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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

Con la Hierba de Almohada (6 page)

Escuché cómo Yuki les decía que los acompañaría hasta el puente, y oí replicar a la mujer que se había enfrentado con cólera a los soldados.

—¡Id con cuidado! -les gritó ésta mientras se alejaban. El sonido de las pisadas se fue amortiguando a medida que desaparecían calle abajo.

La habitación me resultaba aún más deprimente y solitaria, y no podía soportar la idea de pasar toda una semana encerrado en ella. Casi sin darme cuenta, empecé a hacer planes para salir de allí. No me proponía escapar, pues para entonces ya estaba resignado a permanecer en la Tribu. Sólo quería abandonar aquel cuarto; en parte para recorrer Yamagata de noche -como antes había hecho-, y también para comprobar si era capaz de llevar a cabo mi plan con éxito.

Poco después, oí que alguien se acercaba. La puerta corredera se abrió y una mujer entró en la habitación. Llevaba una bandeja con comida: arroz, encurtidos, un poco de pescado en salazón y un cuenco de sopa. Se arrodilló y colocó la bandeja en el suelo.

—Come, debes de estar hambriento.

Yo estaba famélico. El olor de la comida hacía que me flaquearan las piernas. Comencé a engullir los alimentos como si fuera un lobo, y ella me observó en todo momento.

—De modo que tú eres el que ha estado causando tantos problemas a mi pobre esposo -comentó, mientras yo rebañaba el cuenco para llevarme a la boca los últimos granos de arroz.

Era la esposa de Kenji. Clavé los ojos en la mujer, y ella sostuvo mi mirada. Su rostro era suave, tan pálido como el de su marido; ambos transmitían la similitud propia de las parejas que llevan casadas mucho tiempo. Su cabello aún era espeso y casi negro; tan sólo se le apreciaban algunas canas. Era de constitución gruesa y fuerte; una auténtica mujer de ciudad con hábiles manos, robustas y de dedos cortos. El único comentario que Kenji me había hecho sobre ella -que yo recordara- era que su esposa se distinguía por ser una buena cocinera. Y, efectivamente, la comida estaba deliciosa.

Se lo hice saber, y cuando su sonrisa se trasladó de los labios a la mirada, deduje en un instante que era la madre de Yuki. Los ojos de ambas tenían la misma forma y, al sonreír, las dos mostraban la misma expresión.

—¿Quién habría imaginado que ibas a aparecer después de tantos años? -continuó ella, con un tono lenguaraz y maternal al mismo tiempo-. Conocí bien a Isamu, tu padre. Nadie sabía nada de ti hasta aquel incidente con Shintaro. ¡Hay que ver! ¡Y pensar que sólo tú fuiste capaz de advertir la presencia del asesino más peligroso de los Tres Países y acabar con sus planes! Los Kikuta se emocionaron al descubrir que Isamu había dejado un hijo varón; todos nosotros nos alegramos. Y además, ¡un hijo con poderes semejantes!

No respondí. Parecía una anciana inofensiva -aunque Kenji también me había dado la misma impresión cuando le conocí-. Percibí en mi fuero interno un tenue eco de desconfianza, la misma que había sentido cuando vi a Kenji por primera vez en aquella calle de Hagi. Intenté observar a la mujer sin que se me notara, y ella volvió los ojos hacia mí sin ningún disimulo. Yo tenía la impresión de que me estaba desafiando, pero no era mi intención responderá su reto hasta que averiguara algo más sobre ella y sus habilidades.

—¿Quién mató a mi padre? -pregunté.

—Nadie ha llegado a averiguarlo. Pasaron varios años antes de que nos enteráramos de que realmente había muerto. Tu padre se había ocultado en una aldea remota.

—¿Fue algún miembro de la Tribu?

Mi pregunta hizo que se echara a reír, y eso me enfureció.

—Kenji dice que no te fías de nadie. Haces bien; pero puedes confiar en mí.

—De la misma forma en la que podía confiar en él -mascullé.

—El plan de Shigeru habría puesto fin a tu vida -respondió ella con delicadeza-. Para los Kikuta, para toda la Tribu, es muy importante que sigas vivo. Hoy en día es muy raro encontrar a alguien con dotes como las tuyas.

Solté un gruñido mientras intentaba discernir el verdadero significado que se ocultaba bajo sus halagos. Entonces, escanció el té y me lo bebí de un trago. El ambiente cargado de la habitación me provocaba dolor de cabeza.

—Estás tenso -dijo la mujer, tomando el cuenco de mis manos y colocándolo en la bandeja.

Acto seguido, apartó ésta hacia un lado y se acercó más a mí. Se arrodilló y empezó a darme un masaje en el cuello y los hombros; sus dedos eran fuertes, suaves y sensibles al mismo tiempo. Entonces, bajó las manos hasta mi espalda e, instantes después, me dijo:

—Cierra los ojos -y me puso los dedos en la cabeza.

La sensación era tan placentera que estuve a punto de soltar un suspiro de satisfacción. Daba la impresión de que sus manos gozaban de vida propia, y yo me entregué a ellas. Era como si mi cabeza comenzase a flotar y se separase del resto del cuerpo.

