Todos tenían que pasar en fila junto a nosotros para marcharse. Las brujas y los brujos nos saludaron con la cabeza, llenos de curiosidad. Hasta los daimones nos miraron a los ojos, sonriendo e intercambiando miradas significativas. Los vampiros evitaron mirarme directamente, pero todos saludaron a Clairmont.
Al final, sólo Amira, Matthew y yo permanecimos allí. Ella cogió su esterilla y se acercó a nosotros con paso silencioso.
—Buen trabajo, Diana —me dijo.
—Gracias, Amira. Ésta es una clase que nunca olvidaré.
—Serás bienvenida en cualquier momento. Con Matthew o sin él —añadió a la vez que le daba ligeras palmaditas en el hombro a Clairmont—. Tenías que haberla avisado.
—Tenía miedo de que Diana no viniera. Y estaba seguro de que le iba a gustar, si se lo permitía. —Me dirigió una tímida mirada.
—Apagad las luces antes de iros, por favor —nos pidió Amira hablando por encima del hombro, ya en medio de la sala.
Recorrí con la mirada la extraordinaria joya que era aquel gran salón.
—Esto ha sido una sorpresa —dije sin mostrar emoción alguna. No estaba todavía dispuesta a perdonarlo.
Se acercó a mí por detrás, rápido y silencioso.
—Agradable, espero. ¿Te ha gustado la clase?
Asentí lentamente con la cabeza y me volví para responder. Él estaba inquietantemente cerca, y la diferencia de nuestras alturas hizo que tuviera que levantar mis ojos para no quedarme mirando directamente a su esternón.
—Me ha gustado.
En la cara de Matthew apareció aquella gran sonrisa suya que hacía detenerse el corazón.
—Me alegro.
Era difícil liberarse de la atracción ejercida por sus ojos. Para romper su hechizo, me agaché y empecé a enrollar mi esterilla. Matthew apagó las luces y recogió sus cosas. Nos pusimos los zapatos en la galería, donde el fuego se había reducido a brasas.
Cogió las llaves.
—¿Puedo invitarte a un té antes de regresar a Oxford?
—¿Dónde?
—Vamos a la casa del guardia de la entrada —informó Matthew con toda naturalidad.
—¿Hay un café ahí?
—No, pero hay una cocina. Y también un sitio para sentarse. Soy capaz de hacer té —bromeó.
—Matthew —dije impresionada—, ¿ésta es tu casa?
Ya nos habíamos detenido en la entrada, que daba acceso a los jardines delanteros. Miré la piedra angular en el arco sobre la puerta: 1536.
—Yo la construí —respondió mirándome fijamente.
Matthew Clairmont tenía por lo menos quinientos años.
—El botín de la Reforma —continuó—. Enrique me dio la tierra con la condición de que demoliera la abadía que se levantaba en este lugar y comenzara de nuevo. Salvé lo que pude, pero no fue fácil. El rey estaba de un humor horrible ese año. Quedó algún ángel aquí y allá, y algunas sillerías cuya destrucción me resultó intolerable. Aparte de eso, el resto de la construcción es nueva.
—Jamás había oído a nadie que al hablar de una casa construida a principios del siglo XVI usara la expresión «construcción nueva». —Traté de ver el edificio no sólo a través de los ojos de Matthew, sino también como una parte de él. Ésa era la casa en la que había querido vivir hacía casi quinientos años. Al mirarla, lo conocía mejor a él. Era serena y silenciosa, igual que él. Y sobre todo, era sólida y auténtica. No había nada superfluo, ninguna ornamentación adicional, ninguna distracción.
—Es hermosa —dije sencillamente.
—Es demasiado grande para vivir en ella ahora —respondió—, por no hablar de su extrema fragilidad. Cada vez que abro una ventana, parece que siempre se cae algo, a pesar del cuidadoso mantenimiento. Dejo que Amira viva en algunas de las habitaciones y abra la casa a sus estudiantes algunas veces a la semana.
