—Es mi hogar también —señaló Matthew, con su mandíbula tensa en un gesto de terquedad.
—Tu madre se jacta abiertamente de todas las brujas que ha matado y culpa a cada bruja con la que se encuentra de lo que les ocurrió a Louisa y a tu padre.
Matthew frunció el ceño y por fin Marcus comprendió. La fotografía había traído a la memoria de Matthew la muerte de Philippe y la lucha contra la demencia de Ysabeau en los años posteriores.
Matthew apretó las palmas de sus manos contra las sienes, como si tratara desesperadamente de concebir un plan mejor empujando desde fuera.
—Diana no tuvo nada que ver con ninguna de esas tragedias. Ysabeau lo comprenderá.
—No lo va a comprender…, tú sabes que no lo comprenderá —dijo Marcus obstinadamente. Quería a su abuela y no deseaba hacerle daño. Y si Matthew, su favorito, le llevaba una bruja a su casa, eso iba a dolerle. Y mucho.
—No hay otro lugar más seguro que Sept-Tours. Los brujos y las brujas se lo pensarán dos veces antes de meterse con Ysabeau…, y menos en su propia casa.
—Por el amor de Dios, no las dejes a las dos juntas a solas.
—No lo haré —aseguró Matthew—. Voy a necesitar que tú y Miriam os trasladéis a la casa del vigilante con la esperanza de que eso convenza a todos de que Diana se aloja ahí. Van a descubrir la verdad al final, pero eso puede darnos algunos días de ventaja. Mis llaves las tiene el portero. Vuelve dentro de unas horas, cuando ya nos hayamos ido. Recoge el edredón de la cama de ella (estará impregnado con su perfume) y ve a Woodstock. Quédate allí hasta que tengas noticias mías.
—¿Puedes protegerte a ti mismo y a esa bruja al mismo tiempo? —preguntó Marcus en voz baja.
—Puedo manejarlo —respondió Matthew con seguridad.
Marcus asintió con la cabeza y los dos vampiros se agarraron por los antebrazos, intercambiando una mirada significativa. Cualquier cosa que tuvieran que decirse en momentos como éstos, había sido dicha hacía mucho.
Cuando Matthew se quedó solo de nuevo, se arrellanó en el sofá y metió la cabeza entre sus manos. La vehemente oposición de Marcus lo había conmovido.
Levantó la vista y miró otra vez el grabado de la diosa de la caza que acechaba a su presa. Otro verso del mismo poema antiguo le vino a la mente.
—«La vi venir desde el bosque —susurró—, la que quiere cazarme, amada Diana».
En el dormitorio, demasiado lejos como para que un ser de sangre caliente pudiera haberle oído, Diana se movió y gritó. Matthew corrió a su lado y la abrazó. La necesidad de protegerla reapareció, y con ella una renovada sensación de tener un objetivo.
—Estoy aquí —murmuró sobre los mechones de arco iris que formaban su pelo. Observó el rostro de Diana mientras dormía, con la boca fruncida y una arruga de feroz aspecto entre sus ojos. Era un rostro que había estudiado durante horas y conocía bien, pero sus contradicciones todavía lo fascinaban—. ¿Me has hechizado? —se preguntó en voz alta.
Después de esa noche, Matthew supo que su necesidad de ella era mayor que cualquier otra cosa. Ni su familia ni su próximo banquete de sangre importaban tanto como saber que ella estaba a salvo y al alcance de su mano. Si eso era lo que significaba estar hechizado, estaba perdido.
Tensó los brazos, sosteniendo a Diana, que dormía en una posición que no se hubiera permitido si estuviera despierta. Ella suspiró, acomodándose junto a él.
Si él no hubiera sido un vampiro, no habría comprendido las débiles palabras que ella murmuró al agarrar la
ampulla
y la tela de su jersey, con el puño apoyado con firmeza contra su corazón.
—No estás perdido. Yo te he encontrado.
Matthew se pregunto fugazmente si lo había imaginado, pero sabía que no había sido así.
Ella podía oír sus pensamientos.
No siempre, ni cuando estaba consciente…, todavía no. Pero era sólo cuestión de tiempo que Diana supiera todo lo relacionado con él. Ella iba a conocer sus secretos, las cosas oscuras y terribles a las que él no tenía el coraje necesario para enfrentarse.
Ella respondió con otro débil murmullo:
—Tengo coraje suficiente para los dos.
Matthew inclinó su cabeza hacia la de ella.
—Deberás tenerlo.
17
H
abía un fuerte sabor a clavo en mi boca, y estaba envuelta como una momia en mi edredón. Cuando me moví dentro de mi envoltura, los viejos muelles de la cama chirriaron un poco.
—Tranquila. —Los labios de Matthew estaban en mi oreja, y su cuerpo formaba un caparazón contra mi espalda. Estábamos acostados como cucharas en un cajón, la una pegada a la otra.
—¿Qué hora es? —Mi voz era áspera.
Matthew se apartó un poco y miró su reloj.
—Es más de la una.
—¿Desde cuándo estoy durmiendo?
—Desde más o menos las seis de la tarde de ayer.
«Ayer».