Al rato oí cómo se deslizaba la puerta corredera. Abrí los ojos de par en par. Todavía notaba sobre el cráneo los dedos de la mujer, pero me encontraba solo en la habitación. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. La esposa de Kenji tenía un aspecto inofensivo, pero probablemente contaba con tantos poderes como su marido o su hija.

También se había llevado mi cuchillo.

* * *

Me otorgaron el nombre de Minoru, pero casi nadie lo utilizaba. Cuando estábamos a solas, Yuki me llamaba Takeo, y lo pronunciaba de tal forma que parecía proporcionarle placer. Akio sólo se dirigía a mí con un "tú", y siempre con los modales que suelen emplearse para aquellos de inferior categoría. Estaba en su derecho. Él era superior a mí en edad, preparación y sabiduría, y yo había recibido la orden de someterme a su voluntad. De todas formas, me costaba hacerlo, porque hasta entonces no había reparado en lo mucho que me había acostumbrado a ser tratado con respeto por mi condición de guerrero Otori y heredero de Shigeru.

Mi entrenamiento se inició esa misma tarde. Nunca habría imaginado que los músculos de las manos pudieran llegar a resentirse en tal medida. Mi muñeca derecha todavía estaba débil, desde que me la hiriera en el primer enfrentamiento con Akio, y para cuando acabó el día, el dolor había vuelto a aparecer con toda su intensidad. Empezamos ejercitando los dedos, con el fin de hacerlos hábiles y flexibles. Incluso con una mano herida, Akio era mucho más rápido y experto que yo. Nos sentamos frente a frente y, una y otra vez, me golpeaba las manos antes de que yo pudiera retirarlas.

Su rapidez resultaba asombrosa; por increíble que me pareciera, yo no era capaz de detectar el movimiento de sus manos. Al principio, los golpes que me propinaba eran relativamente suaves; pero según fue pasando la tarde y ambos nos íbamos sintiendo cada vez más cansados y desanimados a causa de mi incompetencia, empezó a golpearme con más fuerza.

Yuki, que había entrado en la habitación para acompañarnos, exclamó en voz baja:

—Si le haces magulladuras en las manos, tardará más tiempo en aprender.

—Lo que debería golpearle es la cabeza -musitó

Akio, quien, antes de que yo pudiera retirar las manos la siguiente vez, me las sujetó con su derecha y, con la izquierda, me dio una bofetada en la mejilla. El impacto fue tan fuerte que los ojos se me llenaron de lágrimas.

—Sin un cuchillo en la mano ya no eres tan valiente -espetó, antes de soltarme y volver a colocarse en posición.

Yuki no dijo palabra. Yo notaba cómo la cólera me invadía; me resultaba escandaloso que Akio osara abofetear a un señor Otori. La estrecha habitación, las crueles bromas de Akio y la indiferencia de Yuki me iban incitando a perder el control. En el siguiente enfrentamiento, Akio realizó la misma operación, sólo que cambiando las manos. La bofetada fue aún más fuerte, y me tambaleé hacia atrás. Se me nublaron los ojos, y después se me inyectaron en sangre. Noté cómo la furia se hacía presa de mí -al igual que un día me había sucedido con Kenji- y me lancé sobre él con todas mis fuerzas.

Había pasado mucho tiempo desde entonces, cuando yo tenía 17 años y me dejé llevar por ese ataque de ira, perdiendo totalmente el control. Sin embargo, aún recuerdo la inmensa satisfacción que me produjo dar rienda suelta a mis impulsos: era como si la fiera que había en mi interior se hubiera desatado. No tengo ni ¡dea de lo que sucedió a continuación; sólo recuerdo aquel sentimiento que me cegaba. La muerte me era indiferente, pero me negaba en redondo a que doblegaran mi voluntad y me siguieran maltratando.

Tras un primer momento de asombro, y cuando yo rodeaba la garganta de Akio con las manos, éste y Yuki me redujeron sin dificultad. La muchacha realizó la artimaña que ya conocía: me apretó el cuello con los dedos y, a medida que me desmayaba, me propinó un puñetazo en el estómago con más fuerza de la que yo habría podido imaginar. Me encogí de dolor. Akio, que estaba detrás de mí, me maniató.

A continuación, los tres nos sentamos sobre la estera, tan cerca el uno del otro como si fuéramos amantes. Todo el episodio había durado menos de un minuto. Yo no daba crédito al brutal golpe que Yuki me había propinado; hubiera pensado que ella me apoyaría, y le dirigí una mirada llena de rencor.

—Eso es lo que tienes que aprender a controlar -dijo ella con calma.

Akio me soltó las manos y enseguida se arrodilló.

—Empecemos otra vez.

—No me golpees en la cara -le advertí.

—Yuki tiene razón, no conviene hacerte daño en las manos -replicó él-. Así que más te vale ser rápido.

