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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (17 page)

—Entonces yo soy Robert Hooke en esta historia —repliqué—. No necesito ser una leyenda como Newton. —«Igual que mi madre».

—Los miedos de Hooke lo volvieron amargado y envidioso —advirtió Matthew—. Se pasó la vida mirando por encima del hombro y diseñando los experimentos de otras personas. No es manera de vivir.

—No voy a utilizar la magia en mi trabajo —insistí tercamente.

—Tú no eres Hooke, Diana —Matthew dijo con aspereza—. Él era sólo un humano y arruinó su vida tratando de resistirse al atractivo de la magia. Tú eres una bruja. Si haces lo mismo, eso te destruirá.

El miedo comenzó a abrirse camino como un gusano dentro de mis pensamientos, apartándome de Matthew Clairmont. Era seductor, y hacía que pareciera que uno podía ser una criatura sin preocupaciones ni consecuencias. Pero era un vampiro, y no se podía confiar en él. Y además estaba equivocado acerca de la magia. Tenía que estar equivocado. En caso contrario toda mi vida había sido una lucha infructuosa contra un enemigo imaginario.

Además, era culpa mía que yo estuviera asustada. Yo había permitido que la magia entrara en mi vida —en contra de mis propias reglas— y un vampiro se había deslizado hacia dentro con ella. Docenas de criaturas lo habían seguido. Al recordar la manera en que la magia había contribuido a la pérdida de mis padres, sentí el comienzo del pánico en la respiración entrecortada y la quemazón en la piel.

—Vivir sin la magia es la única manera que conozco de sobrevivir, Matthew. —Respiré lentamente para que esos sentimientos no echaran raíces, pero era difícil con los fantasmas de mis padres en la habitación.

—Estás viviendo una mentira, y para colmo, es una mentira poco convincente. Tú crees que pasas por un humano. —El tono de Matthew era aséptico, casi médico—. No engañas a nadie más que a ti misma. Los he visto observándote. Saben que eres diferente.

—Eso es una tontería.

—Cada vez que miras a Sean, haces que se quede mudo.

—Estaba enamorado de mí cuando yo era una estudiante de posgrado —repliqué con desdén.

—Sean todavía sigue enamorado de ti…, pero ésa no es la cuestión. ¿Acaso el señor Johnson es uno de tus admiradores también? Él se siente casi tan mal como Sean, temblando ante el menor cambio en tu humor, y se preocupa si tienes que sentarte en un sitio diferente del habitual. Y no son sólo los humanos. Asustaste a Dom Berno casi hasta matarlo cuando te diste la vuelta y lo miraste furiosa.

—¿Ese monje de la biblioteca? —La incredulidad resonó en mi voz—. ¡Tú lo asustaste, no yo!

—Conozco a Dom Berno desde 1718 —explicó Matthew con cierta ironía—. Y él me conoce demasiado como para tenerme miedo. Coincidimos durante una estancia en la residencia del duque de Chandos, donde él cantaba el papel de Damon en
Acis y Galatea,
de Haendel. Te aseguro que fue tu poder y no el mío el que lo sobresaltó.

—Éste es un mundo humano, Matthew, no un cuento de hadas. Los humanos nos superan en número y nos tienen miedo. Y no hay nada más poderoso que el miedo humano…, más que la magia, más que la fuerza de los vampiros. Nada es más poderoso.

—Tener miedo y negar la realidad es lo que los humanos hacen mejor, Diana, pero ése no es un camino que esté abierto para una bruja.

—Yo no tengo miedo.

—Sí que tienes miedo —insistió en voz baja, poniéndose de pie—. Y creo que es hora de que te lleve a casa.

—Mira —dije, dejando que mi necesidad de información acerca del manuscrito apartara cualquier otro pensamiento—, ambos estamos interesados en el Ashmole 782. Un vampiro y una bruja no pueden ser amigos, pero quizás podamos trabajar juntos.

—No estoy tan seguro. —El tono de Matthew era impasible.

Hicimos el viaje de vuelta a Oxford en silencio. Los humanos se equivocan por completo cuando se trata de vampiros, reflexioné. Para que parezcan seres horribles, los humanos imaginan que están sedientos de sangre. Pero era la actitud distante de Matthew, combinada con sus destellos de cólera y los cambios bruscos en su estado de ánimo, lo que me asustaba.

Cuando llegamos a la entrada del New College, Matthew sacó mi esterilla del maletero.

—Que tengas un buen fin de semana —me deseó sin emoción.

—Buenas noches, Matthew. Gracias por llevarme a clase de yoga. —Mi voz era tan carente de emoción como la suya, y decididamente me negué a mirar atrás, aunque noté sus ojos fríos fijos sobre mí mientras me alejaba.

