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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (6 page)

—Ciertamente no era cenar —dijo Em con seguridad.

Sarah resopló.

—Algo quería. Vampiros y brujas no se citan para salir juntos. A menos que estuviera planeando cenarte a ti, por supuesto. Nada les gusta más que el sabor de la sangre de bruja.

—Tal vez sólo sintiese curiosidad. O quizás le guste tu trabajo. —Em lo dijo en un tono de duda tan marcado que no pude menos que reírme.

—No estaríamos manteniendo esta conversación si hubieras tomado algunas precauciones elementales —me recriminó Sarah con aspereza—. Un hechizo protector, darle algún uso a tu habilidad como vidente y…

—No voy a usar ni magia ni brujería para saber por qué un vampiro me ha invitado a cenar — repliqué con firmeza—. Eso está fuera de discusión, Sarah.

—Entonces no nos llames en busca de respuestas si no quieres escucharlas —reaccionó Sarah, con su conocido mal genio a punto de estallar. Colgó antes de que yo pudiera reaccionar.

—Sarah se preocupa por ti. Ya lo sabes —la disculpó Em—. Y no comprende por qué no quieres usar tus dones, ni siquiera para protegerte a ti misma.

Porque los dones vienen con ataduras, como ya les había explicado antes. Traté de explicarlo de nuevo:

—Es un terreno resbaladizo, Em. Me protejo de un vampiro en la biblioteca hoy, y mañana lo hago de una pregunta difícil en una clase. Pronto me encontraría eligiendo temas de investigación cuyo resultado ya conocería y solicitando subvenciones, segura de que las iba a conseguir. Para mí es importante haber ganado mi reputación por mí misma. Si empiezo a usar magia, nada me pertenecerá del todo. No quiero ser la siguiente bruja Bishop. —Abrí la boca para hablarle a Em del Ashmole 782, pero algo hizo que volviera a cerrarla.

—Lo sé, lo sé, querida. —La voz de Em era tranquilizadora—. Comprendo. Pero Sarah no puede evitar preocuparse por tu seguridad. Tú eres la única familia que le queda.

Me pasé los dedos entre el pelo hasta dejarlos apoyados en las sienes. Las conversaciones de este tipo siempre me hacían pensar en mis padres. Vacilé, reticente a mencionar la única preocupación que me quedaba.

—¿De qué se trata? —preguntó Em. Su sexto sentido había percibido mi malestar.

—Él sabía mi nombre. Nunca lo había visto antes, pero sabía quién era yo.

Em analizó las posibilidades.

—En la solapa de la sobrecubierta de tu último libro hay una fotografía tuya, ¿no?

Mi respiración (no me había dado cuenta de que la estaba conteniendo) salió con un suave silbido.

—Sí. Eso debe de ser. Seguramente son tonterías mías. ¿Le darás un beso a Sarah de mi parte?

—Claro que se lo daré. Ah, Diana, ten cuidado. Los vampiros ingleses podrían no portarse tan bien con las brujas como los estadounidenses.

Sonreí, pensando en la formal reverencia de Matthew Clairmont.

—Tendré cuidado. Pero no te preocupes, probablemente no volveré a verlo.

Em guardó silencio.

—¿Em? —Yo esperaba una respuesta.

—El tiempo lo dirá.

Em no era tan buena para ver el futuro como se decía que había sido mi madre, pero algo la estaba molestando. Convencer a una bruja de que compartiera una vaga premonición era casi imposible. No iba a decirme qué era lo que la preocupaba respecto a Matthew Clairmont. Todavía no.

Capítulo
3

E
l vampiro reposaba en las sombras, en el espacio curvo del puente que cruza New College Lane y conecta dos partes del Hertford College, con la espalda apoyada contra la piedra gastada de uno de los edificios más nuevos del
college
y los pies en alto descansando en el techo del puente.

La bruja apareció moviéndose de manera sorprendentemente segura sobre las piedras irregulares de la acera próxima a la Bodleiana. Pasó debajo de él, acelerando el paso. Su nerviosismo la hizo parecer más joven de lo que era, acentuando su vulnerabilidad.

«Así que ésa es la gran historiadora», pensó de manera irónica, recorriendo mentalmente el currículo de ella. Incluso después de ver su fotografía, Matthew esperaba que la Bishop fuera más vieja, dados sus logros profesionales.

La espalda de Diana Bishop continuaba erguida, con los hombros firmes, a pesar de su evidente agitación. Quizás no fuese tan fácil de intimidar como era de esperar. Su comportamiento en la biblioteca le había hecho pensar eso. Lo había mirado a los ojos sin mostrar la menor sombra del temor que Matthew se había acostumbrado a inspirar, después de provocarlo, en quienes no eran vampiros, y en muchos que sí lo eran.

Cuando la Bishop dobló la esquina, Matthew se deslizó recorriendo los techos hasta llegar al muro del New College. Bajó para introducirse en el edificio silenciosamente. El vampiro conocía el diseño del
college
y había calculado dónde estarían sus habitaciones. Él ya estaba instalado en un portal frente a la escalera cuando ella empezó a subirla.

