Gillian dejó escapar una risa desagradable.
—No eran humanos, Diana. Si lo hubieran sido, quienes los mataron habrían sido atrapados y juzgados. —Se agachó, acercando su rostro al mío—. Rebecca Bishop y Stephen Proctor tenían secretos que no mostraban a los otros brujos y brujas. Teníamos que descubrirlos. Sus muertes fueron lamentables, pero necesarias. Tu padre tenía más poder del que jamás imaginamos.
—Deja de hablar de mi familia y de mis padres como si te pertenecieran —le advertí—. Fueron humanos quienes los mataron. —Sentía un zumbido en mis oídos y la frialdad que nos envolvía se iba intensificando.
—¿Estás segura? —susurró Gillian, haciendo que mis huesos se estremecieran de frío—. Como bruja que eres, tú sabes si te miento o no.
Contuve mis gestos, decidida a no mostrar mi confusión. Lo que Gillian había dicho de mis padres no podía ser verdad; sin embargo, no había ninguna de las alarmas sutiles típicas de las relaciones entre brujas que acompañan a las falsedades: la chispa de la cólera, un abrumador sentimiento de desprecio.
—Piensa en lo que les pasó a Bridget Bishop y a tus padres la próxima vez que rechaces una invitación a una reunión del aquelarre —murmuró Gillian, con sus labios tan cerca de mi oreja que sentí su respiración sobre mi piel—. Una bruja no debe mantener secretos con otras brujas. Algo malo sucede cuando eso ocurre.
Gillian se enderezó y me miró fijamente durante unos segundos. El hormigueo que me produjo su mirada se hizo cada vez más molesto durante todo el tiempo que duró. Con la vista puesta en el manuscrito cerrado que tenía delante de mí, me negué a mirarla a los ojos.
En cuanto abandonó la estancia, la temperatura del aire volvió a la normalidad. Cuando mi corazón dejó de latir con fuerza y el zumbido en mis oídos amainó, reuní mis pertenencias con manos temblorosas, deseando con todas mis fuerzas estar ya en mis habitaciones. La adrenalina corría por todo mi cuerpo, y no estaba segura de hasta cuándo iba a poder frenar mi pánico.
Me las arreglé para salir de la biblioteca sin problemas, evitando la mirada severa de Miriam. Si le hacía caso a Gillian, debía protegerme de los celos de mis compañeras las brujas, no del miedo humano. Y la mención a los poderes ocultos de mi padre hizo que algo que recordaba a medias revoloteara en los confines de mi mente, pero se me escapó cuando traté de fijarlo en un sitio el tiempo suficiente como para verlo con claridad.
En la residencia, Fred me llamó desde el puesto de guardia con un montón de correspondencia en la mano. Arriba del todo había un sobre color crema, cargado con una muy perceptible sensación.
Era una nota del director en la que me invitaba a tomar una copa antes de la cena.
En mis habitaciones pensé llamar a su secretaria e inventar una indisposición como pretexto para rechazar la invitación. Mi cabeza daba vueltas y había pocas posibilidades de que pudiera tomar ni siquiera una gota de jerez en aquel estado.
Pero la universidad se había portado espléndidamente cuando solicité una plaza en la residencia. Lo menos que podía hacer era expresar mi agradecimiento de manera personal. Mi sentido de la obligación profesional empezó a ocupar el lugar de la ansiedad provocada por Gillian. Aferrada a mi identidad de académica como a un bote salvavidas, decidí demostrar mi gratitud al director.
Después de cambiarme, me dirigí a las habitaciones privadas del director y toqué el timbre. Un miembro del personal de la universidad abrió la puerta y me hizo entrar para conducirme al salón.
—Hola, doctora Bishop. —Los ojos azules con arrugas en los extremos de Nicholas Marsh, su pelo blanco como la nieve y las mejillas rojas y redondas lo hacían parecerse a Santa Claus. Tranquilizada por su calidez y fortalecida con un sentido del deber profesional, sonreí.
—Profesor Marsh —cogí la mano que me tendía—, gracias por invitarme.
—Me temo que debía haberlo hecho hace tiempo. Como usted sabe, estaba en Italia.
—Sí, el tesorero me lo dijo.
—Entonces me ha perdonado por no haberla atendido durante tanto tiempo —dijo—. Espero poder compensarla presentándole a un viejo amigo mío que está en Oxford durante unos días. Es un escritor muy conocido y sus libros tratan sobre temas que pueden interesarle.
Marsh se hizo a un lado y pude ver una sólida cabeza con pelo castaño salpicado de gris y la manga de una chaqueta de
tweed
marrón. Me quedé paralizada y confundida.
—Venga. Le presento a Peter Knox —dijo el director, tomándome gentilmente por el codo—. Él conoce bien su trabajo.
Allí estaba el mago. Por fin reconocí aquello que se me estaba escapando. El nombre de Knox estaba en los artículos periodísticos sobre los homicidios de vampiros. Era el experto a quien la policía había llamado para examinar las muertes que tenían un toque de ocultismo. Los dedos empezaron a picarme.
