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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (36 page)

BOOK: El descubrimiento de las brujas
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—¿Qué son?

—Un sedante. —Su mirada severa me hizo meterme rápidamente ambas pastillas en la boca, junto con un sorbo de agua—. Las tengo conmigo desde que me dijiste que sufrías ataques de pánico.

—Odio tomar tranquilizantes.

—Has sufrido una conmoción y hay demasiada adrenalina en tu cuerpo. Tienes que descansar.

Matthew me envolvió en el edredón hasta que quedé encerrada en un capullo lleno de bultos. Se sentó en la cama y sus zapatos hicieron un ruido sordo al golpear contra el suelo, para luego tumbarse con la espalda apoyada sobre las almohadas. Cuando abrazó mi cuerpo envuelto en el edredón para apretarme contra él, suspiré. Matthew pasó el brazo izquierdo por encima y me sujetó bien. Mi cuerpo, a pesar de todo aquel envoltorio, se ajustaba perfectamente al de él.

La droga se fue incorporando a mi torrente sanguíneo. Cuando me estaba quedando lentamente dormida, el teléfono de Matthew vibró en su bolsillo. El sobresalto me despertó.

—No es nada, probablemente Marcus —dijo, rozándome la frente con sus labios. Mis latidos retomaron su ritmo normal—. Trata de descansar. Ya no estás sola.

Todavía podía sentir yo la cadena que me anclaba a Matthew, de bruja a vampiro.

Con los eslabones de esa cadena tensos y brillantes, me dormí.

Capítulo
16

S
e veía el cielo oscuro por las ventanas de Diana antes de que Matthew pudiera apartarse de ella. Inquieta al principio, finalmente había caído en un sueño profundo. Él sintió los cambios sutiles en su olor a medida que su conmoción se calmaba y una fría irritación lo dominaba cada vez que pensaba en Peter Knox y en Gillian Chamberlain.

Matthew no podía recordar cuándo se había sentido tan protector con otro ser. Percibía también otras emociones, que se negaba a reconocer o siquiera nombrar.

«Es una bruja —se recordó mientras la observaba dormir—. No es para ti».

Cuanto más lo decía, menos parecía importarle.

Por fin, se apartó suavemente y se deslizó fuera de la habitación, dejando la puerta entreabierta por si acaso ella se movía.

A solas en la sala, el vampiro dejó salir la fría irritación que había mantenido bullendo en su interior durante horas. Su intensidad casi lo ahoga. Cogió el cordón de cuero en el cuello del jersey y tocó las superficies gastadas y suaves del ataúd de plata de Lázaro. El ruido de la respiración de Diana era lo único que le impedía saltar a través de la noche para perseguir a un par de brujos.

Los relojes de Oxford dieron las ocho y su familiar y repetido sonido le hizo recordar la llamada perdida. Sacó su teléfono del bolsillo y revisó los mensajes, pasando rápidamente los avisos automáticos de los sistemas de seguridad de los laboratorios y del Viejo Pabellón. Había varios mensajes de Marcus.

Matthew frunció el ceño y marcó el número para recuperarlos. Marcus no era propenso a alarmarse. ¿Qué podía ser tan urgente?

«Matthew —la voz familiar no tenía nada de su habitual encanto juguetón—, tengo los resultados de las pruebas de ADN de Diana. Son… sorprendentes. Llámame.

La voz grabada todavía no había terminado de hablar cuando el dedo del vampiro ya estaba marcando otra tecla, una sola, en el teléfono. Se pasó la mano que tenía libre por el pelo mientras esperaba que Marcus cogiera el teléfono. Sólo tuvo que esperar un tono.

—Matthew. —No había amabilidad en la reacción de Marcus, sino únicamente alivio. Habían pasado varias horas desde que había dejado los mensajes. Marcus incluso había buscado en el sitio favorito de Matthew en Oxford, el Museo Pitt Rivers, donde el vampiro pasaba muchas horas con su atención dividida entre el esqueleto de un iguanodonte y un retrato de Darwin. Miriam lo había echado finalmente del laboratorio, harta de sus repetidas preguntas acerca de dónde y con quién podría estar Matthew.

—Está con ella, por supuesto —había dicho Miriam a última hora de la tarde, con un fuerte tono de desaprobación en la voz—. ¿Dónde si no? Y si no vas a seguir trabajando, vete a tu casa y espera allí a que te llame. Aquí me estás interrumpiendo.

—¿Qué indican las pruebas? —La voz de Matthew era baja, pero su rabia era audible.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Marcus rápidamente.

Una fotografía boca arriba en el suelo del baño atrajo la atención de Matthew. Era la que Diana sostenía en la mano esa tarde. Entrecerró los ojos al observar la imagen.

—¿Dónde estás? —preguntó con tono irritado.

—En casa —respondió Marcus con cierta inquietud.

Matthew recogió la foto del suelo y siguió su olor hasta donde un pedazo de papel se había deslizado a medias debajo del sofá. Leyó la única palabra del mensaje y respiró hondo.

