres destacándose repentinamente en medio del silencio y la niebla.
Íbamos sin hablar, y el silencio de él me hizo darme cuenta de lo mucho que me movía yo, constantemente parpadeando, respirando y moviéndome en mi sitio. Clairmont permanecía quieto. Nunca parpadeaba y rara vez respiraba, y cada movimiento que hacía para girar el volante o para apretar los pedales era lo más pequeño y eficaz posible, como si su larga vida le exigiera ahorrar energía. Me pregunté otra vez cuántos años tendría Matthew Clairmont.
El vampiro aceleró por una calle lateral, para detenerse delante de un pequeño café lleno de clientes que devoraban platos de comida. Algunos estaban leyendo el periódico; otros charlaban con sus vecinos en mesas contiguas. Todos estaban bebiendo enormes tazas de té, advertí con placer.
—No conocía este sitio —confesé.
—Es un secreto bien guardado —dijo con un tono de niño travieso—. No quieren que los profesores universitarios arruinen el ambiente.
Me volví automáticamente para abrir mi puerta del coche, pero antes de que consiguiera tocar el seguro, Clairmont ya estaba allí, abriéndola para que yo bajara.
—¿Cómo has llegado tan rápido? —gruñí.
—Magia —respondió, frunciendo los labios. Aparentemente a Clairmont no le gustaba que las mujeres abrieran ellas mismas las puertas del coche, al igual que tampoco le gustaban las mujeres que discutían con él, según se decía.
—Puedo abrir mi propia puerta perfectamente —repliqué, bajando del coche.
—¿Por qué las mujeres de hoy en día pensáis que es importante que podáis abrir las puertas vosotras mismas? —dijo secamente—. ¿Os parece que es una manifestación de vuestro poderío físico?
—No, pero es una demostración de nuestra independencia. —Allí estaba yo, de pie, con los brazos cruzados, desafiándolo a contradecirme y recordando lo que Chris me había contado sobre el comportamiento de Clairmont con una mujer que había hecho demasiadas preguntas en una conferencia.
Sin decir una palabra, cerró la portezuela del coche detrás de mí y abrió la puerta del café. Me quedé inmóvil en mi sitio, esperando a que él entrara. Una ráfaga de aire cálido y húmedo trajo el olor de grasa de beicon y pan tostado. La boca comenzó a hacérseme agua.
—Eres increíblemente anticuado —afirmé con un suspiro, a la vez que decidía no presentar batalla. Podía abrir puertas para mí esa mañana, siempre y cuando estuviera dispuesto a invitarme a un desayuno caliente.
—Después de ti —murmuró.
Una vez dentro, nos abrimos paso por entre las mesas abarrotadas. La piel de Clairmont, que había parecido casi normal en la niebla, resultaba llamativamente pálida bajo la cruda iluminación del techo del café. Un par de humanos nos miraron cuando pasamos. El vampiro se puso tenso.
No había sido una buena idea ir allí, pensé con inquietud mientras cada vez más ojos humanos nos examinaban.
—¿Qué tal, Matthew? —Una alegre voz de mujer saludó desde el mostrador—. ¿Dos para desayunar?
La cara de él se iluminó.
—Dos, Mary. ¿Cómo está Dan?
—Bien, lo suficiente como para quejarse de que está harto de permanecer en cama. Yo diría que está mejorando.
—¡Cuánto me alegro! —dijo Clairmont—. ¿Podrías conseguir una taza de té para esta señorita tan pronto como sea posible? Amenaza con matar por un poco de té.
—No va a ser necesario, querida —me tranquilizó Mary con una sonrisa—. Aquí servimos el té sin derramamiento de sangre. —Sacó su generoso cuerpo de detrás del mostrador de formica y nos llevó a una mesa situada en un rincón alejado, junto a la puerta de la cocina. Dio un sonoro golpe sobre la mesa con dos cartas recubiertas de plástico—. Aquí estaréis más tranquilos, Matthew. Enviaré a Steph con el té. Quedaos todo el tiempo que queráis.
