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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

Con la Hierba de Almohada (9 page)

Yuki me desató las manos y me obligó a sentarme frente a ella.

—Eres un estúpido -me increpó, a la vez que empezaba a utilizar las tijeras.

Yo no respondí. Ya sabía que lo era, pero también estaba seguro de que probablemente volvería a actuar de igual forma.

—Mi madre se puso furiosa. No sé qué le sorprendió más: que lograras dejarla dormida o que te atrevieras a hacerlo -dijo Yuki, mientras a mi alrededor iban cayendo pequeñas matas de cabello-. Pero al mismo tiempo, mi madre sintió una especie de entusiasmo -prosiguió la muchacha-. Decía que le recordabas a Shintaro cuando éste tenía tu edad.

—¿Es que llegó a conocerle?

—Te diré un secreto: estaba loca por él. Se habría casado con Shintaro sin dudarlo; pero ese matrimonio no encajaba con los intereses de la Tribu, y por eso se unió con mi padre. De todas formas, no creo que mi madre hubiera podido soportar que alguien tuviera tanto poder sobre ella. Shintaro era un verdadero maestro del sueño de los Kikuta; nadie estaba a salvo con él.

Yuki se mostraba animada, nunca la había visto tan locuaz. Yo notaba cómo su mano temblaba ligeramente al rozar mi cuello, y a la vez sentía el frío metal de las tijeras sobre el cuero cabelludo. Recordé entonces las palabras despectivas que Kenji había dedicado a su esposa y las muchachas con las que había yacido. Su matrimonio no era distinto a la mayoría, se trataba de una alianza concertada entre dos familias.

—Si mi madre se hubiera casado con Shintaro, yo sería alguien diferente -exclamó Yuki, meditativa-. Creo que ella nunca dejó de amarle; siempre le ha llevado en su corazón.

—¿Aun a sabiendas de que era un asesino?

—¡No era un asesino! No más que tú.

Cierto matiz en su voz me advirtió que la conversación estaba tomando un rumbo peligroso. Yo encontraba a Yuki muy hermosa, y sabía que ella se sentía fuertemente atraída hacia mí. Pero mis sentimientos por ella eran muy distintos de la pasión que había sentido por Kaede, y no me apetecía hablar del amor.

Intenté cambiar de tema.

—Yo creía que el poder para hacer dormir a la gente era exclusivo de los Kikuta. ¿No pertenecía Shintaro a la familia Kuroda?

—Por parte de padre. Su madre era Kikuta. Shintaro y tu padre eran primos.

Sentí un escalofrío al pensar que aquel hombre, que murió por mi causa y al que -según decían- yo me parecía tanto, hubiera sido un pariente tan cercano.

—¿Qué sucedió exactamente la noche en la que murió? -preguntó Yuki, con curiosidad.

—Oí que alguien estaba escalando la pared exterior de la casa. Debido al calor, la ventana del primer piso se encontraba abierta. El señor Shigeru quería capturarle con vida, pero cuando le atrapó los tres caímos al jardín. El intruso se golpeó la cabeza con una piedra e ingirió una cápsula de veneno en el momento de la caída. En todo caso, murió sin recobrar la consciencia. Tu padre confirmó que era Kuroda Shintaro. Más tarde supimos que los tíos de Shigeru, los señores de los Otori, le habían contratado para asesinar a su sobrino.

—Resulta increíble -comentó Yuki- que estuvieras allí y nadie supiera quién eras.

Respondí a su comentario casi sin darme cuenta; tal vez los recuerdos de aquella noche me hicieron bajar la guardia:

—No es tan increíble. Cuando Shigeru me rescató en Mino, llevaba tiempo buscándome. Ya conocía mi existencia y sabía que mi padre había sido un asesino.