—Trae los informes y mi pasaporte al New College. Las habitaciones de Diana están en el patio que da al jardín, al final de la escalera siete.

Veinte minutos después Matthew abrió la puerta, con los pelos de punta y una cara con aspecto feroz. El vampiro más joven tuvo que contenerse para no dar un paso hacia atrás.

Marcus le entregó un pasaporte granate con una carpeta de papel de estraza dentro, con movimientos calculados y pacientemente pausados. No iba a entrar en las habitaciones de la bruja sin el permiso de Matthew, y menos cuando el vampiro estaba en ese estado.

El permiso tardó en llegar, pero al fin Matthew cogió la carpeta y se hizo a un lado para que Marcus pudiera entrar.

Mientras Matthew examinaba los resultados de las pruebas de Diana, Marcus lo examinaba a él. Su sensible nariz percibió la madera antigua y las gastadas telas, al mismo tiempo que el olor del miedo de la bruja y las emociones apenas controladas del vampiro. El pelo de su nuca se erizó ante tan volátil combinación y un gruñido reflexivo se frenó en su garganta.

Con el paso de los años, Marcus había llegado a apreciar las mejores cualidades de Matthew: su compasión, su conciencia, su paciencia con aquellos a los que amaba. Y también conocía sus defectos; el primero de ellos, la cólera. La rabia de Matthew era tan destructora que una vez que el veneno había sido expulsado, el vampiro solía desaparecer durante meses o incluso años para terminar de aceptar lo que había hecho.

Y Marcus nunca había visto a su padre tan fríamente furioso como en ese momento.

Matthew Clairmont había entrado en la vida de Marcus en 1777 y la cambió… para siempre. Había aparecido en la granja de Bennett al lado de una camilla improvisada que llevaba al herido marqués de Lafayette de los fatales campos de la batalla de Brandywine. Matthew destacaba por encima de los demás hombres, gritando órdenes a todos sin considerar el rango.

Nadie cuestionaba sus órdenes, ni siquiera Lafayette, que bromeaba con su amigo a pesar de sus heridas. Sin embargo, el buen humor del marqués no podía frenar la afilada lengua de Matthew. Cuando Lafayette protestó que podía arreglárselas mientras soldados con heridas más graves eran atendidos, Clairmont soltó una andanada en francés tan cargada de improperios y amenazas que sus propios hombres lo miraron con temor y el marqués optó por guardar silencio.

Marcus había escuchado, con ojos desorbitados, cuando el soldado francés recriminó al jefe del cuerpo médico del ejército, el estimado doctor Shippen, tras rechazar su proyectado tratamiento como «brutal». Clairmont exigió, en cambio, que el subjefe, el doctor John Cochran, tratara a Lafayette. Dos días después se pudo oír a Clairmont y a Shippen discutiendo en fluido latín los puntos más sutiles de anatomía y fisiología, para deleite del equipo médico y del general Washington.

Matthew había matado a más soldados británicos que cualquier otro antes de que el Ejército Continental fuera derrotado en Brandywine. Los hombres que eran traídos al hospital contaban increíbles historias de su intrepidez en la lucha. Algunos afirmaban que iba directamente hacia las líneas enemigas como si nada, a pesar de las balas y las bayonetas. Cuando los cañones callaron, Clairmont insistió en que Marcus se quedara con el marqués como enfermero.

En el otoño, en cuanto Lafayette pudo montar otra vez, ambos desaparecieron en los bosques de Pensilvania y Nueva York. Regresaron con una legión de guerreros oneida. Los oneida le llamaban Kayewla a Lafayette, por su destreza con el caballo. A Matthew le apodaban Atlutanu’n, el guerrero jefe, por su habilidad para conducir hombres en la batalla.

Matthew permaneció en el ejército hasta mucho después de que Lafayette regresara a Francia. Marcus también continuó en servicio, como segundo ayudante de cirugía. Día tras día, trataba de curar las heridas de los soldados heridos por mosquetes, cañones y espadas. Clairmont siempre lo buscaba a él cuando alguno de sus propios hombres era herido. Decía que Marcus tenía un don para curar.

Poco después de que el Ejército Continental llegara a Yorktown en 1781, Marcus contrajo una fiebre. Su don para curar no sirvió para nada entonces. Yacía helado y temblando, atendido sólo cuando alguien tenía tiempo. Después de cuatro días de sufrimiento, Marcus supo que se estaba muriendo. Cuando Clairmont llegó para visitar a algunos de sus hombres heridos, acompañado otra vez por Lafayette, vio a Marcus en un catre destartalado en un rincón y sintió el olor de la muerte.

El oficial francés estaba sentado al lado del joven cuando la noche se convirtió en día mientras le estaba contando su historia. Marcus creyó que estaba soñando. ¿Un hombre que bebía sangre al que le resultaba imposible morir? Después de escuchar eso, Marcus quedó convencido de que ya estaba muerto y estaba siendo atormentado por uno de los demonios sobre los que su padre le había advertido diciéndole que se iban a apoderar de su naturaleza pecadora.