Clairmont insistió en que me sentara de espaldas a la pared. Él se sentó frente a mí e hizo un tubo con la carta plastificada, dejando que se desenrollara suavemente entre sus dedos, visiblemente tenso. En presencia de otras personas, el vampiro se notaba inquieto e irritable, como le pasaba en la biblioteca. Se sentía mucho más cómodo cuando estábamos los dos solos.
Reconocí el significado de ese comportamiento gracias a mis nuevos conocimientos sobre el lobo noruego. Me estaba protegiendo.
—¿Quién crees que puede ser una amenaza para mí, Matthew? Ya te dije que podía cuidarme a mí misma. —Mi voz salió un poco más áspera de lo que hubiera querido.
—Sí, estoy seguro de que puedes hacerlo —replicó, dudoso.
—Mira —dije, tratando de mantener mi tono normal—, te las has arreglado para…, para mantenerlos alejados de mí, así he podido hacer mi trabajo. —Las mesas estaban demasiado cerca unas de otras como para que yo incluyera más detalles—. Te estoy agradecida por eso. Pero este café está lleno de humanos. El único peligro ahora sería que llames demasiado la atención. Oficialmente, no estás de servicio.
Clairmont inclinó la cabeza en dirección a la caja registradora.
—Ese hombre de allí le ha dicho a su amigo que estás buenísima. —Trató de no darle importancia, pero su rostro se ensombreció. Acallé una risa.
—No creo que vaya a morderme —dije. La piel del vampiro se puso de un color grisáceo—. Por lo que sé del argot británico moderno, «buenísima» es un cumplido, no una amenaza.
Clairmont continuó lanzado miradas irritadas.
—Si no te gusta lo que oyes, deja de escuchar las conversaciones ajenas —señalé, molesta por su actitud de macho protector.
—Eso es más fácil decirlo que hacerlo —sentenció, cogiendo un bote de Marmite.
Una versión más joven y ligeramente más delgada de Mary se acercó con una enorme tetera marrón de cerámica de gres y dos tazas.
—La leche y el azúcar están en la mesa, Matthew —dijo, mirándome con curiosidad.
Matthew hizo las presentaciones necesarias.
—Steph, ésta es Diana. Es de Estados Unidos y está de visita.
—¿De verdad? ¿Vive usted en California? Me encantaría ir a California.
—No, vivo en Connecticut —aclaré, casi disculpándome.
—Ése es uno de los estados pequeños, ¿no? —Steph estaba evidentemente decepcionada.
—Sí. Y nieva.
—A mí me gustan las palmeras y el sol. —Cuando mencioné la nieve, perdió totalmente su interés por mí—. ¿Qué vais a tomar?
—Estoy realmente hambrienta —me justifiqué, y pedí dos huevos revueltos, cuatro tostadas y unas lonchas de beicon.
Steph, que obviamente había escuchado pedidos mucho peores, escribió lo que yo quería sin hacer comentarios y retiró las cartas.
—Para ti sólo té, ¿verdad, Matthew?
Él asintió con la cabeza.
Tan pronto como Steph estuvo lo suficientemente lejos para no oírnos, me incliné sobre la mesa.
—¿Saben quién eres?
Clairmont inclinó su cara hacia delante, a treinta centímetros de la mía. Esa mañana tenía un olor más dulce, como un clavel recién cortado. Aspiré profundamente.
—Saben que soy un poco diferente. Mary tal vez sospeche que soy algo más que un poco diferente, pero está convencida de que le salvé la vida a Dan, así que decidió que no importaba.
—¿Cómo salvaste a su marido? —Se suponía que los vampiros se apoderan de vidas humanas, no que las salvan.
—Me lo encontré cuando estaba de guardia en el Radcliffe un día que había escasez de médicos. Mary había visto un programa en el que se describían los síntomas de la apoplejía, y los reconoció cuando su marido empezó a sufrirlos. Si no hubiera sido por ella, él estaría muerto o gravemente discapacitado.
—Pero ella cree que tú salvaste a Dan, ¿no? —El fuerte perfume del vampiro me estaba mareando. Levanté la tapa de la tetera para reemplazar el olor a claveles por el del tanino del té negro.