Capítulo
9

M
atthew cruzó el río Avon sobre los altos arcos del puente. El familiar paisaje de Lanarkshire de colinas escarpadas, cielo oscuro y fuertes contrastes era tranquilizador para él. En esa parte de Escocia poco le resultaba suave o acogedor y su imponente belleza se adecuaba a su estado de ánimo en ese momento. Recorrió a escasa velocidad la avenida de tilos que en otros tiempos había dado acceso a un palacio y ahora ya no conducía a ningún sitio, único vestigio de una vida de grandeza que ya nadie deseaba llevar. Se detuvo en lo que había sido la entrada trasera de un antiguo pabellón de caza, donde la áspera piedra marrón contrastaba fuertemente con la fachada de estuco color crema. Bajó del Jaguar y sacó su equipaje del maletero.

La acogedora puerta blanca del pabellón se abrió.

—Tienes un aspecto horrible. —Un daimón enjuto pero fibroso de pelo oscuro, chispeantes ojos castaños y nariz aguileña apareció con la mano sobre el picaporte e inspeccionó a su mejor amigo de pies a cabeza.

Hamish Osborne había conocido a Matthew Clairmont en Oxford hacía casi veinte años. Como la mayoría de las criaturas, habían aprendido a temerse mutuamente y no estaba seguro de cómo actuar. Ambos se hicieron inseparables cuando se dieron cuenta de que compartían un sentido del humor similar y la misma pasión por las ideas.

En el rostro de Matthew apareció primero una chispa de ira y luego resignación.

—Yo también estoy encantado de verte —saludó con rudeza, mientras dejaba caer sus maletas junto a la puerta. Respiró el olor fresco y puro de la casa, con sus matices de estuco y madera antiguos, así como el aroma único a lavanda y menta de Hamish. El vampiro estaba desesperado por hacer que el olor a bruja desapareciera de su nariz.

Jordan, el mayordomo humano de Hamish, apareció silenciosamente, trayendo consigo el perfume a limón de la cera de los muebles y el olor a almidón. No consiguió que el olor a madreselva y malva de Diana desapareciera completamente de la nariz de Matthew, pero ayudó.

—Encantado de verlo, señor —saludó, antes de dirigirse hacia las escaleras con las maletas de Matthew. Jordan era un mayordomo de la vieja escuela. Aunque no hubiera recibido un generoso salario por mantener los secretos de su empleador, nunca le habría revelado a nadie que Osborne era un daimón y que a veces recibía a vampiros en su casa. Eso sería tan inimaginable como dejar traslucir que ocasionalmente se le pedía que sirviera mantequilla de cacahuete y sándwiches de plátano en el desayuno.

—Gracias, Jordan. —Matthew inspeccionó el salón de la planta baja para no tener que mirar a Hamish a los ojos—. Veo que has conseguido un nuevo Hamilton. —Observó embelesado el paisaje poco familiar sobre la pared más lejana.

—Por lo general no te das cuenta de mis nuevas adquisiciones. —Al igual que el de Matthew, el acento de Hamish era principalmente el de Oxford y Cambridge, con un toque diferente. En su caso eran las erres propias de las calles de Glasgow.

—Ya que hablamos de nuevas adquisiciones, ¿cómo está William, tu hermosa clavelina? — William era el nuevo amante de Hamish, un humano tan adorable y sereno que Matthew lo había apodado con el nombre de esa flor de primavera. Y se le había quedado. Hamish lo usaba como una expresión de cariño, y William había empezado a atosigar a los floristas de la ciudad pidiendo macetas de aquellas flores para regalar a los amigos.

—Malhumorado —respondió Hamish con una risa ahogada—. Le había prometido un fin de semana tranquilo en casa.

—Sabes muy bien que no tenías por qué venir. Yo no esperaba que cambiaras tus planes. — Matthew parecía malhumorado también.

—Sí, lo sé. Pero hace mucho que no nos vemos, y Cadzow está precioso en esta época del año.

Matthew le dirigió una dura mirada a Hamish, con evidente incredulidad en su rostro.

—Santo cielo, te mueres por ir de caza, ¿verdad? —fue todo lo que Hamish pudo decir.

—Más de lo que imaginas —respondió el vampiro, con voz entrecortada.

—¿Tenemos tiempo para una copa primero o quieres salir directamente?

—Creo que puedo esperar un poco con una copa —aceptó Matthew, en un tono hiriente.

—Excelente. Tengo una botella de vino para ti y un poco de whisky para mí. —Hamish le había pedido a Jordan que sacara unas botellas de buen vino del sótano poco después de recibir la llamada de Matthew al amanecer. Odiaba beber en soledad, y Matthew se negaba a tocar el whisky—. Entonces puedes decirme por qué tienes tan urgente necesidad de ir de caza este espléndido fin de semana de septiembre.

Hamish lo condujo a través de los suelos brillantes y escaleras arriba hacia su biblioteca. Los cálidos paneles de madera oscura habían sido añadidos en el siglo XIX, arruinando la intención original del arquitecto de proporcionar un lugar aireado y espacioso para que las damas del siglo XVIII esperaran mientras sus maridos se dedicaban al deporte. El techo blanco original todavía se conservaba, adornado con guirnaldas de yeso y ángeles en movimiento, un reproche constante a la modernidad.