El señor Shigeru me había contado todo esto durante una conversación que mantuvimos en Tsuwano. Yo entonces le pregunté si la condición de asesino de mi padre era lo que le había llevado a buscarme, y él me respondió que ésa era la razón principal, pero no la única. Nunca supe cuáles fueron los demás motivos, y ya nunca podría enterarme.

Las manos de Yuki se quedaron inmóviles.

—Mi padre no sabía eso que me cuentas.

—No; le hicimos creer que Shigeru actuó por impulso, que me salvó la vida y me llevó con él a Hagi por pura casualidad.

—No puede ser.

La intensidad con que pronunció estas palabras levantó mis sospechas.

—¿Qué importa eso ahora?

—¿Cómo pudo averiguar el señor Otori algo que ni siquiera la Tribu había sospechado? ¿Qué más te dijo?

—Me contó muchas cosas -respondí con impaciencia-. Ichiro y él me enseñaron casi todo lo que sé.

—¡Me refiero a la Tribu! ¿Qué te dijo sobre nosotros?

Hice un gesto de negación con la cabeza, como si no entendiera la pregunta.

—Nada. Lo único que sé sobre la Tribu es lo que me enseñó tu padre... y lo que he aprendido aquí.

Yuki me atravesó con sus pupilas, pero yo evité mirarla a los ojos.

—Tienes mucho que aprender todavía -dijo por fin-. Te enseñaré muchas cosas durante el viaje -me atusó con los dedos el cabello recién cortado y se puso en pie de un salto, como hacía su madre-. Ponte estas ropas. Te traeré algo de comer.

—No tengo hambre -contesté, a la vez que alargaba el brazo para recoger la ropa. Aquellas prendas, que en su día debieron de tener colores brillantes, mostraban ahora unos tonos desvaídos, pardos y anaranjados. Sentí curiosidad por saber quién había sido su antiguo dueño y qué había sido de él.

—Tenemos varias horas de camino por delante -aseguró Yuki-. Puede que no volvamos a comer más en todo el día. Tienes que hacer todo lo que Akio y yo te digamos. Si te decimos que hagas un brebaje con la porquería de nuestras uñas y después te lo bebas, debes hacerlo; si te ordenamos que comas, comes. Y nada más. Cuando éramos niños nos enseñaron a obedecer de esta forma, y ahora tú tienes que aprender a mostrar esa misma obediencia.

Yo deseaba preguntarle si ella había sido así de obediente cuando en Inuyama me trajo a
jato,
el sable de Shigeru; pero me pareció más prudente permanecer callado. Me puse las ropas de comediante, y en cuanto Yuki regresó con la comida me la tomé sin rechistar.

Ella me observó en silencio, y cuando terminé dijo:

—El paria ha muerto.

Ellos querían que mi corazón se endureciera. No la miré, y tampoco respondí.

—No dijo nada sobre ti -continuó-. Yo nunca habría imaginado que un paria tuviera tanto coraje. No llevaba consigo veneno para suicidarse y, sin embargo, no pronunció ni una sola palabra.

Me sentí agradecido hacia Jo-An desde lo más profundo de mi corazón; también di las gracias a todos los Ocultos que se llevan los secretos con ellos... ¿Adonde? ¿Al paraíso? ¿A otra vida? ¿Al fuego eterno? ¿A la tumba silenciosa?... Deseaba rezar por él a la manera de nuestro pueblo, o encender velas y quemar incienso en su honor, como Ichiro y Chiyo me habían enseñado en la casa de Shigeru, en Hagi. Imaginé a Jo-An adentrándose solo en las tinieblas. ¿Qué haría su gente sin él?

—¿Rezas a algún dios? -le pregunté a Yuki.

—Claro que s-espondió ella, sorprendida.

—¿A cuál?