—Mary lo salvó la primera vez, pero cuando estaba ingresado en el hospital tuvo una reacción terrible a los medicamentos. Como ya te he dicho, es muy observadora. Cuando le contó sus preocupaciones a uno de los médicos, él las ignoró… Yo la oí por casualidad… e intervine.
—¿Atiendes a pacientes con frecuencia? —Serví a cada uno una taza de té humeante tan fuerte que parecía espeso. Me temblaron ligeramente las manos por el simple hecho de pensar en un vampiro merodeando por las salas del John Radcliffe entre enfermos y heridos.
—No —respondió, jugueteando con la azucarera—, sólo cuando tienen alguna emergencia.
Empujé una de las tazas hacia él y clavé mis ojos en el azucarero. Me lo alcanzó. Me gusta el té negro como el alquitrán con media cucharadita de azúcar y media taza de leche. Una pizca de azúcar sólo para suavizar el amargor, y suficiente leche para hacer que se parezca menos a una sopa. Una vez hecho esto, revolví la infusión en el sentido de las agujas del reloj. Cuando me pareció que no me iba a quemar la lengua, tomé un sorbo. Perfecto.
El vampiro sonrió.
—¿Qué? —pregunté.
—Nunca he visto a nadie que para tomar el té se concentre con tanta atención en los detalles.
—Seguramente no pasas mucho tiempo con buenos bebedores de té. Todo consiste en poder calcular la concentración antes de ponerle el azúcar y la leche. —Su humeante taza seguía delante de él sin que la hubiera probado—. A ti te gusta tomarlo sin nada, por lo que veo.
—El té no es precisamente mi bebida preferida —explicó, bajando ligeramente la voz.
—¿Cuál es tu bebida preferida? —En el mismo instante en que la pregunta salió de mi boca, deseé no haberla pronunciado. Su estado de ánimo pasó de divertido a una furia contenida con los labios apretados.
—¿Tienes que preguntarlo? —replicó mordaz—. Hasta los humanos conocen la respuesta a esa pregunta.
—Lo siento. No debía haberla hecho. —Cogí mi taza, tratando de serenarme.
—Así es: no debiste hacerla.
Bebí mi té en silencio. Ambos levantamos la vista cuando Steph se acercó con una bandeja de tostadas y un plato lleno de huevos y beicon.
—Mi madre cree que usted necesita algunas verduras —explicó Steph cuando abrí los ojos sorprendida ante el montón de champiñones y tomates fritos que acompañaban el desayuno—. Ha dicho que usted parecía una muerta.
—¡Gracias! —exclamé. La crítica de Mary a mi aspecto no afectó en nada mi gratitud por aquella comida suplementaria.
Steph sonrió con ganas y Clairmont me regaló una mínima sonrisa cuando cogí el tenedor y me concentré en el plato.
Todo estaba caliente y con un olor agradable, con un perfecto equilibrio entre el interior derretido y tierno y el exterior frito y crujiente. Aplacada mi hambre, ataqué la bandeja de las tostadas cogiendo el primer triángulo de pan para untar su superficie con mantequilla. El vampiro me observó comer con la misma atención que me había dedicado cuando preparé mi té.
—Dime, ¿por qué ciencia? —propuse, y me metí la tostada en la boca, de forma que no tuviera más remedio que responder.
—¿Y por qué historia? —Su voz sonaba desdeñosa, pero no iba a ponerme a prueba tan fácilmente.
—Tú primero.
—Supongo que tengo que saber por qué estoy aquí —dijo con la mirada fija en la mesa. Estaba construyendo un castillo con foso con el azucarero y un anillo de paquetes azules de edulcorante.
Me quedé paralizada. Era una explicación muy parecida a la que Agatha me había dado el día anterior acerca del Ashmole 782.
—Ésa es una cuestión para filósofos, no para científicos. —Chupé un poco de mantequilla en mi dedo para esconder mi confusión.
Sus ojos brillaron con otra oleada de cólera repentina.
—Tú sabes que no es así…, porque a los científicos eso no les importa realmente.
—Solían estar interesados en los porqués —le recordé, echándole una mirada cautelosa. Sus cambios repentinos de humor realmente asustaban—. Ahora parece que todos están preocupados en el como…: como funciona el cuerpo, como se mueven los planetas.