Matthew la siguió con la mirada por el apartamento mientras ella iba de habitación en habitación, encendiendo las luces. Abrió la ventana de la cocina, la dejó entreabierta y desapareció.

«Eso me evitará tener que romper la ventana o forzar la cerradura», pensó.

El vampiro cruzó velozmente el espacio abierto y escaló el edificio. Sus pies y sus manos fueron encontrando asideros seguros en la vieja argamasa con la ayuda de un desagüe metálico y algunas fuertes enredaderas. Desde su nuevo puesto de observación podía detectar el olor característico de la bruja y el crujido de las páginas al pasarlas. Estiró el cuello para espiar por la ventana.

La Bishop estaba leyendo. En reposo su rostro parecía diferente, pensó él. Era como si su piel se ajustara con precisión a los huesos del cráneo. Balanceó lentamente la cabeza y se deslizó contra los almohadones con un suave suspiro de cansancio. Pronto el sonido de una respiración regular indicó a Matthew que estaba dormida.

Se apartó de la pared de un salto, levantando los pies para pasar por la ventana de la cocina de la bruja. Había transcurrido bastante tiempo desde la última vez que el vampiro había trepado a las habitaciones de una mujer. Aun así, las ocasiones no eran muy frecuentes y por lo general estaban relacionadas con los momentos en que él era presa de algún apasionado enamoramiento. Pero esta vez había una razón muy diferente. De todas formas, si alguien llegara a preguntárselo, le resultaría sumamente difícil explicar de qué se trataba.

Matthew tenía que saber si el Ashmole 782 estaba todavía en poder de la Bishop. No había podido buscar en la mesa que ella utilizaba en la biblioteca, pero una mirada rápida le había indicado que no estaba entre los manuscritos que la doctora había estado consultando ese día. Aunque era imposible que una bruja —una Bishop— hubiera dejado que el volumen se le escapara de entre los dedos. Con pasos inaudibles se movió por las habitaciones. El manuscrito no estaba ni en el baño ni en el dormitorio de la bruja. Se deslizó silenciosamente junto al sofá donde ella estaba durmiendo.

Los párpados de la bruja temblaban como si estuviera contemplando una película que sólo ella era capaz de ver. Una de sus manos estaba cerrada, y de vez en cuando sus piernas se movían como si estuvieran bailando. Sin embargo, el rostro de la Bishop estaba sereno, sin mostrarse alterado por lo que hacía el resto de su cuerpo.

Algo no iba bien. Lo había percibido desde el primer momento en que vio a la Bishop en la biblioteca. Matthew se cruzó de brazos y la examinó, pero no pudo descubrir de qué se trataba. Aquella bruja no emanaba los olores acostumbrados: beleño negro, azufre y salvia. «Oculta algo — pensó el vampiro—, algo más que el manuscrito perdido».

Matthew se volvió y buscó la mesa que ella usaba como escritorio. Fue fácil encontrarla, pues estaba llena de libros y papeles. Aquél era el lugar donde había más posibilidades de que hubiese dejado el volumen sacado a escondidas. Cuando dio un paso hacia la mesa, olfateó la electricidad y se quedó inmóvil.

La luz brotaba del cuerpo de Diana Bishop, alrededor de su silueta; le salía por todos los poros. Era de un color azul pálido, casi blanco, y al principio produjo un velo como una nube que la envolvió durante unos segundos. Por un momento, su cuerpo pareció resplandecer. Matthew movió de un lado a otro la cabeza, sorprendido. Era imposible. Hacía siglos que no veía semejante aluvión luminoso en una bruja.

Pero otros asuntos más urgentes requerían su atención y Matthew reanudó la búsqueda del manuscrito, revisando apresuradamente los objetos que había sobre el escritorio. Se pasó los dedos por el pelo, frustrado. El olor de la bruja lo invadía todo y lo estaba distrayendo. Matthew miró otra vez hacia el sofá. La Bishop estaba dando vueltas y moviéndose otra vez, llevando las rodillas hacia el pecho. De nuevo, la luminosidad reapareció en la superficie, destelló por un momento y desapareció.

Matthew frunció el ceño, intrigado por la discrepancia entre lo que había oído por casualidad la noche anterior y lo que estaba presenciando con sus propios ojos. Dos brujas habían estado chismorreando sobre el Ashmole 782 y la bruja que lo había solicitado. Una había sugerido que la historiadora estadounidense no usaba sus poderes mágicos. Pero Matthew había visto la utilización en la Bodleiana, y en ese momento estaba viendo cómo esos poderes la envolvían con evidente intensidad. Sospechaba que ella usaba la magia también en sus trabajos de investigación. Muchos de los hombres sobre los que ella escribía habían sido amigos suyos: Cornelius Drebbel, Andreas Libavius, Isaac Newton. Ella había percibido perfectamente sus peculiaridades y sus obsesiones. Sin la magia, ¿cómo iba a poder una mujer moderna comprender a hombres que habían vivido hacía tanto tiempo? Fugazmente, Matthew se preguntó si la Bishop podría comprenderlo a él con la misma asombrosa precisión.