—Doctora Bishop —saludó Knox, tendiendo la mano—. La he visto en la Bodleiana.
—Sí, eso parece. —Tendí mi mano y me sentí aliviada al ver que no salían chispas de ella. Nos dimos las manos tan brevemente como fue posible.
Las puntas de sus dedos de la mano derecha emitieron un ligero destello, un diminuto movimiento de piel y huesos que ningún humano habría notado. Me recordó a mi infancia, cuando las manos de mi madre hacían lo mismo cuando amasaba bollos o doblaba la ropa limpia. Cerré los ojos y me preparé para alguna efusión de magia.
El teléfono sonó.
—Me temo que debo atender esa llamada —se disculpó Marsh—. Por favor, tomen asiento.
Me senté lo más lejos que pude de Knox, en una silla de madera de respaldo recto generalmente reservada para los jóvenes estudiantes del
college
que habían cometido alguna falta.
Knox y yo permanecimos en silencio mientras Marsh murmuraba y dejaba escapar chasquidos de desaprobación al teléfono. Apretó un botón en la consola y se acercó, con un vaso de jerez en la mano.
—Es el vicerrector. Dos novatos han desaparecido —explicó, usando la palabra de la jerga universitaria para los estudiantes recién llegados—. Ustedes dos conversen mientras me ocupo de esto en mi estudio. Por favor, discúlpenme.
Se oyó cómo se abrían y cerraban unas puertas, y voces amortiguadas conferenciaron en el pasillo antes de que se produjera el silencio.
—¿Estudiantes perdidos? —exclamé inexpresiva. Seguramente Knox había tramado con su magia tanto la crisis como la llamada telefónica que había hecho que Marsh debiera ausentarse.
—No comprendo, doctora Bishop —murmuró Knox—. Parece lamentable que la universidad pierda a dos muchachos. Por otra parte, esto nos da la oportunidad de hablar en privado.
—¿Y de qué tenemos que hablar? —Olí mi jerez y recé por el regreso del director.
—De muchas cosas.
Miré hacia la puerta.
—Nicholas estará muy ocupado hasta que terminemos.
—Terminemos pronto con esto entonces, así el director podrá volver a disfrutar su jerez.
—Como usted quiera —aceptó Knox—. Dígame por qué ha venido a Oxford, doctora Bishop.
—Por la alquimia. —Estaba dispuesta a responder a las preguntas de aquel hombre, aunque no fuera más que para hacer que Marsh regresara a la habitación, pero no iba a decirle más de lo necesario.
—Usted tenía que haber sabido que el Ashmole 782 estaba hechizado. Nadie, aunque no tuviera ni una gota de sangre Bishop en sus venas, podría no haberse dado cuenta. ¿Por qué lo devolvió usted? —La mirada en los ojos castaños de Knox era penetrante. Quería el manuscrito tanto como Matthew Clairmont, e incluso más.
—Había terminado de trabajar con él. —Me resultaba difícil mantener mi voz en calma.
—¿No hubo nada en el manuscrito que despertara su interés?
—Nada.
Peter Knox torció la boca en una fea expresión. Él sabía que yo estaba mintiendo.
—¿Ha compartido usted sus observaciones con el vampiro?
—Supongo que se refiere usted al profesor Clairmont. —Cuando las criaturas se negaban a usar nombres propios, era una manera de negar que aquellos que no eran como uno fueran sus iguales.
Knox abrió los dedos otra vez. Cuando pensaba que iba a apuntarme con ellos, él, en cambio, los apretó alrededor de los brazos de su silla.
—Todos respetamos a su familia y lo que ustedes han soportado. Sin embargo, se ha cuestionado su relación poco ortodoxa con esa criatura. Usted está traicionando su linaje ancestral con este comportamiento autocomplaciente. Eso debe terminar.
—El profesor Clairmont es un colega profesional —señalé, llevando la conversación lejos de mi familia—, y no sé nada acerca del manuscrito. Sólo estuvo en mis manos durante unos minutos. Sí, yo sabía que estaba hechizado. Pero eso era irrelevante por lo que a mí se refería, ya que lo había pedido para estudiar su contenido.
—El vampiro está intentando poseer ese libro desde hace más de un siglo —dijo Knox con voz cruel—. No se puede permitir que lo consiga.
—¿Por qué? —Aunque ocultaba mi enojo, mi voz se quebró—. ¿Porque pertenece a las brujas? Los vampiros y los daimones no pueden hechizar objetos. Una bruja lanzó un hechizo a ese libro, y ahora está otra vez dominado por el mismo hechizo. ¿Qué es lo que le preocupa?
—Posiblemente más de lo que usted podría comprender, doctora Bishop.
—Estoy segura de que puedo estar a la altura,
señor
Knox —le respondí. Knox tensó la boca con un gesto de desagrado cuando enfaticé su posición fuera del mundo académico. Cada vez que el mago usaba mi título, su formalidad me sonaba a burla, como si estuviera tratando de indicar que era él, y no yo, el verdadero experto. Yo podía no utilizar mi poder, pero ser tratada con esa condescendencia por aquel mago me resultaba intolerable.