El vampiro le explicó a Marcus que podía sobrevivir a la fiebre, pero esto tenía un precio. Primero tendría que renacer. Luego tendría que cazar, y matar, y beber sangre…, incluso sangre humana. Durante un tiempo, su necesidad de sangre le haría imposible trabajar entre los heridos y los enfermos. Matthew prometió enviar a Marcus a la universidad mientras se acostumbraba a su nueva vida.

Poco antes del amanecer, cuando el dolor se tornó insoportable, Marcus decidió que su deseo de vivir era mayor que el miedo a la nueva vida que el vampiro le había presentado. Matthew lo alzó, debilitado y ardiendo de fiebre, lo sacó del hospital y lo trasladó al bosque donde los oneida los esperaban para llevarlos a las montañas. Matthew le sacó toda la sangre en un remoto rincón donde nadie podía escuchar sus gritos. Todavía en la actualidad Marcus podía recordar la tremenda sed que se apoderó de él después. Lo volvía loco, desesperado por beber algo frío y líquido.

Finalmente, Matthew se había desgarrado su propia muñeca con los dientes para que Marcus bebiera. La poderosa sangre del vampiro lo hizo volver a una sorprendente vida.

Los oneida esperaban impasibles en la boca de la cueva y le impedían causar estragos en las granjas cercanas cuando su sed de sangre aparecía. Se habían dado cuenta de lo que era Matthew tan pronto como éste había aparecido en su aldea. Era como Dagwanoenyent, el brujo que vivía en el remolino de viento y no podía morir. Por qué los dioses habían decidido otorgar estos dones al guerrero francés era un misterio para los oneida, pero los dioses se caracterizaban por sus decisiones desconcertantes. Lo único que podían hacer era asegurarse de que sus niños conocieran la leyenda de Dagwanoenyent, enseñándoles cuidadosamente la manera de matar a semejante criatura quemándola, moliendo sus huesos hasta convertirlos en polvo y dispersándolo a los cuatro vientos para que no pudiera volver a renacer.

Frustrado, Marcus había actuado como el niño que era, aullando con frustración e insatisfecha necesidad. Cuando Matthew cazaba un venado para alimentar al joven que había renacido como su hijo, Marcus lo chupaba rápidamente hasta dejarlo seco. Saciaba su hambre, pero no acallaba el sordo golpeteo en sus venas cuando la sangre antigua de Matthew se mezclaba con su cuerpo.

Después de una semana de regresar con caza fresca a su madriguera, Matthew decidió que Marcus estaba listo para salir a cazar él mismo. Padre e hijo rastrearon venados y osos por profundos bosques y riscos de montañas iluminadas por la luna. Matthew le enseñó a olfatear el aire, a observar en las sombras las menores señales de movimiento, y a percibir los cambios en el viento que podían traer olores frescos a su encuentro. Y enseñó a matar al que antes ejercía como sanador.

En aquellos primeros tiempos, Marcus quería sangre más sustanciosa. La necesitaba también para saciar su profunda sed y alimentar su cuerpo hambriento. Pero Matthew esperó hasta que Marcus pudiera rastrear un venado rápidamente, derribarlo y sacarle la sangre sin realizar ningún desastre antes de permitirle cazar humanos. Estaba prohibido cazar mujeres. Era demasiado confuso para los vampiros recién renacidos, le explicó Matthew, ya que los límites entre sexo y muerte, cortejo y caza, eran líneas demasiado finas.

Al principio, padre e hijo se alimentaron de soldados británicos enfermos. Algunos le pidieron a Marcus que les perdonara la vida, y Matthew le enseñó a alimentarse de seres de sangre caliente sin matarlos. Luego cazaron a los criminales, que imploraban piedad y no la merecían. En cada caso, Matthew hacía que Marcus explicara por qué había escogido a ese hombre en particular como presa. La ética de Marcus se fue desarrollando hasta corresponderse con la manera cautelosa y deliberada que se debe adoptar cuando el vampiro acepta lo que tiene que hacer para sobrevivir.

Matthew era bien conocido por su finamente desarrollado sentido de lo que estaba bien y lo que estaba mal. Todos sus errores de evaluación podían ser rastreados hasta decisiones tomadas en estado de cólera. A Marcus le habían contado que su padre ya no era tan propenso a esa emoción peligrosa como lo había sido en el pasado. Tal vez fuera así, pero esa noche en Oxford la cara de Matthew tenía la misma expresión sanguinaria que en Brandywine… y no había ningún campo de batalla para descargar su rabia.

—Has cometido un error. —En los ojos de Matthew había un brillo salvaje cuando terminó de examinar detenidamente las pruebas de ADN de la bruja.

Marcus sacudió la cabeza.

—Analicé su sangre dos veces. Miriam confirmó mis conclusiones con el ADN del hisopo. Admito que los resultados son sorprendentes.

Matthew respiró con dificultad.

—Son ridículos.

—Diana posee casi todos los marcadores genéticos que hemos visto siempre en una bruja. — Su boca se tensó en una línea sombría mientras pasaba las páginas hasta llegar a las últimas—. Pero estas secuencias nos tienen preocupados.

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