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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (7 page)

El olor de la biblioteca, esa mezcla única de piedra antigua, polvo, carcoma y papel, siempre me levantaba el ánimo. El sol entraba a través de las ventanas que había sobre los descansillos de la escalera, iluminando las motas de polvo en suspensión y dibujando barras de luz sobre las antiguas paredes. Allí el sol hacía brillar los carteles de papel, ya enroscados en sus esquinas, de las conferencias del curso anterior. Todavía había que colgar los nuevos anuncios, pero faltaban pocos días para que las compuertas se abrieran y una ola de estudiantes universitarios llegara a alterar la tranquilidad de la ciudad.

Tarareando en voz baja una cancioncilla, incliné la cabeza hacia los bustos de Thomas Bodley y del rey Carlos I que flanqueaban la entrada en arco a la sala Duke Humphrey y empujé la puerta batiente junto al mostrador de préstamos.

—Tendremos que ponerlo en el ala Selden hoy —estaba diciendo el supervisor con un cierto tono de exasperación.

La biblioteca había abierto hacía apenas unos cuantos minutos, pero el señor Johnson y su personal ya estaban como locos. Había visto esta clase de comportamiento antes, pero sólo cuando esperaban a los más importantes investigadores.

—Ya ha hecho su pedido y está allí, esperando. —La desconocida encargada del día anterior me miró con el ceño fruncido y mostró el montón de libros que llevaba en sus brazos—. Éstos también son para él. Los solicitó a la sala de lectura de la Nueva Bodleiana.

Allí era donde guardaban los libros de Asia oriental. No era mi terreno y perdí el interés rápidamente.

—Llévele ésos ahora y dígale que le enviaremos los manuscritos en menos de una hora. —El supervisor parecía tenso cuando regresó a su despacho.

Sean levantó los ojos al cielo cuando me acerqué al mostrador de devoluciones.

—Hola, Diana. ¿Quieres los manuscritos que tienes reservados?

—Gracias —susurré, pensando encantada en la pila que me esperaba—. Un día importante, ¿no?

—Eso parece —respondió en tono seco, antes de desaparecer en la jaula con llave donde se guardaban los manuscritos por la noche. Regresó con mi montón de tesoros—. Aquí tienes. ¿Número de asiento?

—A4. —Allí me sentaba siempre, en el rincón sudeste más alejado del ala Selden, donde la luz natural era mejor.

El señor Johnson vino corriendo hacia mí.

—Ah, doctora Bishop, hemos puesto al profesor Clairmont en el A3. Tal vez usted prefiera sentarse en el A1 o A6. —Se balanceaba nerviosamente pasando el peso de su cuerpo de un pie a otro y se ajustó las gafas, parpadeando al mirarme a través del grueso cristal.

Lo miré a los ojos.

—¿El profesor Clairmont?

—Sí. Está trabajando con los estudios de Needham y pidió buena luz y espacio para desplegar su material.

—¿Joseph Needham, el historiador de la ciencia china? —En algún lugar de mi plexo solar, la sangre empezó a hervir.

—Sí. También era bioquímico, por supuesto. De ahí el interés del profesor Clairmont — explicó el señor Johnson. A medida que pasaban los minutos se le veía cada vez más aturdido—. ¿Le gustaría sentarse en el A1?

—Prefiero el puesto A6. —La idea de sentarme al lado de un vampiro, incluso con un asiento vacío entre los dos, era profundamente inquietante. Pero sentarme frente a uno en el A4 era inimaginable. ¿Cómo podría concentrarme preguntándome qué estaban viendo aquellos ojos extraños? Si las mesas en el ala medieval hubieran sido más cómodas, me habría colocado debajo de una de las gárgolas que protegían las angostas ventanas para hacerle frente al remilgado gesto de desaprobación de Gillian Chamberlain.

—Oh, eso es magnífico. Gracias por su comprensión. —El señor Johnson suspiró aliviado.