Los dos hombres se acomodaron en los sillones de cuero junto a la chimenea, donde un alegre fuego ya estaba alejando el frío del otoño. Hamish le mostró la botella de vino a Matthew, y el vampiro emitió un sonido de agradecimiento.

—Eso me vendrá muy bien.

—Estoy seguro. Los caballeros de Berry Bros. & Rudd me aseguraron que era excelente. — Hamish le sirvió el vino y luego sacó el tapón de su licorera. Con los vasos en la mano, los dos hombres permanecieron sentados en un amistoso silencio.

—Lamento haberte arrastrado a esto —empezó Matthew—. Estoy en una situación difícil. Es… complicado.

Hamish se rió entre dientes.

—Contigo siempre lo es.

A Matthew le gustaba Hamish Osborne, en parte debido a su franqueza y en parte porque, a diferencia de la mayoría de los daimones, era sensato y no se alteraba fácilmente. A lo largo de los años, el vampiro había tenido muchos amigos daimones, prodigiosos y malditos en igual medida. Pasar el tiempo con Hamish era mucho más cómodo. No había ardientes discusiones, ni estallidos de actividad desenfrenada, ni peligrosas depresiones. Compartir el tiempo con Hamish consistía en largos ratos de silencio, seguidos por conversaciones intensamente agudas, todo ello aderezado por su serena manera de enfocar la vida.

Hamish también era diferente en cuanto a su trabajo, que no estaba dentro de las habituales ocupaciones de los daimones, como el arte o la música. Él tenía un don para el dinero…, para hacerlo y para descubrir errores fatales en los mercados financieros internacionales. Usaba la creatividad característica de un daimón aplicándola a las hojas de cálculo en vez de a las sonatas, comprendiendo a la perfección las complejidades del cambio de divisas y con una precisión tan extraordinaria que era consultado por presidentes, monarcas y primeros ministros.

Su predilección por la economía, poco común para un daimón, fascinaba a Matthew tanto como su facilidad para moverse entre humanos. A Hamish le encantaba estar con ellos y sus defectos le resultaban estimulantes más que exasperantes. Era un legado de su infancia pasada en un hogar con un padre corredor de seguros y una madre ama de casa. Después de haber conocido a los imperturbables Osborne, Matthew podía comprender el cariño de Hamish.

El crepitar del fuego y el olor suave del whisky en el aire comenzaron a surtir efecto y el vampiro pudo relajarse. Matthew se inclinó hacia delante, sosteniendo levemente su copa de vino entre los dedos, mientras el líquido rojo destellaba al ser iluminado por el fuego.

—No sé por dónde comenzar —empezó en tono vacilante.

—Por el final, por supuesto. ¿Por qué cogiste el teléfono y me llamaste?

—Tenía que alejarme de alguien con poderes mágicos.

Hamish miró a su amigo durante un instante y advirtió su evidente agitación. Hamish estaba seguro que ese alguien mágico no era un hombre.

—¿Qué es lo que hace que este ser mágico sea tan especial? —preguntó en voz baja.

Matthew lo miró intensamente.

—Todo.

—¡Ah! Tienes un problema, ¿verdad? —El acento escocés de Hamish daba mayor profundidad a su tono entre compasivo y divertido.

Matthew se rió de manera desagradable.

—Se podría decir que sí.

—¿Ese ser mágico tiene nombre?

—Diana. Es historiadora. Y estadounidense.

—La diosa de la caza —comentó Hamish lentamente—. ¿Aparte de su nombre antiguo, es una bruja normal?

—No —respondió Matthew bruscamente—. Todo lo contrario.

—¡Ah, las complicaciones! —Hamish estudió la cara de su amigo en busca de señales de que se estaba calmando, pero vio que Matthew estaba buscando pelea.

—Es una Bishop. —Matthew esperó. Había aprendido que nunca era una buena idea imaginar que el daimón no iba a comprender el significado de una referencia, por muy oscura que ésta fuera.

Hamish se quedó pensativo, rebuscando en el fondo de su mente hasta que encontró lo que estaba buscando.

—¿Como las de Salem, Massachusetts?

Matthew asintió con la cabeza sombríamente.

—Es la última de las brujas Bishop. Su padre es un Proctor.

El daimón soltó un silbido.

—Una bruja por ambos lados, con un distinguido linaje mágico. Tú nunca haces las cosas a medias, ¿verdad? Debe de ser poderosa.

—Su madre lo es. No sé mucho de su padre. Rebecca Bishop, sin embargo…, pero ésa es una historia diferente. A los trece años ya hacía hechizos que la mayoría de las brujas no pueden controlar ni siquiera después de una vida de estudio y experiencia. Y sus habilidades como vidente en la infancia eran asombrosas.

—¿La conoces, Matt? —Hamish tenía que preguntar. Matthew había vivido muchas vidas y en su camino se había cruzado con demasiadas personas como para que su amigo pudiera seguir la pista de todas.

Matthew sacudió la cabeza.

—No. Pero siempre se habla de ella… y a menudo con mucha envidia. Ya sabes cómo son las brujas —explicó, y en su voz apareció el tono ligeramente desagradable que adquiría siempre que se refería a esa especie.

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