—Al Iluminado, en todas sus formas. Los dioses de la montaña, del bosque, del río... A todas las divinidades tradicionales. Esta mañana he llevado arroz y flores al santuario situado junto al puente para solicitar la bendición para nuestro viaje. Me alegro de que por fin nos pongamos hoy en camino. Es un buen día para hacerlo; todas las señales son favorables -me miró como si estuviera reflexionando sobre sus palabras y, moviendo la cabeza, añadió-: No preguntes esas cosas. Te hace parecer distinto, diferente. Nadie más preguntaría sobre esos asuntos.

—Ninguna otra persona ha vivido mi vida.

—Ahora eres miembro de la Tribu. Tu deber es comportarte como nosotros.

A continuación, Yuki extrajo una pequeña bolsa de una de las mangas de su túnica y me la entregó.

—Toma. Akio me pidió que te diera esto.

Abrí la bolsa, palpé el interior y volqué su contenido sobre el suelo. Cinco bolas de malabares, sólidas y suaves, guardadas entre granos de arroz, cayeron al suelo. A pesar de que odiaba los juegos malabares, sentí el irrefrenable impulso de tomarlas en las manos. Me puse de pie, sujetando tres de ellas en la mano derecha y dos en la izquierda. El tacto de las bolas y de las ropas de comediante me habían convertido en alguien distinto.

—Eres Minoru -me recordó Yuki-. Estas bolas te las regaló tu padre. Akio es tu hermano mayor, y yo soy tu hermana.

—Pues no es que nos parezcamos mucho -argumenté, lanzando las bolas al aire.

—Nos acabaremos pareciendo -replicó ella-. Mi padre dice que eres capaz de modificar sensiblemente tus rasgos faciales.

—¿Qué fue de nuestro padre? -las bolas daban vueltas y vueltas en el aire formando diferentes figuras: el círculo, la fuente...

—Está muerto.

—Muy oportuno.

Yuki hizo caso omiso de mi comentario.

—Viajamos a Matsue para acudir al Festival de Otoño. Tardaremos cinco o seis días, dependiendo del tiempo que haga. Los hombres de Arai todavía te andan buscando, pero la batida en esta ciudad se ha dado por concluida. Arai ya ha partido hacia Inuyama, y nosotros viajaremos en la dirección contraria. Disponemos de casas seguras donde alojarnos por las noches; pero las carreteras no son propiedad de nadie. Si nos cruzamos con alguna patrulla, tendrás que demostrar tu identidad.

Dejé caer una de las bolas y me incliné para recuperarla.

—No se te pueden caer; nadie de tu edad dejaría que se cayeran. Mi padre también dice que sabes adquirir distintas personalidades... No nos pongas en peligro.

* * *

Abandonamos la casa por la puerta de atrás, y la esposa de Kenji salió a despedirnos. Me miró de arriba abajo, examinando mi peinado y las ropas que vestía.

—Espero que volvamos a vernos -me dijo-; pero, conociendo tu imprudencia, me temo que no podrá ser.

Le hice una reverencia en silencio. Akio ya estaba en el patio, junto a un carromato como el que habían utilizado en Inuyama para capturarme. Me ordenó que entrara en él, y yo me abrí camino entre los bártulos propios del espectáculo y los disfraces. Yuki me entregó mi cuchillo. Me alegré de tenerlo de nuevo y lo escondí entre mis ropas.

Akio asió las varas del carromato y comenzó a tirar de él, y yo me fui bamboleando en la oscuridad mientras atravesábamos la ciudad. Entretanto, me dedicaba a escuchar el chirrido del carro y las conversaciones de los comediantes. Reconocí la voz de Keiko, la otra muchacha de Inuyama. También viajaba con nosotros otro hombre al que había podido oír en la casa, pero al que nunca había visto.