Al entrar a la luz del ala Selden, entrecerré los ojos. Clairmont tenía un aspecto inmaculado y descansado y su cutis pálido contrastaba con el pelo oscuro. En esta ocasión su jersey gris de cuello abierto tenía motas verdes, y el cuello se elevaba ligeramente en la parte de atrás. Una mirada por debajo de la mesa reveló pantalones gris oscuro, calcetines a juego y zapatos negros que seguramente costaban más que el guardarropa completo de un académico normal.

La sensación de inquietud regresó. ¿Qué estaba haciendo Clairmont en la biblioteca? ¿Por qué no estaba en su laboratorio?

Sin hacer esfuerzo alguno por silenciar mis pasos, caminé en dirección al vampiro. Clairmont, sentado en diagonal frente a mí, en el otro extremo del grupo de mesas y aparentemente ajeno a mi presencia, continuó leyendo. Dejé mi bolsa de plástico y los manuscritos en el espacio señalado como A5 para marcar así los límites exteriores de mi territorio.

Levantó la vista con las cejas arqueadas en un gesto de aparente sorpresa.

—Doctora Bishop. Buenos días.

—Profesor Clairmont. —Me pasó por la mente la idea de que había podido escuchar todo que habíamos dicho acerca de él en la entrada de la sala de lectura, ya que tenía el oído de un murciélago. Me resistí a mirarlo a los ojos y empecé a sacar una a una las cosas que traía en mi bolsa, construyendo una pequeña fortificación de elementos de trabajo entre el vampiro y yo. Clairmont observó hasta que se me acabó el equipamiento, entonces bajó las cejas para concentrarse y volvió a su lectura.

Saqué el cable de mi ordenador y desaparecí bajo la mesa para conectarlo al enchufe múltiple. Cuando me levanté, él seguía leyendo, pero también estaba tratando de no sonreír.

—Seguramente usted estaría más cómodo en el extremo norte —mascullé por lo bajo, mientras buscaba mi lista de manuscritos.

Clairmont levantó la vista con las pupilas dilatadas, haciendo que sus ojos se volvieran súbitamente oscuros.

—¿Le molesta que esté aquí, doctora Bishop?

—Por supuesto que no —repliqué apresuradamente. La garganta se me cerró ante el repentino y penetrante aroma a clavo que acompañaba sus palabras—, pero me sorprende que se sienta cómodo exponiéndose al sur.

—Usted no creerá todo lo que ha leído, ¿verdad? —Una de sus cejas gruesas y negras se alzó para tomar la forma de un signo de interrogación.

—Si me está preguntando si creo que usted va a estallar en llamas apenas la luz del sol lo toque, la respuesta es no. —Los vampiros no se convertían en una bola de fuego al contacto con la luz del sol, y tampoco tenían colmillos. Ésos eran mitos humanos—. Pero nunca he conocido antes… a alguien como usted a quien le gustara disfrutar de ese contacto.

El cuerpo de Clairmont permanecía inmóvil, pero podría haber jurado que estaba reprimiendo la risa.

—¿Cuánta experiencia directa ha tenido usted, doctora Bishop, con «alguien como yo»?

¿Cómo sabía él que yo no había tenido mucha experiencia con vampiros? Los vampiros tenían sentidos y habilidades extraordinarias, pero no sobrenaturales, como la clarividencia o leer la mente. Estas capacidades eran propias de las brujas, y en raras ocasiones podían aparecer en los daimones también. Así era el orden natural de las cosas, o por lo menos así era como mi tía me lo había explicado cuando era niña y no podía dormir por temor a que un vampiro me robara los pensamientos y volara por la ventana llevándoselos.

Lo examiné atentamente.

—Por alguna razón, profesor Clairmont, no creo que los años de experiencia puedan decirme lo que necesito saber en este momento.

—Me encantará responder a su pregunta, si puedo —dijo, cerrando su libro y poniéndolo sobre la mesa. Esperó con la paciencia de un profesor que escuchara a un estudiante rebelde y no demasiado inteligente.