—¿Vives en la entrada, en la casa del guardia? —pregunté cuando cruzamos el espacio abierto pavimentado con adoquines y ladrillos hacia el coche.
—Parte del tiempo. Vivo en Oxford durante la semana, pero vengo aquí los fines de semana. Es más tranquilo.
Pensé que debía de resultar un gran esfuerzo para un vampiro vivir rodeado de ruidosos estudiantes universitarios cuyas conversaciones no podía evitar oír, aunque quisiera.
Subimos al coche y recorrimos la breve distancia hasta la casa del guardia de la entrada. La fachada de la casa tenía algunos detalles y adornos más que la parte que acabábamos de dejar. Observé las elaboradas chimeneas y los complicados dibujos en los muros de ladrillo.
Matthew gruñó.
—Lo sé, las chimeneas fueron un error. El cantero estaba deseando trabajar en ellas. Su primo trabajaba para Wolsey en Hampton Court, y el hombre no aceptó mis negativas.
Accionó un interruptor de la luz cerca de la puerta, y la sala principal de la casa del guardia quedó bañada por un brillo dorado. Tenía un práctico enlosado de piedra y una enorme chimenea también de piedra donde se podría haber asado un buey entero.
—¿Tienes frío? —preguntó Matthew, dirigiéndose a la parte de aquel espacio que había sido convertida en una cocina elegante y moderna. Estaba dominada por un gran frigorífico y no por la cocina. Traté de no pensar qué podría guardar allí.
—Un poco. —Me ajusté la chaqueta. El tiempo estaba todavía relativamente cálido en Oxford, pero mi transpiración, al secarse, hacía que notara frío el aire de la noche.
—Enciende el fuego, entonces —sugirió Matthew. Ya estaba preparado y lo encendí con unas cerillas largas que saqué de una antigua jarra de peltre.
Matthew puso el agua al fuego y yo recorrí la sala, fijándome en todos los elementos que me hablaban de sus gustos. Se inclinaba predominantemente por el cuero marrón y la madera oscura y pulida, que se destacaban agradablemente contra las losas de piedra. Una antigua alfombra de cálidos tonos rojos, azules y ocres daba un toque de color. Sobre la repisa de la chimenea había un retrato enorme de una hermosa mujer de cabello oscuro de finales del siglo XVII con un vestido amarillo. Sin duda, había sido pintado por sir Peter Lely.
Matthew se dio cuenta de mi interés.
—Mi hermana Louisa —explicó, acercándose a la encimera con una bandeja de té con todo lo necesario. Miró el lienzo, con expresión de tristeza en el rostro—.
Dieu
, qué hermosa era.
—¿Qué le pasó?
—Fue a Barbados, decidida a convertirse en reina de las Indias. Tratamos de hacerle entender que su gusto por los caballeros jóvenes seguramente no pasaría inadvertido en una isla pequeña, pero no quiso escucharnos. A Louisa le encantaba la vida en la plantación. Invirtió en azúcar… y en esclavos. —Una sombra le cruzó por la cara—. Durante una de las rebeliones en la isla, los propietarios de las otras plantaciones, que habían descubierto su condición, decidieron deshacerse de ella. Le cortaron la cabeza y el cuerpo de Louisa fue descuartizado para luego ser quemado. Le echaron la culpa de todo a los esclavos.
—Cuánto lo siento —dije, sabiendo que las palabras eran inadecuadas ante semejante pérdida.
Logró mostrar una pequeña sonrisa.
—La muerte fue simplemente tan terrible como la mujer que la sufrió. Quería a mi hermana, pero ella no hizo que fuera fácil. Adquirió todos los vicios de cada época en la que vivió. Si había algún exceso que adquirir, Louisa lo encontraba. —Matthew se apartó con dificultad del rostro frío y hermoso de su hermana—. ¿Sirves tú el té? —me pidió. Puso la bandeja en una mesa baja de brillante roble delante de la chimenea entre dos sofás de cuero con demasiado relleno.