Me juré a mí mismo que nunca permitiría que Akio me volviese a abofetear. La siguiente vez no le ataqué, sino que aparté la cabeza y las manos antes de que él pudiera llegar a tocarme. Al observarle, percibí un ligero intento de movimiento por su parte. Por fin, me las arreglé para arañarle en los nudillos. Él no pronunció palabra, asintió con un gesto como si se diera por satisfecho, y seguimos lanzando las bolas malabares al aire.

Las horas fueron transcurriendo mientras pasábamos las bolas de una mano a otra; de una mano a la estera; de la estera a la otra mano. Para cuando concluyó el segundo día, yo ya era capaz de mantener en el aire tres de las bolas al estilo tradicional; cuando acabó la tercera jornada, podía hacerlo con cuatro de ellas. De vez en cuando, Akio se las arreglaba para pillarme desprevenido y darme un bofetón, pero yo había aprendido a esquivar sus golpes con elaborados movimientos de las bolas malabares y las manos.

Al término del cuarto día me parecía ver bolas en movimiento hasta con los ojos cerrados. El aburrimiento y la impaciencia me embargaban. Hay malabaristas que trabajan sin parar para perfeccionar su destreza -y por lo visto, Akio se contaba entre ellos- porque están obsesionados con llegar a dominar esta disciplina. Poco tardé en darme cuenta de que ése no era mi caso; los juegos malabares carecían de sentido para mí, no me interesaban en absoluto. Estaba aprendiendo a ser malabarista de la forma más severa y por el peor de los motivos: si no aprendía, me apaleaban. Me sometí a la rígida disciplina de Akio porque me veía obligado a ello; pero odiaba su método, y le detestaba a él. Dos veces más sus provocaciones me llevaron a sufrir ataques de furia similares al anterior; pero, al igual que yo había aprendido a anticiparme a sus intenciones, Akio y Yuki llegaron a interpretar las señales de mis arrebatos y lograban reducirme antes de que ninguno de nosotros resultara herido.

La noche de aquel cuarto día, cuando todos dormían y en la casa reinaba el silencio, tomé la decisión de salir a explorar la ciudad. Me sentía aburrido y era incapaz de conciliar el sueño. Ansiaba respirar aire fresco; pero sobre todo quería comprobar si era capaz de llevar a cabo mis planes. Para que mi obediencia a la Tribu cobrara sentido, yo debía averiguar si podía ser desobediente. La sumisión por la fuerza me parecía tan carente de significado como los juegos malabares. Para el caso, igual daría que me mantuvieran atado día y noche como a un perro, y que gruñera o mordiera cuando me lo ordenaran.

Conocía la distribución de la casa, pues me había dedicado a trazar un plano en mi mente en los largos ratos en los que lo único que podía hacer era permanecer a la escucha. Sabía dónde dormía cada uno de los moradores de la vivienda. Yuki y su madre se alojaban en una habitación de la parte trasera del edificio, que compartían con otras dos mujeres a las que yo no había visto, aunque sí las había escuchado. Una de ellas estaba al cargo de la tienda, y solía bromear escandalosamente con los clientes en el dialecto local. Por el modo en que Yuki se dirigía a ella, debían de ser parientes. La otra mujer era una criada que realizaba las labores de limpieza y casi siempre preparaba las comidas. Invariablemente, era la primera en levantarse y la última que se retiraba a dormir. Hablaba muy poco, y en su voz apagada se apreciaba el acento del norte. Se llamaba Sadako, y todos los habitantes de la casa se burlaban y se aprovechaban de la pobre; pero ella siempre respondía pausadamente y con deferencia. Yo tenía la impresión de conocer a ambas mujeres, aunque en realidad nunca las había visto.

Akio y los otros tres hombres dormían en el desván situado encima de la tienda, y por las noches se turnaban para montar guardia junto a los centinelas apostados en la parte posterior del edificio. La noche anterior había sido el turno de Akio, y yo había sufrido las consecuencias, pues la falta de sueño añadía a sus burlas un matiz aún más virulento. Antes de que la criada se fuera a dormir, mientras las linternas permanecían encendidas, yo escucharía cómo alguno de los hombres le ayudaba a cerrar las puertas y las contraventanas; al deslizar y encajar los postigos de madera, se producirían los característicos golpes secos que reiteradamente provocaban los ladridos de los perros.

Había tres perros en la casa, cada uno de ellos con su ladrido inconfundible. El mismo hombre los daba de comer por las noches, y les silbaba a través de los dientes de una manera peculiar que yo solía practicar cuando estaba a solas; por suerte, yo era el único que había sido dotado con el poder de audición de los Kikuta.

Las puertas de entrada a la casa se cerraban por la noche, y en las cancelas posteriores se montaba guardia; pero había una portezuela a la que no se ponía tranca alguna. Conducía a un estrecho patio situado entre la casa y el muro exterior; al fondo, estaban las letrinas, adonde me llevaban tres o cuatro veces al día. Yo había salido al patio una o dos veces por la noche para darme un baño en el pequeño pabellón situado en la parte posterior, entre el extremo de la casa y las cancelas. Me mantenían oculto, pero era por mi propia seguridad, tal y como Yuki me había explicado. Daba la impresión de que a nadie se le había ocurrido que yo pudiera escapar y, consecuentemente, no me custodiaban.

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