—¿Qué es lo que quiere usted?

Clairmont se acomodó en su sitio, con las manos apoyadas de manera relajada sobre los brazos del sillón.

—Quiero examinar los trabajos del doctor Needham y estudiar la evolución de sus ideas sobre la morfogénesis.

—¿Morfogénesis?

—Los cambios en las células embrionarias que dan como resultado la diferenciación…

—Sé lo que es la morfogénesis, profesor Clairmont. No es eso lo que estoy preguntando.

Un tic hizo que su boca se moviera. Crucé mis brazos sobre el pecho en un gesto de autoprotección.

—Ya veo. —Curvó sus largos dedos y apoyó los codos en el sillón—. Vine a la biblioteca de Bodley anoche para pedir algunos manuscritos. Una vez dentro, decidí mirar un poco… Me gusta conocer el ambiente, ya me comprende, puesto que no vengo muy a menudo a este lugar. Y allí estaba usted, en la galería. Y por supuesto, lo que vi después de eso fue muy inesperado.

Movió de nuevo la boca con un tic.

Me ruboricé al recordar que había usado la magia sólo para alcanzar un libro. Y traté de no sentirme desarmada ante su uso de la antigua expresión «la biblioteca de Bodley», pero no tuve mucho éxito.

«Cuidado, Diana —me advertí a mí misma—. Está tratando de atraerte con su encanto».

—Así que su historia es que esto no ha sido más que una serie de extrañas coincidencias que culminan con un vampiro y una bruja sentados frente a frente revisando manuscritos como dos vulgares lectores.

—No creo que alguien que se ha tomado el trabajo de examinarme cuidadosamente pueda pensar que soy una persona vulgar, ¿verdad? —La voz ya apagada de Clairmont bajó hasta convertirse en un susurro burlón, y se inclinó hacia delante en su sillón. Su piel pálida reflejó la luz y pareció brillar—. Pero, por lo demás, sí. Se trata sólo de una serie de coincidencias, fáciles de explicar.

—Yo creía que los científicos ya no creían en las coincidencias.

Se rió silenciosamente.

—Alguien tiene que creer en ellas.

Clairmont siguió mirándome fijamente, lo cual era extremadamente perturbador. La ayudante entró en la sala de lectura empujando el antiguo carrito de madera hasta llegar al codo del vampiro, con las cajas de manuscritos cuidadosamente ordenados en los estantes.

El vampiro apartó sus ojos de mi rostro.

—Estupendo, Valerie. Agradezco su ayuda.

—Por supuesto, profesor Clairmont —respondió Valerie, mirándolo fascinada y sonrojándose. El vampiro la había encantado sólo con darle las gracias. Resoplé—. Díganos si necesita alguna otra cosa —agregó, regresando a su cueva junto a la entrada.

Clairmont cogió la primera caja, deshizo el nudo del hilo con sus largos dedos y miró al otro lado de la mesa.

—No quiero interrumpir su trabajo.

Matthew Clairmont me había sacado ventaja. Había tratado bastante con colegas más antiguos y podía reconocer las señales como para saber que cualquier respuesta no haría más que empeorar la situación. Abrí mi ordenador, apreté el botón de encendido con más fuerza de la necesaria y cogí el primero de mis manuscritos. Apenas la caja quedó desatada, puse su contenido encuadernado en piel en el atril que tenía delante de mí.

Durante la siguiente hora y media, examiné las primeras páginas al menos treinta veces. Empecé por el principio, leyendo los conocidos versos de un poema atribuido a George Ripley que prometían revelar los secretos de la piedra filosofal. Dadas las sorpresas de esa mañana, las descripciones de cómo hacer el León Verde, o de cómo crear al Dragón Negro, y cómo preparar una sangre mística a partir de ingredientes químicos, resultaban todavía más oscuras que de costumbre.