Acepté, encantada de levantar el ánimo, aunque yo tenía muchas preguntas que hacer en lugar de centrarme en una animada velada de charla. Los enormes ojos negros de Louisa me observaban y tuve cuidado de no derramar ni una gota de líquido sobre la superficie de lustrosa madera de la mesa por si acaso alguna vez le había pertenecido. Matthew había recordado poner la jarra grande de leche y el azúcar, y manipulé mi té hasta que adquirió el color exacto antes de arrellanarme entre los almohadones con un suspiro.
Matthew sostuvo cortésmente su taza sin llevarla ni una vez hasta sus labios.
—No tienes que hacerlo por mí, ¿eh? —dije, mirando la taza en sus manos.
—Lo sé. —Se encogió de hombros—. Es un hábito, y es reconfortante hacer todos estos gestos familiares.
—¿Cuándo empezaste a practicar yoga? —pregunté, cambiando de tema.
—En el momento en que Louisa se fue a Barbados. Viajé a las otras Indias, las Indias Orientales, y estuve en Goa durante los monzones. No había mucho que hacer, excepto beber demasiado y aprender cosas sobre la India. Los yoguis eran diferentes entonces, más espirituales que la mayoría de los maestros de hoy. Conocí a Amira hace unos años, cuando fui a un congreso en Bombay. Apenas la oí dirigir una clase, me quedó claro que tenía el don de los antiguos yoguis, y no compartía la desconfianza que algunas brujas tienen acerca de confraternizar con vampiros. — Había un toque de amargura en su voz.
—¿La invitaste a venir a Inglaterra?
—Le expliqué cómo podrían ser las cosas aquí, y aceptó intentarlo. Hace ya casi diez años y la clase se llena todas las semanas. Por supuesto, Amira da clases particulares también. Sobre todo a humanos.
—No estoy acostumbrada a ver brujas, vampiros y daimones compartiendo algo…, y menos una clase de yoga —confesé. Los tabúes en contra de mezclarse con otras criaturas eran poderosos—. Si me hubieras dicho que era posible, no te habría creído.
—Amira es una optimista, y le encantan los desafíos. No fue fácil al principio. Los vampiros se negaban a estar en la misma habitación con los daimones en los primeros tiempos, y por supuesto nadie confiaba en las brujas cuando empezaron a aparecer. —Su voz reveló sus propios prejuicios—. Ahora la mayoría de los que asisten acepta que somos más parecidos que diferentes y nos tratamos con cortesía.
—Podemos tener aspectos similares —dije, tomando un sorbo de té y recogiendo las rodillas hacia el pecho—, pero ciertamente no sentimos de la misma manera.
—¿Qué quieres decir? —preguntó él, mirándome con atención.
—La manera en que sabemos que alguien es uno de nosotros…, una criatura —respondí, un tanto confusa—. Los golpecitos, el hormigueo, el frío.
Matthew sacudió la cabeza.
—No, no lo sé. No soy brujo.
—¿Puedes notar cuando te miro? —quise saber.
—No. ¿Puedes tú? —Sus ojos eran cándidos y me provocaron la reacción habitual en la piel.
Asentí con la cabeza.
—Dime qué es lo que se siente. —Se inclinó hacia delante. Todo parecía perfectamente normal, pero me daba la sensación de que me estaba tendiendo una trampa.
—Se siente… frío —expliqué lentamente, no muy segura de cuánta información debía proporcionarle—, como si se formara hielo bajo mi piel.
—Eso parece desagradable. —Frunció el entrecejo ligeramente.
—No lo es —respondí sinceramente—. Sólo un poco extraño. Los daimones son los peores… cuando me miran fijamente, es como ser besada. —Puse cara rara.