Cuando dejamos atrás las últimas casas, Akio se detuvo, abrió el lateral del carromato y me ordenó que saliera. Era la segunda mitad de la hora de la Cabra, y a pesar de la llegada del otoño todavía hacía mucho calor. El cuerpo de Akio relucía, empapado por el sudor. Se había quitado casi toda la ropa para tirar del carromato, dejando al descubierto su fortaleza física. Era más alto que yo y mucho más musculoso. Fue hasta el arroyo que discurría junto a la carretera para beber agua, y se mojó el rostro y la cabeza. Yuki, Keiko y el hombre de más edad se colocaron en cuclillas a un lado del camino. Apenas habría logrado reconocerlos. Se habían transformado por completo en un grupo de comediantes que lograban sobrevivir viajando de pueblo en pueblo, utilizando su ingenio y las habilidades que tenían o que simulaban poseer, siempre al borde del hambre o de la delincuencia.

El hombre me sonrió, mostrando las mellas de su dentadura. Su rostro era enjuto, expresivo y un tanto siniestro. Keiko me ignoró por completo. Al igual que Akio, tenía en las manos las cicatrices a medio curar provocadas por mi cuchillo.

Aspiré profundamente. A pesar del calor, estar al aire libre era infinitamente más agradable que permanecer en la habitación en la que había estado encerrado o en el sofocante interior del carromato. A nuestras espaldas se encontraba la ciudad de Yamagata. La blanca silueta del castillo se destacaba entre las montañas, que en su mayoría aún mostraban su verde y exuberante vegetación, con algunos toques de color allí donde las hojas empezaban a cambiar. Los campos de arroz también estaban adquiriendo un tono dorado, pues pronto llegaría la cosecha. Hacia el suroeste se podía ver la empinada ladera de Terayama, aunque los tejados del templo quedaban ocultos tras las ramas de los cedros. Más allá se apreciaban los arcos montañosos que, en la distancia, adquirían un tinte azul y brillaban tenuemente bajo la calima de la tarde. En silencio, me despedí de Shigeru, apenado por tener que alejarme y romper mi último vínculo con él y con mi vida como Otori.

En ese momento, Akio me golpeó en el hombro.

—Deja de soñar como un idiota -me increpó, a la vez que yo percibía que su voz había adquirido un acento más tosco-. Te toca tirar del carro.

Para cuando llegó el atardecer, mi odio por el carromato había llegado a límites insospechados. Era pesado y difícil de manejar; me habían salido ampollas en las manos y el esfuerzo me destrozaba la espalda. Llevarlo cuesta arriba era complicado, pues las ruedas se atrancaban en los baches y las grietas del camino. Cuando eso ocurría, todos teníamos que arrimar el hombro para liberarlo. Por si fuera poco, transportarlo colina abajo era una auténtica pesadilla. Me hubiera gustado dejarlo rodar y ver cómo se abalanzaba en dirección al bosque. Recordé con lástima a
Raku,
mi caballo.

El hombre de más edad, Kazuo, caminaba a mi lado. Me ayudaba a modificar mi acento y me enseñaba ciertas palabras de la jerga de los comediantes que yo tenía que conocer. Algunos términos los había aprendido de Kenji -pertenecían al oscuro argot de la Tribu-; otros me eran totalmente desconocidos. Me esforzaba por imitar a Kazuo como en su día había imitado a mi preceptor Ichiro -aunque las doctrinas de ambos eran totalmente distintas-, e intentaba adquirir la personalidad de Minoru.

Hacia el final del día, cuando la luz empezaba a desaparecer, descendimos por una ladera que conducía a una aldea. La carretera se tornó menos abrupta, más uniforme. Un hombre que debía de regresar a su casa nos saludó.

Yo percibía el olor a la comida que se estaba preparando en los fuegos de leña. A mi alrededor resonaban los sonidos propios de una aldea a la caída de la tarde: el chapoteo del agua con la que se lavaban los granjeros, los juegos y las peleas de los niños, los chismes de las mujeres preparando la cena, el chisporroteo de las hogueras, el martilleo del hacha sobre los troncos, la campana del santuario... En definitiva, el vibrante tejido que conformaba el tipo de vida en que yo había crecido.

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