Era el 21 de septiembre. En todo el mundo, las brujas estaban compartiendo una comida en la víspera del equinoccio de otoño para celebrar Mabon y dar la bienvenida a la inminente oscuridad del invierno. Pero las brujas de Oxford iban a tener que arreglárselas sin mí. Yo tenía programado dar el discurso de apertura en un importante congreso el mes siguiente. Mis ideas todavía eran difusas y me estaba poniendo nerviosa.
Mi estómago protestó sólo de pensar en lo que mis pares, las brujas, podrían estar comiendo en alguna parte de Oxford. Había estado en la biblioteca desde las nueve y media de la mañana, y sólo había hecho una breve pausa para comer.
Sean se había tomado el día libre, y la persona que lo reemplazaba en el mostrador de préstamos era nueva. Me planteó alguna dificultad cuando le pedí un artículo bastante deteriorado y trató de convencerme de que usara el microfilm. El supervisor de la sala de lectura, el señor Johnson, oyó por casualidad la conversación y salió de su oficina para intervenir.
—Mis disculpas, doctora Bishop —se apresuró a decir, ajustándose unas pesadas gafas de montura oscura sobre la nariz—. Si usted tiene que consultar este manuscrito para su investigación, se lo facilitaremos encantados. —Desapareció para ir a buscar el artículo de préstamo restringido y lo entregó con nuevas disculpas por la contrariedad y por la inexperiencia del personal. Contenta de que mis credenciales como erudita hubieran tenido éxito, pasé la tarde leyendo alegremente.
Quité los dos pesos enrollados de las esquinas superiores del manuscrito y lo cerré con cuidado, contenta por la cantidad de trabajo realizado. Después de tropezar con el manuscrito hechizado el viernes anterior, había dedicado el fin de semana a tareas rutinarias en vez de a la alquimia para así recuperar un cierto sentido de normalidad. Llené formularios de reembolsos financieros, pagué facturas, escribí cartas de recomendación e incluso terminé la reseña de un libro. Estas tareas estuvieron entremezcladas con rituales domésticos como lavar la ropa sucia, beber copiosas cantidades de té y probar recetas de los programas de cocina de la BBC.
Tras empezar temprano esa mañana, había pasado el día tratando de concentrarme en las tareas que realizaba, en lugar de detenerme demasiado en mis recuerdos de las extrañas ilustraciones y el misterioso palimpsesto del Ashmole 782. Miré la breve lista de cosas que tenía que hacer a lo largo del día y las fui anotando. De las cuatro preguntas de mi lista de asuntos para seguir investigando, la tercera era la más fácil de resolver. La respuesta estaba en una antigua revista,
Notas e Investigaciones,
que estaba archivada en los estantes de una de las vitrinas que ascendían hacia los altos techos de la sala. Empujé mi sillón y decidí marcar como ya realizado uno de los temas de mi lista antes de alejarme.
Se accedía a los estantes superiores de la sección de la sala de lectura Duke Humphrey conocida como el ala Selden por medio de unas gastadas escaleras que llevaban a una galería que quedaba sobre las mesas de lectura. Subí los tortuosos peldaños hacia los estantes de madera donde se alineaban cuidadosamente los antiguos libros cubiertos por la dura tela
buckram
. Nadie, salvo un viejo profesor de literatura del Magdalen College y yo, parecía usarlos. Localicé el volumen y murmuré una imprecación entre dientes. Estaba en el estante más alto, justo fuera de mi alcance.
Una grave risa ahogada me sobresaltó. Giré la cabeza para ver quién se había sentado en la mesa en el extremo más lejano de la galería, pero allí no había nadie. Estaba oyendo cosas otra vez. Oxford era todavía una ciudad fantasma, y cualquiera que perteneciera a la universidad ya se había ido hacía una hora para beber una copa de jerez gratis antes de la cena en la sala común de estudiantes del último año de su propio
college.
Debido a la festividad de Wiccan, incluso Gillian se había marchado al caer la tarde, después de hacerme una última invitación y echar un vistazo a mi material de lectura con los ojos entrecerrados.
Busqué la escalera taburete de la galería, pero no la encontré. En la Bodleiana escaseaban de manera notoria tales elementos, y tardaría quince minutos en encontrar uno en la biblioteca y llevarlo arriba para coger el volumen. Vacilé. Aunque había tenido en mis manos un libro hechizado, me había resistido a la considerable tentación de hacer más magia un viernes. Además, nadie lo vería.
A pesar de mis razonamientos, mi piel sintió un hormigueo de angustia. No violaba mis propias reglas muy a menudo, y llevaba una cuenta mental de las situaciones que me habían incitado a recurrir a mi magia en busca de ayuda. Aquélla era la quinta vez ese año, incluyendo el hechizo de la lavadora estropeada y el haber tocado el Ashmole 782. No estaba tan mal para finales septiembre, pero tampoco era mi mejor marca personal.
Respiré hondo, levanté la mano e imaginé el libro en ella.
