—Has ganado, por supuesto.
Matthew salió de la habitación con andar majestuoso y bajó con pasos enérgicos las escaleras a un ritmo considerablemente superior al humano. Jordan miró los brillantes peldaños con preocupación.
—El profesor Clairmont tiene un día difícil, Jordan.
—Eso parece —murmuró el mayordomo.
—Mejor sube otra botella del tinto. Va a ser una noche larga.
Bebieron sus copas en lo que en otro tiempo había sido la zona de recepción del pabellón. Las ventanas daban a los jardines, que todavía estaban dispuestos en ordenados parterres clásicos, a pesar de que sus proporciones no eran las adecuadas para un pabellón de caza. Resultaban demasiado grandiosas, dignas de un palacio, no de un capricho arquitectónico.
Delante de la chimenea, con las bebidas en la mano, Hamish podía por fin abrirse paso hacia el corazón del misterio.
—Háblame de ese manuscrito de Diana, Matthew. ¿Qué es lo que contiene exactamente? ¿El descubrimiento de la piedra filosofal que convierte el plomo en oro? —La voz de Hamish sonaba ligeramente burlona—. ¿Instrucciones sobre cómo inventar el elixir de la vida para poder hacer que la carne mortal se vuelva inmortal?
El daimón detuvo sus bromas en el momento en que Matthew levantó la vista para mirarlo a los ojos.
—No hablas en serio —continuó Hamish en un susurro, con un tono asombrado en su voz. La piedra filosofal era sólo una leyenda, como el Santo Grial y la Atlántida. No podía ser una realidad. Un poco tarde, se dio cuenta de que vampiros, daimones y brujas también se suponía que no eran reales.
—¿Tengo aspecto de estar bromeando? —preguntó Matthew.
—No. —El daimón se estremeció. Matthew siempre había estado convencido de que podía usar sus habilidades científicas para descubrir qué era lo que hacía que los vampiros fueran resistentes a la muerte y a la putrefacción. La piedra filosofal encajaba perfectamente en esos sueños.
—Ése es el libro perdido —aseguró Matthew sombríamente—. Lo sé.
Al igual que la mayoría de las criaturas, Hamish había escuchado lo que se decía. Una leyenda sugería que las brujas habían robado un valioso libro de los vampiros, un libro que contenía el secreto de la inmortalidad. Otra afirmaba que los vampiros habían arrebatado un antiguo libro de hechizos a las brujas y luego lo habían perdido. Algunos susurraban que en realidad no se trataba de un libro de hechizos, sino de un libro introductorio que se ocupaba de los rasgos básicos de las cuatro especies humanoides que existían en la tierra.
Matthew tenía su propia teoría acerca del contenido del libro. La explicación de por qué era tan difícil matar a los vampiros y los relatos de historia antigua de los humanos y de las criaturas eran sólo una pequeña parte del libro.
—¿Realmente crees que este manuscrito de alquimia es el libro que tú dices? —preguntó. Cuando Matthew asintió con la cabeza, Hamish dejó escapar un suspiro al respirar—. Entonces es comprensible por qué las brujas estaban chismorreando. ¿Cómo descubrieron que Diana lo había encontrado?
Matthew se volvió, furioso.
—¿Quién lo sabe y a quién le importa? Los problemas comenzaron cuando no fueron capaces de mantener la boca cerrada.
Hamish recordó una vez más que a Matthew y a su verdadera familia no les gustaban las brujas.
—No fui yo el único que pudo oírlas el domingo. Otros vampiros también lo hicieron. Y luego los daimones intuyeron que algo interesante está ocurriendo y…
—Y ahora Oxford está plagado de criaturas —completó el daimón—. ¡Qué lío! Además están a punto de empezar las clases, ¿no? Los humanos serán los siguientes. Están a punto de regresar en oleadas.
—Y las cosas aún empeoran. —La expresión de Matthew se volvió sombría—. El manuscrito no sólo estaba perdido. Estaba envuelto en un hechizo y Diana lo rompió. Luego lo envió de vuelta a su estantería y no muestra ningún interés por volver a pedirlo. Y no soy el único que espera que lo haga.
—Matthew —intervino Hamish con voz tensa—, ¿estás protegiéndola de otras brujas?
—Ella no parece darse cuenta de su propio poder. Eso la pone en peligro. No puedo permitir que ellas se acerquen a Diana primero. —De pronto, de manera inquietante, Matthew parecía vulnerable.
—Oh, Matt —reaccionó Hamish, sacudiendo la cabeza—. No deberías interferir entre Diana y su propia gente. Eso sólo servirá para causar más problemas. Además —continuó—, ninguna bruja se mostrará abiertamente hostil hacia una Bishop. Su familia es demasiado antigua y distinguida.
En estos tiempos, las criaturas ya no se mataban entre sí, salvo que fuera en defensa propia. En su mundo, la agresión era mal vista. Matthew le había contado a Hamish cómo eran las cosas en otros tiempos, cuando reinaban los odios ancestrales y las
vendettas,
y las criaturas estaban constantemente atrayendo la atención de los humanos.