Clairmont, sin embargo, había avanzado mucho en lo suyo, y había llenado páginas de papel color crema con rápidos movimientos de su portaminas Montblanc Meisterstück. De vez en cuando, daba la vuelta a una hoja con un crujido que hacía rechinar mis dientes y empezaba otra vez.

De vez en cuando, el señor Johnson recorría la sala, controlando que nadie estuviera estropeando los libros. El vampiro seguía escribiendo mientras yo miraba furiosa a ambos.

A las diez cuarenta y cinco sentí un hormigueo conocido cuando Gillian Chamberlain entró apresuradamente en el ala Selden. Se dirigió directamente hacia mí…, posiblemente para decirme lo bien que se lo había pasado en la cena de Mabon. Entonces vio al vampiro y dejó caer su bolsa de plástico llena de lápices y papeles. Él levantó la vista y la miró hasta que ella volvió corriendo al ala medieval.

A las once y diez sentí la presión insidiosa de un beso en el cuello. Era el daimón perplejo y adicto a la cafeína de la sala de consulta de música. Enrollaba una y otra vez un juego de auriculares de plástico blanco entre sus dedos, para luego desenrollarlo y lanzarlos girando por el aire. El daimón me vio, inclinó la cabeza hacia Matthew, y se sentó ante uno de los ordenadores del centro de la sala. Había un cartel pegado con cinta adhesiva a la pantalla que rezaba: NO FUNCIONA. YA SE HA AVISADO AL SERVICIO TÉCNICO. Permaneció allí durante varias horas, mirando por encima del hombro y luego al techo de vez en cuando como si tratara de precisar dónde estaba y cómo había llegado allí.

Volví a dirigir mi atención a George Ripley, con los fríos ojos de Clairmont sobre mi cabeza.

A las once cuarenta sentí parches helados entre mis omóplatos.

Aquello era el colmo. Sarah siempre decía que uno de cada diez seres era una criatura no humana, pero en la sala Duke Humphrey aquella mañana las criaturas superaban en número a los humanos en una relación de cinco a uno. ¿De dónde habían salido?

Me puse de pie bruscamente y me di la vuelta, asustando a un angelical y tonsurado vampiro con un montón de misales medievales en los brazos justo cuando estaba tratando de sentarse en un sillón demasiado pequeño para él. Dejó escapar un chillido ante la atención repentina y no deseada que había provocado. Al ver a Clairmont, se puso más blanco de lo que jamás imaginé que fuera posible, incluso para un vampiro. Con una reverencia de disculpa, se escabulló hacia los rincones más sombríos de la biblioteca.

En el transcurso de la tarde, algunos humanos y tres criaturas más entraron en el ala Selden.

Dos desconocidos vampiros de sexo femenino que parecían ser hermanas pasaron junto a Clairmont y se detuvieron entre los estantes de historia local debajo de la ventana para coger libros sobre los primeros asentamientos en Bedfordshire y Dorset escribiendo notas en un solo bloc de papel. Una de ellas susurró algo y Clairmont giró la cabeza con tanta rapidez que de ser cualquier otro ser inferior se habría roto el cuello. Les dirigió un suave siseo que hizo que el pelo se me erizara en el cuello. Se miraron la una a la otra y partieron tan silenciosamente como habían aparecido.

La tercera criatura era un hombre de edad que estaba de pie en medio de un rayo de luz del sol y miraba embelesado las vidrieras antes de volver sus ojos hacia mí. Vestía con la ropa habitual de un académico: chaqueta de
tweed
marrón con coderas de ante, pantalones de pana en un tono de verde ligeramente irritante y una camisa de algodón con las puntas del cuello abotonadas y manchas de tinta en el bolsillo. Ya estaba dispuesta a considerar que era simplemente otro profesor de Oxford cuando un hormigueo en mi piel me dijo que se trataba de un brujo. De todas formas, era un desconocido, y volví a concentrarme en mi manuscrito.

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