Cuando asentí con la cabeza, Matthew se mostró aliviado.
—¿Qué dice? —quise saber.
—No lo comprendemos todo —respondió lentamente—, pero Marcus y Miriam identificaron marcadores en tu ADN que ya habíamos visto antes.
La letra diminuta y precisa de Miriam se extendía por el lado izquierdo de la página, y las barras, algunas dentro de un círculo de lápiz rojo, se extendían por el lado derecho.
—Éste es el marcador genético de la videncia —continuó Matthew, señalando la primera marca roja. Empezó a mover su dedo lentamente hacia abajo por la página—. Éste es para volar. Éste ayuda a las brujas a encontrar las cosas perdidas.
Matthew siguió recitando poderes y habilidades, uno a uno, hasta que mi cabeza empezó a dar vueltas.
—Éste es para hablar con los muertos; éste es para la transmutación; éste es el de la telekinesia; éste sirve para lanzar hechizos; éste es para los encantamientos; éste es para las maldiciones. Y además tienes la capacidad de leer la mente, telepatía y empatía…, están todas juntas.
—Eso no puede estar bien. —Yo nunca había oído hablar de una bruja con más de uno o dos poderes. Y Matthew ya había llegado a una docena.
—Creo que las conclusiones son correctas, Diana. Estos poderes pueden no manifestarse nunca, pero has heredado la predisposición genética para ellos. —Dio la vuelta a la página. Había más círculos rojos y más minuciosas anotaciones de Miriam—. Aquí están los marcadores elementales. La tierra está presente en casi todas las brujas, y algunas tienen tierra y aire o tierra y agua. Tú tienes los tres, algo que nunca habíamos visto antes. Y además también tienes el fuego. Y el fuego es muy, muy raro. —Matthew señaló las cuatro marcas.
—¿Qué son los marcadores elementales? —Sentía los pies incómodamente tensos y me hormigueaban los dedos.
—Son indicadores de que tienes la predisposición genética de controlar uno o más elementos. Eso explica por qué pudiste provocar un viento de brujos. A partir de esto, además puedes convocar el fuego de brujos y también lo que se llama el manantial de brujos.
—¿Qué hace la tierra?
—Magia de hierbas, el poder de afectar a las cosas que crecen, lo básico. Combinado este poder con el de lanzar hechizos, maldiciones y encantamientos, o cualquiera de ellos individualmente, quiere decir que no sólo tienes grandes poderes mágicos, sino también un talento innato para el arte de la brujería.
Mi tía era buena con los hechizos. Emily no, pero podía volar distancias cortas y ver el futuro. Éstas eran diferencias clásicas entre brujas, las que separaban a las que usaban el arte de la brujería, como Sarah, de aquellas que usaban la magia. Todo ello se reducía a si las palabras daban forma a los poderes o si uno simplemente los tenía y podía usarlos como quisiera. Hundí la cara entre mis manos. La perspectiva de ver el futuro, como mi madre, podría haber sido algo bastante terrorífico. Pero ¿el control de los elementos? ¿Hablar con muertos?
—Hay una larga lista de poderes sobre esa hoja. Hemos visto… Cuántos?… Cuatro o cinco de ellos solamente. —Era aterrador.
—Sospecho que hemos visto más que eso…, como la manera en que te mueves con los ojos cerrados, tu capacidad para comunicarte con
Rakasa
y tus dedos con chispas. Sólo que no tenemos nombres para ellos todavía.
—Por favor, dime que eso es todo.
Matthew vaciló.
—No totalmente. —Giró otra página—. No podemos todavía identificar estos marcadores. En la mayor parte de los casos tenemos que relacionar relatos de las actividades de una bruja (algunas de ellas con siglos de antigüedad) con pruebas de ADN. Puede ser difícil compararlas.
—¿Las pruebas explican por qué mi magia está apareciendo ahora?
—No necesitamos una prueba para eso. Tu magia se está comportando como si hubiera despertado después de un largo sueño. Toda esa inactividad la ha vuelto inquieta, y ahora quiere hacer las cosas a su manera. La sangre se impone —dijo Matthew a la ligera. Se puso elegantemente de pie y me levantó—. Cogerás un resfriado sentada en el suelo, y si enfermas, tendré que darle demasiadas explicaciones a Marthe. —Llamó con un silbido a los caballos. Caminaron tranquilamente en dirección a nosotros, todavía masticando su inesperado festín.
Cabalgamos durante otra hora, explorando los bosques y campos alrededor de Sept-Tours. Matthew me indicó el mejor lugar para cazar conejos y el sitio donde su padre le había enseñado a disparar una ballesta sin sacarse un ojo. Mientras regresábamos a las cuadras, mis preocupaciones por los resultados de las pruebas habían sido reemplazadas por una agradable sensación de agotamiento.
—Mañana me van a doler todos los músculos —comenté gimiendo—. No montaba en un caballo desde hacía años.