En mi mente estallaron palabras e imágenes: el manuscrito de alquimia, la amenaza de Peter Knox, mis dedos que se ponían azules por la electricidad, la fotografía de mis padres, la mano de mi madre congelada en una búsqueda que nunca iba a llegar a buen puerto.
—Me diste alguna droga. —Aparté el edredón, tratando de dejar mis manos libres—. No me gusta tomar drogas, Matthew.
—La próxima vez que entres en shock, te dejaré sufrir innecesariamente. —Le dio un solo tirón al edredón, que fue más eficaz que todos mis esfuerzos previos.
El tono afilado de Matthew agitó fragmentos de mi memoria y nuevas imágenes salieron a la superficie. La cara contraída de Gillian Chamberlain que me advertía acerca de guardar secretos, y el pedazo de papel que me ordenaba recordar. Durante algunos momentos tuve otra vez siete años y trataba de comprender cómo era posible que mis vitales y brillantes padres pudieran haber desaparecido de mi vida.
En mis habitaciones estiré la mano hacia Matthew, mientras que en mi recuerdo la mano de mi madre se estiraba buscando a mi padre en medio de un círculo de tiza. La persistente desolación de mi infancia ante su muerte chocaba con una nueva empatía adulta ante el desesperado intento de mi madre por tocar a mi padre. De manera brusca, me aparté de los brazos de Matthew, recogí las rodillas hasta mi pecho para formar un ovillo apretado y protector.
Matthew quería ayudar —me daba cuenta de eso—, pero estaba poco seguro de mí, y la sombra de mis propias emociones caía sobre su rostro.
La voz de Knox resonó otra vez en mi mente, llena de veneno: «Recuerda quién eres».
«¿Recuerdas?», decía la nota.
Sin advertencia alguna, me volví hacia el vampiro, acortando rápidamente la distancia entre los dos. Mis padres habían desaparecido, pero Matthew estaba allí. Metí la cabeza bajo su barbilla, escuché durante varios minutos a la espera del siguiente bombeo de sangre en su sistema. Los pausados ritmos de su corazón de vampiro pronto me adormecieron.
Mi propio corazón latía con fuerza cuando me desperté otra vez en la oscuridad; eché hacia atrás con los pies el edredón suelto y me moví hasta quedar sentada. Detrás de mí, Matthew encendió la lámpara, con la pantalla todavía inclinada para no iluminar la cama.
—¿Qué ocurre? —me preguntó.
—La magia me encontró. Los brujos y las brujas también me encontraron. Mi magia me va a matar, como mató a mis padres. —Las palabras salieron a borbotones de mi boca, aceleradas por el pánico, y salté para quedar de pie.
—No. —Matthew se alzó y se plantó entre la puerta y yo—. Vamos a enfrentarnos a esto, Diana, sea lo que sea. De lo contrario, nunca dejarás de huir.
Una parte de mí sabía que él estaba en lo cierto. El resto quería huir hacia la oscuridad. Pero ¿cómo podía hacerlo con un vampiro en medio del camino?
El aire empezó a moverse alrededor de mí, como si tratara de eliminar la sensación de estar atrapada. Un movimiento helado levantó las perneras de mis pantalones. El aire ascendió por mi cuerpo, levantando el pelo alrededor de mi cara en una brisa apacible. Matthew soltó una imprecación y se dirigió hacia mí, con su brazo extendido. La brisa se convirtió en ráfagas de viento que movían la ropa de la cama y las cortinas.
—Está bien. —Su voz tenía precisamente el tono necesario para ser escuchada por el encima del remolino y para calmarme al mismo tiempo.
Pero no fue suficiente.
La fuerza del viento siguió aumentando y con ella mis brazos se alzaron también, transformando el aire en una columna que me envolvió protectora, igual que el edredón. Al otro lado de estos movimientos, Matthew permanecía inmóvil, con una mano todavía extendida y sus ojos fijos en los míos. Cuando abrí la boca para advertirle que no se acercara, sólo salió un aire gélido.
—Está bien —dijo otra vez, sin apartar su mirada—. No me moveré.
No me había dado cuenta de que ése era el problema hasta que pronunció las palabras.
—¡Lo prometo! —gritó con firmeza.
El viento vaciló. El ciclón que me rodeaba se convirtió en un remolino, luego en una brisa y después desapareció completamente. Con un grito ahogado caí de rodillas.
—¿Qué me está pasando? —Todos los días corría, remaba y practicaba yoga, y mi cuerpo hacía lo que yo le ordenaba. Pero en ese momento estaba haciendo cosas inimaginables. Bajé la vista para confirmar que mis manos no estuvieran electrizadas y echando chispas y que mis pies no siguieran siendo azotados por los vientos.
—Eso ha sido un viento de brujos —explicó Matthew, sin moverse—. ¿Sabes qué es eso?
Había oído hablar de una bruja en Albany que podía convocar tormentas, pero nunca nadie me había hablado de «vientos de brujos».
—En realidad, no —confesé, sin dejar de echar miraditas a mis manos y a mis pies.
—Algunas brujas o brujos han heredado la capacidad de controlar el elemento aire. Tú eres una de ellos —dijo.
