—Merci, Marthe —le agradecí de todo corazón.
—¡Come! —ordenó, apuntándome a mí esta vez con su paño.
Marthe se mostró satisfecha con el entusiasmo de mis primeros bocados. Entonces olfateó el aire. Frunció el ceño y dirigió una exclamación de disgusto a Matthew antes de dirigirse a grandes zancadas a la chimenea. Encendió un fósforo y la madera seca empezó a crepitar.
—Marthe —protestó Matthew, poniéndose de pie con su copa de vino—, yo puedo hacer eso.
—Ella tiene frío —masculló la mujer, evidentemente molesta porque él no se había dado cuenta antes de sentarse—, y tú tienes sed. Yo encenderé el fuego.
En unos minutos se formaron grandes llamas. Aunque ningún fuego haría que la enorme habitación se caldeara, por lo menos eliminaba la humedad del ambiente. Marthe se sacudió las manos y se puso de pie.
—Ella debe dormir. Puedo oler que ha tenido miedo.
—Dormirá cuando termine de comer —aseguró Matthew, levantando la mano derecha a modo de promesa. Marthe lo miró durante un buen rato y agitó su dedo en dirección a él como si tuviera quince años y no mil quinientos. Finalmente, la expresión inocente de él la convenció. Abandonó la habitación, bajando con seguridad las desafiantes escaleras.
—El occitano es la lengua de los trovadores, ¿verdad? —quise saber, cuando Marthe se hubo marchado. El vampiro asintió con la cabeza—. No sabía que se hablara también tan al norte.
—No estamos tan al norte —explicó Matthew con una sonrisa—. Antaño, París no era más que una insignificante ciudad fronteriza. La mayoría de la gente hablaba occitano entonces. Las colinas mantuvieron a los norteños, y a su lengua, a distancia. Incluso ahora la gente de por aquí desconfía de los forasteros.
—¿Qué quiere decir la letra de esa canción? —pregunté.
—«Tú eres el árbol y la rama» —tradujo, fijando la mirada en las franjas de la campiña visibles a través de la ventana más cercana—, «donde la fruta del deleite madura». —Matthew sacudió la cabeza con pesar—. Marthe tarareará la canción toda la tarde y volverá loca a Ysabeau.
El fuego continuó difundiendo su calidez por la habitación, y con el calor me entró somnolencia. Cuando terminé los huevos, me resultaba difícil mantener los ojos abiertos.
Estaba yo en medio de un bostezo que amenazaba con separar mis mandíbulas, cuando Matthew me arrancó de la silla. Me levantó en sus brazos mientras mis pies pataleaban en el aire. Empecé a protestar.
—Basta —ordenó—. Apenas puedes mantenerte recta, y ya no digamos caminar.
Me colocó delicadamente en un extremo de la cama y abrió la colcha. Las sábanas blancas como la nieve parecían pulcras y acogedoras. Dejé caer mi cabeza en la montaña de almohadas amontonadas sobre el cabecero de nogal tallado de la cama.
—Duerme. —Matthew cogió los cortinajes de la cama con ambas manos y les dio un tirón.
—No sé si podré dormir —dije, sofocando otro bostezo—. No suelo dormir la siesta.
—Todo indica lo contrario —dijo secamente—. Estás en Francia ahora. Relájate. Estaré abajo. Llámame si necesitas algo.
Con una escalera que sube del salón a su estudio y otra escalera que conduce al dormitorio en el lado opuesto, nadie podría acceder a aquella habitación sin pasar antes por delante de Matthew. Las estancias habían sido diseñadas como si tuviera que protegerse de su propia familia.
Una pregunta llegó hasta mis labios, pero él dio un último tirón a los cortinajes y los cerró, con lo cual me ordenó guardar silencio. Los pesados cortinajes de la cama no dejaban pasar la luz, y también impedían el paso a las peores corrientes de aire. Relajada en el colchón firme y con el calor de mi cuerpo multiplicado por las capas de mantas en la cama, rápidamente me quedé dormida.
Me desperté por el ruido suave de unas páginas al ser pasadas y me senté de golpe, tratando de imaginar por qué alguien me había encerrado en una caja hecha de tela. Entonces recordé.
Francia. Matthew. Su casa.
—¿Matthew? —llamé en voz baja.
Él abrió las cortinas y me miró con una sonrisa. Detrás de él, había velas encendidas…, docenas y docenas de velas. Algunas estaban colocadas en los candelabros sobre las paredes de la habitación, y otras estaban distribuidas en candelabros ornamentados en el suelo y en las mesas.
—Para ser alguien que no acostumbra a echarse la siesta, has dormido muy profundamente — señaló satisfecho. En lo que a él se refería, el viaje a Francia ya había demostrado ser un éxito.
—¿Qué hora es?
—Te voy a regalar un reloj si no dejas de preguntarme eso. —Matthew miró su viejo Cartier— . Casi las dos de la tarde. Marthe seguramente llegará en cualquier momento con un poco de té. ¿Quieres ducharte y cambiarte de ropa?