—Nadie lo habría adivinado, a juzgar por la manera en que has cabalgado hoy —dijo. Salimos del bosque y entramos por la puerta de piedra del
château
—. Eres una buena amazona, Diana, pero no debes salir sola. Es muy fácil perderse.
Matthew no estaba preocupado por que yo pudiera perderme. Le preocupaba que alguien me encontrara.
—No lo haré.
Sus dedos largos aflojaron las riendas. Las había estado sosteniendo con fuerza durante los cinco minutos previos. El vampiro estaba acostumbrado a dar órdenes que eran obedecidas en un instante. No estaba habituado a pedir y negociar acuerdos. Y su acostumbrada irascibilidad no apareció por ningún lado.
Hice que
Rakasa
se acercara a
Dahr,
y estiré la mano para coger la mano de Matthew y llevarla a mi boca. Mis labios eran cálidos en contacto con su piel áspera y fría.
Sus pupilas se dilataron por la sorpresa.
Lo solté y le ordené a
Rakasa
con un chasquido que se dirigiera a las cuadras.
20
A
fortunadamente, Ysabeau estuvo ausente a la hora de comer. Después quise ir al estudio de Matthew directamente para empezar a examinar el
Aurora Consurgens,
pero él me convenció de que tomara un baño primero. Me aseguró que eso haría que la inevitable rigidez de los músculos fuera más soportable. A medio camino escaleras arriba, tuve que detenerme para frotarme la pierna, víctima de un calambre. Iba a pagar caro el entusiasmo de la mañana.
El baño fue algo celestial: largo, caliente y relajante. Me puse unos pantalones negros flojos, un jersey y un par de calcetines y me dirigí silenciosamente al piso de abajo, donde estaba la chimenea encendida. Mi piel se puso de color naranja y rojo mientras estiraba las manos hacia las llamas. ¿Cómo sería eso de controlar el fuego? Un hormigueo en mis dedos fue la respuesta a esa pregunta, y los metí en los bolsillos para mayor seguridad.
Matthew levantó la vista en su escritorio.
—Tu manuscrito está junto a tu ordenador.
Sus tapas negras me atrajeron con la fuerza de un imán. Me senté a la mesa y las abrí, sosteniendo con cuidado el libro. Los colores eran aún más brillantes de lo que recordaba. Después de mirar a la reina durante varios minutos, pasé la primera página.
Incipit tractatus Aurora Consurgens intitulatus.
Las palabras eran familiares —«Aquí comienza el tratado llamado
El despertar de la Aurora»
— y sin embargo seguía notando el placentero estremecimiento que sentía cuando veía por primera vez un manuscrito. «Todo lo bueno viene con ella. Es conocida como la Sabiduría del Sur, que grita en las calles y a las multitudes», leí en silencio, traduciendo del latín. Era una hermosa obra, llena de paráfrasis de las Escrituras así como de otros textos.
—¿Tienes una Biblia aquí? —Sería prudente tener una a mano según fuera avanzando en el manuscrito.
—Sí…, pero no estoy seguro de dónde está. Quieres que te la busque? —Matthew empezó a ponerse de pie, pero sus ojos seguían pegados a la pantalla de su ordenador.
—No. Ya la busco yo. —Me levanté y pasé el dedo por el borde del estante más cercano. Los libros de Matthew estaban ordenados no por tamaño sino en una línea de tiempo continua. Los que estaban en la primera estantería eran tan antiguos que no me atreví a imaginar lo que contenían: ¿las obras perdidas de Aristóteles, quizás? Todo era posible.
Más o menos la mitad de los libros de Matthew estaban colocados en los estantes con el lomo hacia dentro para proteger sus frágiles bordes. Muchos de ellos tenían marcas de identificación escritas sobre los bordes de las páginas, y gruesas letras negras revelaban un título aquí, el nombre de un autor allá. A medio camino alrededor de la habitación, los libros empezaron a aparecer con el lomo hacia fuera, sus títulos y autores grabados en oro y plata.
Pasé junto a los manuscritos con sus páginas gruesas y desiguales, algunos con pequeñas letras griegas en el borde delantero. Seguí avanzando, buscando un libro grande, gordo e impreso. Mi dedo índice se paralizó ante uno encuadernado en cuero marrón con la cubierta dorada.
—Matthew, por favor, dime que
Biblia Sacra 1450
no es lo que pienso que es.
—Está bien, no es lo que piensas que es —respondió automáticamente mientras sus dedos se movían a una velocidad más que humana sobre las teclas. Casi no prestaba atención a lo que yo estaba haciendo y ninguna en absoluto a lo que estaba diciendo.
Dejé la Biblia de Gutenberg donde estaba y continué recorriendo los estantes, con la esperanza de que no fuera la única accesible para mí. Mi dedo se paralizó otra vez en un libro con un rótulo que decía:
Piezas teatrales de Will
.
—¿Estos libros son regalo de tus amigos?
—La mayoría de ellos, sí. —Matthew ni siquiera levantó la vista.
Como la imprenta alemana, los primeros tiempos del teatro inglés eran tema para una discusión posterior.