Se sobresaltó al oír que los relojes daban las tres. Tenía la garganta seca. Se dio cuenta de que había estado de pie durante varias horas, inmóvil, observando a la bruja que soñaba mientras su poder se manifestaba y entraba en reposo en oleadas. Por un momento consideró la posibilidad de saciar su sed con la sangre de aquella bruja. Sólo con probarla podría descubrir la ubicación del volumen perdido y al mismo tiempo enterarse de cuáles eran los secretos que ocultaba ella. Pero se contuvo. Su deseo de encontrar el Ashmole 782 era lo único que lo retenía junto a la enigmática Diana Bishop.

Si el manuscrito no estaba en las habitaciones de la bruja, entonces tenía que encontrarse todavía en la biblioteca.

Se dirigió silenciosamente hacia la cocina, se deslizó por la ventana y se desvaneció en la noche.

Capítulo
4

C
uatro horas después me desperté encima del edredón, con el teléfono en la mano. En algún momento me había sacado la zapatilla derecha con el pie, y quedó colgando sobre el borde de la cama. Miré el reloj y gruñí. No tenía tiempo para mi acostumbrado paseo al río, ni siquiera para correr un poco.

Abrevié mi ritual matutino, me duché y luego bebí una taza de té que me quemó la lengua mientras me secaba el pelo. Mi cabello pajizo era indomable, a pesar de cepillarlo vigorosamente. Como a la mayoría de las brujas, me resultaba difícil conseguir que los largos mechones que me llegaban hasta los hombros permanecieran en su sitio. Sarah siempre le echaba la culpa a la acumulación de magia y me aseguraba que el uso regular de mi poder impediría que la electricidad estática se concentrara, lo que haría que mi pelo fuera más dócil.

Después de cepillarme los dientes, me puse un par de vaqueros, una blusa blanca limpia y una chaqueta negra. Era sólo una rutina, y aquélla era mi ropa habitual, pero nada de eso me resultaba cómodo ese día. Mis ropas parecían apretarme y me sentía oprimida con ellas puestas. Tiré de la chaqueta para ver si conseguía que me sentara mejor, pero era demasiado esperar de una ropa de escasa calidad.

Cuando me miré en el espejo, la cara de mi madre me devolvió la mirada. Ya no podía recordar cuándo se había producido ese parecido tan intenso. ¿En algún momento en la universidad, quizás? Nadie había hecho ningún comentario sobre el asunto hasta que volví a casa durante las vacaciones de Acción de Gracias en mi primer año de estudiante universitaria. Desde entonces, aquello era lo primero que oía a todos los que habían conocido a Rebecca Bishop.

Ese día, aquella ojeada en el espejo también reveló que mi piel estaba opaca y pálida por la falta de sueño. Por eso, mis pecas, que había heredado de mi padre, se destacaban en aparente alarma y los círculos azul oscuro debajo de mis ojos los hacían parecer más claros que de costumbre. La fatiga también contribuía a alargar mi nariz y hacer que mi barbilla fuera más pronunciada. Pensé en el inmaculado profesor Clairmont y me pregunté qué aspecto tendría él a primera hora de la mañana. Probablemente tan inmaculado como la noche anterior, pensé… Era un monstruo. Hice una mueca ante mi imagen reflejada en el espejo.

Al llegar a la puerta para salir, me detuve y observé las habitaciones. Algo me rondaba en la cabeza…, una cita olvidada, un plazo no cumplido. Había algo que me faltaba y que era importante. La sensación de malestar me contrajo el estómago, lo apretó y luego desapareció. Después de echar una ojeada a mi agenda y a la montaña de correspondencia depositada sobre mi escritorio, atribuí la molestia al hambre y bajé. Las amables señoras de la cocina me ofrecieron tostadas cuando pasé. Me recordaban de cuando yo era una estudiante de posgrado y todavía seguían tratando de hacerme comer natillas y pastel de manzana a la fuerza cuando me veían estresada.

Masticar la tostada y deslizarme sobre los adoquines de New College Lane fueron elementos suficientes para convencerme de que lo de la noche anterior había sido un sueño. El pelo se movió para enredarse en torno a mi cuello y pude ver mi respiración en el aire vigorizante. Oxford es extraordinariamente normal por la mañana, con las camionetas de reparto aparcadas junto a las cocinas de los
colleges,
los aromas de café recalentado y el pavimento húmedo, y los incipientes rayos de sol atravesando oblicuamente la neblina. No parecía precisamente un lugar apto para dar refugio a vampiros.

El encargado de la Bodleiana, ataviado con su chaqueta azul habitual, cumplió con su rutina acostumbrada al examinar mi carné de lectora como si nunca me hubiera visto antes y sospechara que yo pudiera ser la jefa de los ladrones de libros. Finalmente, con un gesto, me dejó entrar. Dejé mi bolso en las taquillas junto a la puerta, después de sacar la cartera, el ordenador y mis notas. Luego me dirigí hacia las escaleras de caracol, rumbo al tercer piso.

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