La idea de una ducha caliente hizo que empujara ansiosamente las mantas.
—¡Sí, por favor!
Matthew esquivó el vuelo de mis piernas y me ayudó a bajar al suelo, que estaba más lejos de lo que yo había calculado. Y también estaba frío, como sintieron agudamente mis pies descalzos al tocar las losas de piedra.
—Tu bolsa está en el baño, el ordenador está en mi estudio, abajo, y hay toallas limpias. Tómate el tiempo que quieras. —Me observó cuando pasé rozándolo en dirección al baño.
—¡Esto es un palacio! —exclamé. Entre dos de las ventanas había una enorme bañera blanca con patas y sobre un largo banco de madera descansaba mi vieja bolsa de lona de Yale. En el rincón más alejado había una ducha en la pared.
Abrí los grifos suponiendo que iba a tener que esperar un buen rato para que el agua se calentara. Pero, milagrosamente, el vapor me envolvió de inmediato, y el perfume a miel y melocotón de mi jabón ayudó a eliminar la tensión de las veinticuatro horas anteriores.
Cuando mis músculos estuvieron relajados, me puse los vaqueros, una camiseta de cuello alto y un par de calcetines. No había ningún enchufe para mi secador de pelo, de modo que resolví secarlo con una toalla y pasarle un peine antes de atarlo en una cola de caballo.
—Marthe ha traído el té —dijo cuando entré en el dormitorio y miré la tetera y la taza que esperaban en la mesa—. ¿Quieres que te sirva una taza?
Suspiré con placer cuando el tranquilizador líquido se deslizó por mi garganta.
—¿Cuándo puedo ver el manuscrito del
Aurora?
—Cuando esté seguro de que no te perderás yendo a la biblioteca. ¿Lista para el
tour?
—Sí, por favor. —Me puse unos mocasines y corrí otra vez al baño a buscar un jersey. Mientras yo corría de un lado a otro, Matthew esperaba pacientemente, de pie cerca de las escaleras.
—¿Llevamos la tetera abajo? —pregunté, patinando un poco al detenerme.
—No. Se pondría furiosa si llegara a permitir que una invitada tocara un solo plato. Espera veinticuatro horas antes de ayudar a Marthe.
Matthew se deslizó escaleras abajo como si pudiera recorrer los irregulares y gastados escalones con los ojos vendados. Yo lo seguía tocando con los dedos la pared de piedra para no caerme.
Cuando llegamos a su estudio, señaló mi ordenador, ya enchufado y colocado en una mesa junto a la ventana, antes de bajar al salón. Marthe había estado por allí y un cálido fuego crepitaba en la chimenea, haciendo que el olor del humo de la madera inundara toda la habitación. Me agarré a Matthew.
—La biblioteca —dije—. El
tour
tiene que empezar allí.
Era otra habitación que, a lo largo de los años, habían llenado con diferentes objetos y muebles. Una silla Savonarola estaba junto a un escritorio estilo Directorio francés, mientras que sobre una enorme mesa de roble de alrededor de 1700 había varias vitrinas de exposición que tenían el aspecto de haber sido arrancadas de un museo victoriano. A pesar de la variedad de combinaciones de estilos distintos, la habitación estaba unificada por kilómetros de libros encuadernados en cuero sobre estantes de nogal y por una gran alfombra Aubusson de colores oro pálido, azules y marrones.
Como en la mayoría de las bibliotecas antiguas, los libros estaban colocados en estantes ordenados por tamaño. Había gruesos manuscritos encuadernados en cuero, colocados con los lomos hacia adentro y los cierres decorados hacia fuera, y los títulos escritos con tinta sobre los bordes delanteros de la vitela. Había incunables diminutos y libros de tamaño bolsillo en cuidadosas hileras que abarcaban la historia de la imprenta desde la década de 1450 hasta el presente. Se podían ver también varias primeras ediciones modernas poco comunes, incluyendo una serie de historias de
Sherlock Holmes,
de Arthur Conan Doyle, y
La espada en la piedra,
de T. H. White. Una estantería no contenía otra cosa que no fueran grandes manuscritos: libros de botánica, atlas, libros de medicina. Si había todo esto en el piso de abajo, ¿qué tesoros contendría el estudio de Matthew en la torre?
Me dejó recorrer la habitación, observando los títulos al tiempo que trataba de reprimir exclamaciones de admiración. Cuando regresé a su lado, no pude más que sacudir la cabeza sin poder creerlo.
—Imagina lo que tendrías tú si hubieras estado comprando libros durante siglos —dijo Matthew, encogiéndose de hombros con un gesto que me hizo recordar a Ysabeau—. Las cosas se acumulan. Nos hemos desprendido de muchas cosas con el paso de los años. No había más remedio. De lo contrario, esta habitación sería del tamaño de la Biblioteca Nacional.
—Y bien, ¿dónde está?
—Ya se te ha acabado la paciencia, por lo que veo. —Se dirigió a un estante, y recorrió con la mirada los volúmenes. Sacó un libro pequeño con ornamentadas tapas negras y me lo ofreció.