—Esto no ha sido precisamente control.
—Es tu primera vez. —Matthew hablaba con total naturalidad. Señaló a su alrededor el pequeño dormitorio: las cortinas y las sábanas estaban intactas, toda la ropa desperdigada sobre la cómoda y por el suelo estaba exactamente donde había sido dejada aquella mañana—. Los dos estamos aquí todavía, y no parecería que hubiera pasado un tornado por la habitación. Eso es control…, por ahora.
—Pero yo no lo he convocado. ¿Estas cosas le ocurren a las brujas así por las buenas…, fuegos eléctricos y vientos sin que intervenga su voluntad? —Me eché hacia atrás el mechón de pelo que caía sobre mis ojos y me balanceé, exhausta. Habían ocurrido demasiadas cosas en las últimas veinticuatro horas. Matthew inclinó su cuerpo hacia mí como si estuviera preparado para evitar que yo cayera.
—Vientos de brujos y dedos azules son raros en estos tiempos. Hay magia dentro de ti, Diana, y quiere salir, te guste o no.
—Me sentía atrapada.
—No debí haberte acorralado anoche. —Matthew parecía avergonzado—. A veces no sé qué hacer contigo. Eres como una máquina de movimiento perpetuo. Todo lo que yo quería era que te quedaras quieta un momento y escucharas.
Debe de ser todavía más difícil vérselas con mi incesante necesidad de moverme si se trata de un vampiro, que apenas necesita respirar. Otra vez el espacio entre Matthew y yo se hizo demasiado grande repentinamente. Empecé a ponerme de pie.
—¿Estoy perdonado? —preguntó sinceramente. Asentí con la cabeza—. ¿Puedo? —preguntó señalando sus pies. Asentí con la cabeza otra vez.
Dio tres pasos rápidos en el mismo tiempo que yo necesité para ponerme de pie. Mi cuerpo cayó sobre él, tal como había ocurrido la primera vez que lo vi en la Bodleiana, de pie, aristocrático y sereno, en la sala de lectura Duke Humphrey. Esta vez, sin embargo, no me aparté tan rápidamente, sino que me apoyé en él a propósito. Su piel me resultó tranquilizadora y fría, en lugar de fría e intimidante.
Permanecimos así, en silencio, durante algunos instante, abrazados el uno al otro. Mi corazón se calmó. Sus brazos estaban relajados, aunque su respiración temblorosa indicaba que no le resultaba fácil.
—Yo también lo siento. —Mi cuerpo se relajó sobre él y sentí la aspereza de su jersey sobre mi mejilla—. Trataré de mantener mi energía controlada.
—No hay nada por lo que disculparse. Y tú no debes intentar con tanto empeño ser algo que no eres. ¿Tomarías un poco de té si te lo preparo? —me preguntó. Sus labios se movieron casi apoyados sobre mi cabeza.
En el exterior, la noche todavía no daba paso a las luces del amanecer.
—¿Qué hora es?
Matthew movió la mano entre mis omóplatos para poder ver la esfera del reloj.
—Un poco más de las tres.
Dejé escapar un gemido.
—Estoy muy cansada, pero un té me parece una idea estupenda.
—Lo haré entonces. —Aflojó delicadamente mis brazos alrededor de su cintura—. Vuelvo enseguida.
Sin querer dejar que desapareciera de mi vista, lo seguí. Rebuscó entre las latas y las bolsas de té disponibles.
—Te dije que me gustaba el té —me disculpé mientras él encontraba otra bolsa marrón en la alacena, metida detrás de una cafetera que yo rara vez usaba.
—¿Tienes alguna preferencia? —Señaló el estante lleno.
—El que está en una bolsa negra con etiqueta dorada, por favor. —El té verde parecía la opción más tranquilizante.
Se ocupó del agua y de la tetera. Vertió el agua caliente sobre las hojas fragantes y me entregó una vieja taza descascarillada en cuanto estuvo listo. Los aromas del té verde, la vainilla y los cítricos eran muy diferentes de Matthew, pero resultaban de todas formas reconfortantes.
Se sirvió una taza para él también y sus fosas nasales se dilataron para apreciarlo.
—Esto no huele tan mal —reconoció, tomando un pequeño sorbo. Fue la única vez que lo vi beber algo que no fuera vino.
—¿Dónde nos sentamos? —pregunté, envolviendo la taza en mis manos.
Matthew inclinó la cabeza hacia la sala.
—Ahí. Tenemos que hablar.
Se sentó en una esquina del viejo y cómodo sofá, y yo me acomodé frente a él. El vapor del té me llegó a la cara, un apacible recuerdo del viento de brujos.
—Tengo que comprender por qué Knox cree que has roto el hechizo del Ashmole 782 — comenzó Matthew una vez que estuvimos sentados.
Le repetí la conversación en las habitaciones del director.
—Dijo que los hechizos se vuelven imprevisibles alrededor de los aniversarios de su inicio. Que otras brujas y otros brujos, que sí conocían las artes de la brujería, habían tratado de deshacerlo y habían fallado. Según él, yo me encontraba simplemente en el lugar adecuado en el momento preciso.