El volumen 19 de
Notas e Investigaciones
se deslizó cinco centímetros hacia atrás, se inclinó en ángulo como si una mano invisible lo estuviera arrastrando y cayó para golpear con fuerza en la palma abierta de mi mano. Una vez allí, se abrió en la página que yo necesitaba.
Había tardado tres segundos. Dejé escapar otro suspiro para liberarme un poco del sentimiento de culpa. Repentinamente, sentí una mirada helada entre mis omóplatos.
Me habían visto, y no era un observador humano normal. Cuando una bruja examina a otra, el roce de sus ojos se siente como un hormigueo. Sin embargo, las brujas no son las únicas criaturas que comparten el mundo con los humanos. También hay daimones, criaturas creativas, artísticas, que caminan por una cuerda floja entre la demencia y el genio. Mi tía describía a estos seres extraños y desconcertantes como «estrellas de rock y asesinos en serie». Además, hay vampiros, antiguos y hermosos, que se alimentan de sangre y, si no lo matan a uno antes, resultan totalmente encantadores.
Cuando un daimón me mira, siento la presión leve y perturbadora de un beso. Pero cuando un vampiro mira fijamente, se siente un frío concentrado y peligroso.
Recorrí mentalmente a todos los lectores en la sala Duke Humphrey. Había habido un vampiro, un monje angelical que examinaba detenidamente misales medievales y devocionarios como un amante. Pero no se encuentran con frecuencia vampiros en las salas de libros raros. Ocasionalmente, alguno sucumbía a la vanidad y a la nostalgia y entraba para recordar el pasado, pero eso no era habitual.
Era mucho más normal encontrar brujas y daimones en las bibliotecas. Gillian Chamberlain había estado allí aquel día, estudiando sus papiros con una lupa. Y definitivamente había dos daimones en la sala de consulta de música. Habían levantado la vista, aturdidos, cuando pasé caminando rumbo a Blackwell’s a tomar el té. Uno me dijo que le trajera un café con un poco de leche al volver, lo cual era una señal de lo abstraído que estaba en fuese cual fuese la locura que se había apoderado de él en ese momento.
No, era un vampiro quien me miraba en ese instante.
Me había encontrado con algunos vampiros, ya que yo trabajaba en un terreno en que me ponía en contacto con científicos, y había gran número de vampiros en los laboratorios de todo el mundo. La ciencia recompensa el intenso estudio y la paciencia. Y gracias a sus solitarias costumbres de trabajo, un científico podía tener un círculo reducido de conocidos, prácticamente limitado a sus compañeros de trabajo más cercanos. Eso hacía que una vida que abarcaba siglos en vez de décadas fuera mucho más fácil de llevar.
En estos tiempos, los vampiros se orientaban hacia los aceleradores de partículas, los proyectos para descifrar el genoma y la biología molecular. En otras épocas habían acudido en tropel a la alquimia, la anatomía y la electricidad. Si alguna actividad incluía explosiones, involucraba sangre o prometía revelar los secretos del universo, con seguridad habría un vampiro por allí.
Agarré mi ejemplar de
Notas e Investigaciones
conseguido de forma poco ortodoxa y me volví para encararme con el testigo. Estaba entre las sombras, al otro lado de la sala, delante de los libros de consulta de paleografía, apoyado contra uno de los elegantes pilares de madera que sostenían la galería. Un ejemplar abierto de la
Guía para escrituras usadas en inglés hasta 1500,
de Janet Roberts, se balanceaba en sus manos.
Nunca había visto a aquel vampiro antes, pero estaba bastante segura de que no necesitaba ayuda sobre la manera de descifrar viejas caligrafías.
Cualquiera que haya leído algún
best seller
en edición de bolsillo o incluso haya visto televisión sabe que los vampiros son algo que te deja sin aliento, pero nada te prepara para ver un vampiro real. Sus estructuras óseas están tan delineadas que parecen cinceladas por un escultor experto. Además, se mueven, o hablan, y la mente no puede ni siquiera empezar a absorber lo que está viendo. Cada movimiento está lleno de gracia; cada palabra es musical. Además sus ojos son irresistibles, y es así precisamente como atrapan a sus presas. Una larga mirada, algunas palabras suaves, un roce. Cuando uno queda enganchado en la trampa de un vampiro, no hay posibilidad de huida.
Al mirar atentamente a aquel vampiro me di cuenta, con una gran sensación de angustia, de que mis conocimientos sobre el tema eran, ¡ay!, en gran parte teóricos. Poco me servían en ese momento en que me enfrentaba a uno en la Biblioteca Bodleiana.