Cuando busqué un atril acolchado para colocarlo, se rió.
—Vamos, ábrelo, Diana. No se va a desintegrar.
Me resultaba extraño tener semejante manuscrito en mis manos, instruida como estaba para pensar en ellos como objetos raros, preciosos, y no como material de lectura. Comencé a mirar su interior tratando de no abrir demasiado las tapas para no romper la encuadernación. Saltó una explosión de colores brillantes, con oro y plata.
—¡Oh! —exclamé en un susurro. Los otros ejemplares del
Aurora Consurgens
que había visto no eran ni remotamente tan espléndidos—. ¡Qué hermoso! ¿Sabes quién hizo las iluminaciones?
—Una mujer llamada Bourgot Le Noir. Era muy conocida en París a mediados del siglo XIV. —Matthew me quitó el libro de las manos y lo abrió completamente—. Ahí tienes. Ahora puedes verlo bien.
La primera iluminación mostraba una reina de pie sobre una pequeña colina, protegiendo a siete criaturas pequeñas debajo de su capa extendida. Delicadas enredaderas enmarcaban la imagen, enroscándose y serpenteando por encima del pergamino. Aquí y allá aparecían botones que se convertían en flores y aves posadas en las ramas. A la luz de la tarde, el dorado vestido bordado de la reina brillaba sobre un fondo bermellón brillante. Al pie de la página, un hombre con túnica negra estaba sentado encima de un escudo con blasones en negro y plata. La atención del hombre estaba dirigida a la reina, con una expresión embelesada en su rostro y las manos levantadas en un gesto de súplica.
—Nadie va a creer esto. ¿Un ejemplar desconocido del
Aurora Consurgens,
con iluminaciones de
una mujer?
—Sacudí la cabeza con asombro—. ¿Cómo podré citarlo?
—Prestaré el manuscrito a la Biblioteca Beinecke durante un año, si eso te ayuda. De manera anónima, por supuesto. En cuanto a Bourgot, los expertos dirán que es obra de su padre. Pero todo lo hizo ella. Probablemente tenemos el recibo de ese trabajo en algún lugar —comentó vagamente Matthew, mirando a su alrededor—. Le preguntaré a Ysabeau dónde están las cosas de Godfrey.
—¿Godfrey? —El desconocido escudo de armas tenía una flor de lis, rodeada por una serpiente mordiéndose la cola.
—Mi hermano. —La imprecisión abandonó su voz y su rostro se ensombreció—. Murió en 1668, combatiendo en las infernales guerras de Luis XIV. —Cerró con delicadeza el manuscrito y lo puso sobre una mesa cercana—. Lo llevaré a mi estudio después para que puedas mirarlo con más detenimiento. Por la mañana, Ysabeau lee los periódicos aquí, pero aparte de eso este sitio está siempre vacío. Puedes venir y buscar en las estanterías cuando desees.
Con esa promesa me condujo por el salón hacia la gran sala. Nos detuvimos junto a la mesa con el jarrón chino, y señaló las características de la habitación, incluyendo la galería de los antiguos trovadores, la trampilla en el techo que había dejado salir el humo antes de que se construyeran los hogares y las chimeneas, y la entrada a la atalaya cuadrada que custodiaba desde lo alto la entrada principal al
château
. Podríamos subir a ella cualquier otro día.
Matthew me llevó a la planta baja inferior, con su laberinto de almacenes, bodegas, cocinas, estancias para los criados, despensas y otros lugares para guardar alimentos y bebidas. Marthe salió de una de las cocinas. La harina le cubría los brazos hasta los codos, y me entregó un bollo tibio, recién salido del horno. Fui masticándolo mientras Matthew recorría los pasillos, detallando los propósitos originales de cada habitación: donde se guardaba el cereal, donde se colgaban los venados para ser curados, donde se hacía el queso.
—Pero los vampiros no comen nada —observé, confundida.
—No, pero nuestros inquilinos sí comen. A Marthe le encanta cocinar.
Prometí mantenerla ocupada. El bollo estaba delicioso, y los huevos habían sido hechos a la perfección.
Nuestra siguiente parada fueron los jardines. Aunque habíamos bajado un tramo de escalones para llegar a las cocinas, salimos del
château
al nivel del suelo. Los jardines eran propios del siglo XVI, con parterres divididos llenos de hierbas aromáticas y verduras de otoño. Rosales, algunos todavía con alguna flor solitaria, cubrían los bordes.
Pero el aroma que me intrigaba no era floral. Provenía directamente de un edificio bajo.
—Ten cuidado, Diana —gritó mientras avanzaba sobre la grava—,
Balthasar
muerde.
—¿Quién es
Balthasar?
Dobló en la entrada al establo, con expresión de preocupación en la cara.
—El semental que está usando tu espalda como poste para rascarse —respondió Matthew con voz tensa. Estaba yo de pie dándole la espalda a un caballo grande y de pesados cascos, mientras un mastín y un lebrel irlandés se movían a mis pies, olfateándome con interés.