—Los daimones no están organizados, y los vampiros no se atreverían a contrariarme. Pero en las brujas no se puede confiar. —Matthew se puso de pie y llevó su vino a la chimenea.
—Deja tranquila a Diana Bishop —le aconsejó Hamish—. Además, si ese manuscrito está hechizado, no vas a poder examinarlo.
—Lo haré si ella me ayuda —replicó Matthew en un tono engañosamente tranquilo, con la mirada fija en el fuego.
—Matthew —insistió el daimón, con el mismo tono de voz que usaba para hacerles saber a sus colegas menores que estaban pisando terreno resbaladizo—, deja tranquila a la bruja y al manuscrito.
El vampiro puso su copa de vino cuidadosamente sobre la repisa de la chimenea y se dio la vuelta.
—No creo que pueda hacerlo, Hamish. Estoy… sediento de ella. —El simple hecho de pronunciar esa palabra hizo que su sed aumentara. Cuando su sed tenía un objetivo concreto y se volvía insistente, como en este caso, no podía saciarse con cualquier sangre. Su cuerpo exigía algo más específico. Si pudiera probarla, sentir el sabor de Diana, se sentiría satisfecho y esas penosas ansias se calmarían.
Hamish examinó los hombros tensos de Matthew. No le sorprendía que su amigo deseara a Diana Bishop. Un vampiro tenía que anhelar a otra criatura más que a nadie o a nada para poder aparearse, y esos impulsos echaban sus raíces en el deseo. Hamish tuvo la fuerte sospecha de que Matthew —a pesar de sus vehementes manifestaciones de que era incapaz de encontrar a alguien que le provocara esa clase de sentimiento— estaba deseando aparearse.
—Entonces el verdadero problema al que te enfrentas en este momento no son las brujas, ni es Diana. Y tampoco ningún manuscrito antiguo que podría o no contener las respuestas a tus interrogantes. —Hamish dejó que sus palabras hicieran mella en él antes de continuar—. Te das cuenta de que la estás acechando a ella, ¿verdad?
El vampiro suspiró, aliviado de que aquello hubiera sido dicho en voz alta.
—Lo sé. Me colé por su ventana mientras ella estaba durmiendo. La sigo cuando corre. Resiste mis intentos de ayudarla, y cuanto más se resiste, más sediento me siento. —Tenía una expresión tan perpleja que Hamish tuvo que morderse el interior del labio para evitar sonreír. Las mujeres de Matthew por lo general no se le resistían. Hacían lo que él les ordenaba, deslumbradas por su belleza física y su encanto. No era sorprendente que estuviera fascinado.
—Pero no necesito la sangre de Diana…, no físicamente. No voy a ceder a ese impulso. Estar cerca de ella no tiene por qué ser un problema. —Matthew frunció el ceño inesperadamente—. ¿Qué estoy diciendo? No podemos estar cerca el uno del otro. Llamaríamos la atención.
—No necesariamente.
Tú y yo
pasamos bastante tiempo juntos y a nadie le ha llamado la atención —observó Hamish. Durante los primeros años de su amistad, ambos se habían esforzado por ocultar sus diferencias a las miradas curiosas. Ya atraían bastante la atención de los humanos por separado al ser tan brillantes de forma individual. Cuando estaban juntos, con las cabezas oscuras inclinadas para compartir una broma a la hora de la cena o sentados en el patio interior durante las primeras horas de la mañana con botellas de champán vacías a sus pies, era imposible ignorarlos.
—No es lo mismo. Tú lo sabes muy bien —replicó Matthew, perdiendo la paciencia.
—Ah, sí, me olvidaba. —La cólera de Hamish explotó—. A nadie le importa lo que hacen los daimones. Pero ¿un vampiro y una bruja? Eso sí que es importante.
Vosotros
sois las criaturas que realmente importáis en este mundo.
—¡Hamish! —protestó Matthew—. Ya sabes que ésos no son mis sentimientos.
—Sientes el típico desprecio de los vampiros por los daimones, Matthew. Y también por las brujas, podría añadir. Piensa bien y muy detenidamente en lo que sientes por otras criaturas antes de llevarte a esa bruja a la cama.
—No tengo ninguna intención de llevar a Diana a la cama —afirmó Matthew con acritud.
—La cena está servida, señor. —Jordan llevaba algún tiempo en la entrada, tratando de pasar inadvertido.
—Gracias a Dios —exclamó Hamish, aliviado, abandonando su sillón. El vampiro era más fácil de manejar cuando su atención estaba dividida entre la conversación y otra cosa, fuese cual fuese.
Sentado en el comedor, en un extremo de la enorme mesa diseñada para acoger a un buen número de invitados, Hamish devoró el primero de varios platos mientras Matthew jugueteaba con la cuchara de sopa hasta que su comida se enfrió. El vampiro se inclinó sobre el tazón y olfateó.
—¿Champiñones y jerez? —preguntó.
—Sí. Jordan quería probar algo nuevo, y como tú no podías objetar nada, no me opuse.
Matthew normalmente no necesitaba mucha comida suplementaria en Cadzow Lodge, pero Jordan hacía prodigios con la sopa, y a Hamish no le gustaba comer solo de la misma forma que tampoco le gustaba beber solo.