El único vampiro con el que yo había tenido un encuentro, más bien fugaz, trabajaba en el acelerador de partículas nuclear en Suiza. Jeremy era muy delicado y hermoso, pelo rubio brillante, ojos azules y una risa contagiosa. Se había acostado con la mayoría de las mujeres en el cantón de Ginebra y en ese momento se estaba abriendo paso por la ciudad de Lausana. Qué era lo que hacía después de seducirlas era algo que yo nunca traté de investigar a fondo, y rechacé sus insistentes invitaciones a salir a tomar una copa. Siempre pensé que Jeremy era representativo de su raza. Pero en comparación con el que en ese momento tenía delante, parecía huesudo, desgarbado y extremadamente joven.
Éste era alto. Medía casi dos metros, incluso teniendo en cuenta los problemas de perspectiva relacionados con el hecho de estar mirándolo desde lo alto de la galería. Y decididamente no era muy delicado en sus formas. Los anchos hombros se estrechaban en caderas esbeltas, que se convertían en piernas delgadas y musculosas. Sus manos eran sorprendentemente largas y ágiles, una señal de delicadeza fisiológica que motivó que mi mirada se fijase en ellas para intentar descubrir cómo podían pertenecer a un hombre de semejante estatura.
Mientras mis ojos lo recorrían de arriba abajo, los suyos estaban fijos en mí. Desde el otro lado de la sala parecían negros como la noche, mirando por debajo de unas cejas gruesas e igualmente negras. Una de ellas se enarcaba formando una curva que sugería la forma de un signo de interrogación. Su cara resultaba sorprendente, con diferentes planos y superficies; sus pómulos se elevaban en ángulo hacia las cejas que protegían y daban sombra a sus ojos. Por encima de la barbilla se encontraba uno de los pocos rasgos en donde parecía reflejarse la ternura: una gran boca que, al igual que sus largas manos, no parecía armonizar con el resto.
Pero lo más perturbador en él no era su perfección física, sino la combinación salvaje de fuerza, agilidad e inteligencia aguda que era palpable incluso desde el otro lado de la sala. Con sus pantalones negros y el suave jersey gris, su cabello negro peinado hacia atrás, arrancando de la frente y muy corto en la nuca, parecía una pantera dispuesta a atacar en cualquier momento, pero que no tenía ninguna prisa por comenzar.
Sonrió. Fue una sonrisa pequeña y educada sin mostrar los dientes. De todas maneras, yo sabía muy bien que estaban allí, situados en hileras perfectamente rectas y afiladas detrás de sus pálidos labios.
El simple hecho de pensar en «dientes» envió una instintiva corriente de adrenalina por todo mi cuerpo, haciendo que mis dedos sintieran un hormigueo. De pronto, lo único en lo que podía pensar era en salir de inmediato de aquella sala. «Sal ya», me dije.
La escalera parecía más alejada de los cuatro pasos que se necesitaban para llegar a ella. Bajé corriendo hasta el piso de abajo, tropecé en el último escalón, y me lancé directamente a los brazos del vampiro, que me estaba esperando.
Por supuesto, había llegado antes que yo al pie de las escaleras.
Sus dedos estaban fríos y sus brazos parecía más de acero que de carne y hueso. El aire estaba impregnado con aromas de clavo, canela y algo que me recordaba al incienso. Me ayudó a ponerme de pie, levantó
Notas e Investigaciones
del suelo y me lo entregó con una pequeña reverencia.
—La doctora Bishop, supongo.
Asentí con un gesto mientras temblaba de pies a cabeza.
Metió los dedos largos y pálidos de su mano derecha en un bolsillo y sacó una tarjeta de visita blanca y azul que me ofreció.
—Matthew Clairmont.
Cogí el borde de la tarjeta, con cuidado de no tocar sus dedos al hacerlo. El conocido logotipo de la Universidad de Oxford, con las tres coronas y el libro abierto, estaba impreso junto al nombre de Clairmont, seguido por una serie de iniciales que indicaban que ya era miembro de la Royal Society.
No estaba mal para alguien que parecía tener entre treinta y cinco y cuarenta años, aunque imaginé que su verdadera edad seguramente fuese al menos diez veces superior.
En cuanto a su especialidad de investigación, no fue ninguna sorpresa ver que el vampiro era profesor de Bioquímica y asociado a Neurociencia de Oxford en el hospital John Radcliffe. Sangre y anatomía, dos de los elementos favoritos de los vampiros. La tarjeta tenía tres números de teléfono diferentes del laboratorio, además de un número del despacho y una dirección de correo electrónico. Puede que yo no lo hubiese visto hasta ese momento, pero desde luego resultaba imposible no encontrarlo.
—Profesor Clairmont —musité sin que apenas las palabras llegaran a mi garganta, y contuve el impulso de salir corriendo dando gritos hacia la salida.
—No nos conocemos —continuó, con un extraño acento en la voz. Se trataba del típico acento universitario de Oxford-Cambridge pero con un toque que me resultaba difícil identificar. Descubrí que sus ojos, que en ningún momento se apartaron de mi cara, en realidad no eran oscuros, sino que estaban dominados por pupilas dilatadas con un iris formado por una franja gris verdosa. Su atractivo era intenso, y me resultaba imposible apartar la mirada.