En su mayor parte, los libros de Matthew estaban en perfectas condiciones. Esto no resultaba del todo sorprendente, teniendo en cuenta quién era el propietario. Algunos, sin embargo, estaban muy usados. Un libro delgado y alto en el estante inferior, por ejemplo, tenía las esquinas tan gastadas y ajadas que se podía ver la madera que salía a través del cuero. Con curiosidad por ver qué había hecho que este libro fuera un favorito, lo saqué y abrí sus páginas. Era el libro de anatomía de Vesalius de 1543, el primero en mostrar cuerpos humanos disecados con gran detalle.
Entonces me puse a buscar nueva información sobre Matthew, busqué el siguiente libro que mostrara señales de mucho uso. Esta vez se trataba de un volumen más pequeño y más grueso. Escrito en tinta en el borde exterior estaba el título:
De motu
. El estudio de la circulación de la sangre de William Harvey y su explicación de cómo el corazón bombeaba debía de haber sido una lectura interesante para los vampiros cuando fue publicado por primera vez en la década de 1620, aunque seguramente ellos ya tendrían alguna idea de que podría ser así.
Los libros más desgastados de Matthew incluían obras sobre electricidad, microscopia y fisiología. Pero el libro más ajado que había visto hasta ese momento estaba colocado en los estantes del siglo XIX. Era una primera edición de
El origen de las especies,
de Darwin.
Miré con disimulo a Matthew y saqué el libro del estante con la cautela de un ladrón de tiendas. Su encuadernación de tela verde, con el título y el autor estampados en oro, estaba deshilachada por el uso. Matthew había escrito su nombre en un hermoso grabado en cobre en la guarda.
Había una carta doblada en su interior.
«Estimado señor —comenzaba—. Su carta del 15 octubre me ha llegado por fin. Estoy avergonzado de mi lentitud para responder. Durante muchos años he estado reuniendo todos los datos que he podido con respecto a la diferencia y el origen de las especies, y su aprobación de mis razonamientos es muy bienvenida, ya que mi libro pasará pronto a las manos del editor». Estaba firmada por «C. Darwin», y la fecha era 1859.
Los dos hombres habían estado intercambiándose cartas apenas unas semanas antes de la publicación de
El origen
en noviembre.
Las páginas del libro estaban cubiertas con las notas del vampiro a lápiz y a tinta, dejando apenas algún centímetro cuadrado de papel en blanco. Tres capítulos tenían muchos más comentarios que el resto. Eran los capítulos sobre el instinto, el hibridismo y las afinidades entre las especies.
Al igual que el tratado de Harvey sobre la circulación de la sangre, el séptimo capítulo de Darwin, sobre los instintos naturales, debió de ser una lectura apasionante para los vampiros. Matthew había subrayado pasajes específicos y escrito por encima y por debajo de las líneas, así como en los márgenes a medida que se entusiasmaba con las ideas de Darwin. «Por lo tanto, podemos llegar a la conclusión de que
los instintos internos han sido adquiridos
y
los instintos naturales se han perdido en parte por el hábito,
y en parte por
la selección y acumulación hecha por el hombre
a lo largo de sucesivas generaciones de los
hábitos mentales y las acciones peculiares,
que aparecieron primero por lo que
en nuestra ignorancia llamamos un accidente».
Los comentarios escritos por Matthew incluían preguntas acerca de qué instintos podrían haber sido adquiridos y si los accidentes eran posibles en la naturaleza. «¿Puede ser que nosotros hayamos mantenido como instintos lo que los humanos han abandonado por accidente y por hábito?», preguntaba en el margen inferior. No tenía yo necesidad de preguntarme quiénes estaban incluidos en ese «nosotros». Se refería a las criaturas, no sólo a los vampiros, sino a los brujos y a los daimones también.
En el capítulo sobre hibridismo, el interés de Matthew se había centrado en los problemas del cruzamiento y la esterilidad. «Los primeros cruces entre formas suficientemente distintas como para ser clasificadas como especies, y sus híbridos —escribió Darwin— son, por lo general, pero
no de manera universal, estériles».
Un dibujo de un árbol genealógico llenaba los márgenes junto al pasaje subrayado. Había un signo de interrogación donde estaban las raíces y cuatro ramas. «¿Por qué la endogamia no ha conducido a la esterilidad o a la demencia?» se preguntaba Matthew en el tronco del árbol. En la parte de arriba de la página, había escrito: «¿Una especie o cuatro?» y «
comment sont faites les d_s?».
Seguí lo escrito con el dedo. Ésa era mi especialidad, convertir los garabatos de los científicos en algo sensato para todos los demás. En su última nota, Matthew había usado una técnica familiar de esconder sus pensamientos. Había escrito en una combinación de francés y latín y utilizado una abreviatura arcaica para los daimones para mayor seguridad en la que las consonantes, salvo la primera y la última, habían sido reemplazadas con líneas sobre las vocales. De esa manera nadie que hojeara su libro vería la palabra «daimones» ni se detendría en ella para examinarla en detalle.