Matthew se rió y dejó su té sobre la mesa. Apoyó los codos sobre las rodillas y mantuvo su cuerpo inclinado hacia el mío.
—Así que usas un poco de tus poderes de bruja.
La trampa se cerró de golpe.
Miré hacia el suelo, furiosa. Mis mejillas se ruborizaron.
—¡Ojalá nunca hubiera abierto el Ashmole 782 ni hubiera cogido aquella maldita revista del estante! Ésa fue sólo la quinta vez que usé la magia este año, y lo de la lavadora no puede ser tenido en cuenta porque si no hubiera usado un hechizo, el agua habría causado una inundación y arruinado el apartamento de abajo.
Alzó las dos manos en un ademán de rendición.
—Diana, no me importa si usas magia o no. Pero me sorprende lo mucho que la usas.
—No uso magia, o poderes, o brujería, o como quieras llamarlo. Yo no soy eso. —Dos manchas rojas ardían en mis mejillas.
—Es lo que eres. Lo llevas en la sangre. En los huesos. Naciste bruja, de la misma forma que naciste con el pelo rubio y los ojos azules.
Nunca he podido explicarle a nadie mis razones para evitar la magia. Sarah y Em nunca lo habían comprendido. Matthew tampoco iba a hacerlo. Mi té se enfrió, y mi cuerpo siguió hecho una tensa pelota mientras me esforzaba por evitar su escrutinio.
—No quiero ese don —dije finalmente con los dientes apretados—, y nunca lo pedí.
—¿Qué tiene de malo? Te alegraste por el poder de la empatía de Amira esta noche. Ésa es una gran parte de su magia. Tener los talentos de una bruja no es mejor ni peor que tener talento para la música o para escribir poesía… Sólo es diferente.
—No quiero ser diferente —repliqué con cierta ferocidad—. Quiero una vida normal y corriente… como la que disfrutan los humanos. —«Una que no implique muerte y peligro, además del miedo a ser descubierta», pensé, con la boca bien cerrada conteniendo esas palabras—. Tú seguramente desearías ser normal.
—Puedo decirte como científico, Diana, que no existe eso que tú llamas «normalidad». —Su voz estaba perdiendo su cuidadosa suavidad—. La «normalidad» es un cuento para hacer dormir a los niños…, una fábula que los humanos se repiten para sentirse mejor cuando se enfrentan a las pruebas abrumadoras de que la mayoría de las cosas que suceden a su alrededor no son de ninguna manera «normales».
Nada de lo que él dijera iba a quitarme la convicción de que era peligroso ser una criatura en un mundo dominado por seres humanos.
—Diana, mírame.
Luchando contra todos mis instintos, hice lo que me decía.
—Estás tratando de dejar la magia de lado, tal como crees que tus científicos hicieron hace cientos de años. El problema es —continuó en voz baja— que no sirvió de nada. Ni siquiera los humanos pudieron sacar del todo la magia de su mundo. Tú misma lo dijiste. Siempre vuelve.
—Esto es diferente —susurré—. Ésta es mi vida. Puedo controlarla.
—No es diferente. —Su voz sonaba serena y segura—. Puedes tratar de mantener alejada a la magia, pero no servirá de nada, como no le sirvió a Robert Hooke ni a Isaac Newton. Ambos sabían que no existía nada semejante a un mundo sin magia. Hooke era brillante, con su habilidad para resolver problemas científicos en tres dimensiones, para construir instrumentos y para llevar a cabo experimentos. Pero nunca desarrolló todo su potencial porque temía demasiado a los misterios de la naturaleza. ¿Y Newton? Él tenía el intelecto más intrépido que jamás he conocido. Newton no tenía miedo de lo que no podía ser visto y explicado fácilmente…, él aceptaba todo. Como historiadora que eres, sabes que fueron la alquimia y su creencia en fuerzas invisibles, fuerzas poderosas de crecimiento y cambio, las que le llevaron a la teoría de la gravedad.