—Lo siento, Hamish —se disculpó Matthew, contemplando cómo comía su amigo.
—Acepto tus disculpas, Matt —dijo Hamish, deteniendo la cuchara en el aire cerca de su boca—. Pero tú no puedes imaginar lo difícil que es aceptar ser un daimón o una bruja. Con los vampiros el asunto es claro e indiscutible. Uno es un vampiro, y ahí termina todo. Ninguna pregunta, ninguna posibilidad de duda. El resto de nosotros tiene que pararse, observar y preguntarse. Y eso hace que tu superioridad de vampiro sea doblemente difícil de aceptar.
Matthew hacía girar el mango de la cuchara entre sus dedos, como una batuta.
—Las brujas saben que son brujas. No son en absoluto como los daimones —comentó con el ceño fruncido.
Hamish dejó la cuchara ruidosamente y llenó su copa de vino.
—Sabes perfectamente que tener una bruja como progenitora no es ninguna garantía. Uno puede salir perfectamente normal. O puede incendiar su propia cuna. No hay manera de saber si tus poderes van a manifestarse o no, ni cuándo ni cómo va a ocurrir. —A diferencia de Matthew, Hamish tenía una amiga que era bruja. Janine se ocupaba de su pelo, que ahora tenía mejor aspecto, y hacía su propia crema para la piel, que era algo que se acercaba a lo milagroso. Él sospechaba que la brujería tenía algo que ver en ello.
—Pero no es una sorpresa total —insistió Matthew, hundiendo la cuchara en la sopa y moviéndola un poco para enfriarla todavía más—. Diana tiene siglos de historia familiar en los que apoyarse. No se parece en nada a lo que tuviste que pasar como adolescente.
—Lo mío fue sumamente agradable —comentó Hamish, recordando algunas de las historias de adolescencias daimónicas de las que se había ido enterando con el paso de los años.
Cuando Hamish tenía doce años, su vida se puso patas arriba en una sola una tarde. Había empezado a comprender, durante el largo otoño escocés, que era mucho más listo que sus profesores. La mayoría de los niños que llegan a los doce años lo sospechan, pero Hamish lo sabía con una seguridad profundamente inquietante. Reaccionó fingiéndose enfermo para poder faltar a la escuela, y cuando eso ya no le valió como excusa, comenzó a hacer sus trabajos escolares lo más rápidamente que podía y abandonó toda apariencia de normalidad. Desesperado, el director de su escuela mandó llamar a alguien del departamento de Matemáticas de la universidad para que evaluara la inconveniente habilidad de Hamish para solucionar en minutos problemas que sus compañeros de colegio tardaban aproximadamente una semana.
Jack Watson, un daimón joven de la Universidad de Glasgow con el pelo rojo y unos brillantes ojos azules, echó un vistazo al menudo y delicado Hamish Osborne y sospechó que también era un daimón. Después de satisfacer las formalidades de una evaluación común, que dieron como resultado la prueba documental esperada de que Hamish era un prodigio matemático cuya mente no encajaba bien dentro de los parámetros normales, Watson lo invitó a asistir a las clases de la universidad. También le explicó al director que el muchacho no podía ser incluido en una clase normal sin convertirlo en un pirómano o algo igualmente destructivo.
Después de eso, Watson hizo una visita al modesto hogar de los Osborne y explicó a la asombrada familia cómo funcionaba el mundo y exactamente qué clases de criaturas había en él. Percy Osborne, que provenía de una sólida tradición presbiteriana, se resistió a aceptar la idea de que había muchas criaturas sobrenaturales y extraordinarias hasta que su esposa le hizo ver que a él lo habían criado creyendo en brujas… Entonces, por qué rechazaba la existencia de daimones y vampiros? Hamish lloró aliviado, pues ya no se sentía tan tremendamente solo. Su madre lo abrazó con fuerza y le dijo que ella siempre había sabido que él era especial.
Mientras Watson estaba todavía sentado delante de la estufa tomando té y pastel de chocolate con su marido y su hijo, Jessica Osborne pensó que no estaría mal aprovechar la oportunidad para abordar otros aspectos de la vida de Hamish que podrían hacerle sentirse diferente. Sabía que era muy difícil que su hijo se casara con la vecina de al lado, que estaba loca por él. Hamish, por el contrario, se sentía atraído por el hermano mayor de la niña, un muchacho robusto de quince años que podía mandar una pelota de fútbol más lejos que cualquier otro en el vecindario. Ni Percy ni Jack parecieron sentirse ni remotamente sorprendidos o preocupados por esa revelación.
—De todas formas —dijo Matthew finalmente, después de su primer sorbo de sopa templada—, toda la familia de Diana esperaría que ella fuera una bruja…, y lo es, use o no su magia.
—Se me ocurre que eso debe de ser tan desagradable como estar en medio de un grupo de humanos que lo ignoran todo. ¿Puedes imaginar la presión? Por no mencionar la horrible sensación de que tu vida no te pertenece. —Hamish se estremeció—. Preferiría la simple ignorancia.