—Me preocupa que usted (una Bishop) esté en contacto con un vampiro. —Levantó las manos, mientras a mis labios asomaba una protesta—. No nos insultemos mutuamente con más mentiras. En lugar de la repugnancia natural que debe sentir por ese animal, usted siente gratitud.
Permanecí en silencio, furiosa.
—Y estoy preocupado porque estamos peligrosamente cerca de atraer la atención de los humanos —continuó.
—He intentado que las criaturas se fueran de la biblioteca.
—¡Ah, pero no se trata sólo la biblioteca! Un vampiro está dejando cadáveres secos, sin sangre, en Westminster. Los daimones están increíblemente nerviosos, más vulnerables que nunca a su propia demencia y a las oscilaciones de energía en el mundo. No podemos permitirnos atraer la atención sobre nosotros.
—Usted les dijo a los periodistas que no había nada sobrenatural en esas muertes.
Knox no podía creer lo que estaba escuchando.
—No esperará usted que yo les cuente todo a los humanos, ¿verdad?
—Uno espera eso, en realidad; sobre todo si le están pagando.
—Usted no sólo es autocomplaciente, además es estúpida. Eso me sorprende, doctora Bishop. Su padre era famoso por su sentido común.
—He tenido un día muy largo. ¿Eso es todo? —Me puse de pie bruscamente y me dirigí hacia la puerta. Incluso en circunstancias normales, me resultaba difícil escuchar a cualquiera, excepto a Sarah y Em, hablar de mis padres. En ese momento, después de las revelaciones de Gillian, había algo casi obsceno en ello.
—No, no es todo —replicó Knox en un tono desagradable—. Lo que más me intriga en este momento es la cuestión de cómo una bruja ignorante y sin entrenamiento de ninguna clase se las arregló para romper un hechizo que ha desafiado los esfuerzos de aquellos mucho más hábiles de lo que usted llegará a ser nunca.
—Así que por eso todos ustedes me están vigilando. —Me senté, con la espalda apretada contra las tablillas de la silla.
—No se muestre tan satisfecha consigo misma —dijo secamente—. Su éxito podría obedecer a una mera coincidencia…, una reacción de aniversario relacionada con el momento en que fue lanzado el primer hechizo. El paso del tiempo puede interferir con la brujería, y los aniversarios son momentos particularmente volátiles. Usted no ha tratado de recordarlo todavía, pero cuando lo haga podría ocurrir que no venga tan fácilmente como la primera vez.
—¿Y qué aniversario estaríamos celebrando?
—El sesquicentenario.
Me había preguntado en primer lugar por qué razón una bruja le haría un hechizo al manuscrito. Pero seguramente alguien tenía que haber estado buscándolo desde hacía tantos años también. Palidecí.
Volvíamos de nuevo a Matthew Clairmont y su interés por el Ashmole 782.
—Ha logrado ponerse a la altura de las circunstancias, ¿no? La próxima vez que usted vea a su vampiro, pregúntele qué estaba haciendo en el otoño de 1859. Dudo que le diga la verdad, pero podría revelarle lo suficiente como para que usted lo descubra por su cuenta.
—Estoy cansada. ¿Por qué no me dice, de brujo a bruja, cuál es su interés en el Ashmole 782? —Ya me había enterado de por qué los daimones querían el manuscrito. Incluso Matthew me había dado alguna explicación. La fascinación de Knox por él era una pieza que faltaba en el rompecabezas.
—Ese manuscrito nos pertenece —dijo Knox con ferocidad—. Somos las únicas criaturas que pueden comprender sus secretos y las únicas en las que se puede confiar para que no los divulguen.
—¿Qué hay en el manuscrito? —insistí. Mi irritación por fin salía la luz.
—Los primeros hechizos jamás formulados. Descripciones de los encantamientos que mantienen entero al mundo. —El rostro de Knox se volvió soñador—. El secreto de la inmortalidad. Cómo las brujas hicieron al primer daimón. Cómo los vampiros pueden ser destruidos de una vez por todas. —Sus ojos se clavaron en los míos—. Es la fuente de todo nuestro poder, pasado y presente. No se puede permitir que caiga en manos de los daimones, ni de los vampiros… ni de los humanos.
Los acontecimientos de esa tarde me estaban afectando, y tuve que apretar las rodillas para evitar que temblaran.
—Nadie podría poner toda esa información en un solo libro.
—La primera bruja lo hizo —replicó Knox—. Y sus hijos e hijas también, a lo largo de los años. Es nuestra historia, Diana. Seguramente usted quiere protegerla de ojos entrometidos.
El director entró en la habitación como si hubiera estado esperando junto a la puerta. La tensión era sofocante, pero él parecía alegremente ajeno a ella.
—Cuánto alboroto por nada. —Marsh sacudió su cabeza blanca—. Los novatos cogieron sin permiso una barca. Los han encontrado atascados debajo de un puente y un poco alterados por el vino, totalmente encantados con su situación. Podría salir un idilio de todo ello.