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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

Con la Hierba de Almohada (26 page)

—¿Ya los has oído?

Asentí con un gesto, mientras escuchaba y contaba cuántos eran. Cuatro estaban hablando, según me pareció, y tal vez había otro que permanecía en silencio pero que se movía con un paso peculiar; no había perros, lo que me resultó extraño.

—Sabes que tengo sangre Kikuta, de la Tribu. Poseo muchas de sus dotes.

Jo-An no pudo evitar un ligero sobresalto. Los Ocultos consideraban que los poderes extraordinarios eran cosa de brujería. Mi propio padre había renunciado a todas sus dotes de la Tribu cuando abrazó la fe de los Ocultos y había muerto por haber jurado no volver a matar.

—Ya lo sé -replicó Jo-An.

—Necesitaré de todos mis poderes para llevar a cabo lo que esperáis de mí.

—Los miembros de la Tribu son hijos del diablo -masculló él, y rápidamente, como ya hiciera otra vez, añadió-: Pero tu caso es distinto, señor.

Sus palabras me hicieron darme cuenta de los riesgos que Jo-An estaba corriendo por mi culpa; peligros no sólo atribuibles a las fuerzas humanas, sino también a las sobrenaturales. La sangre de la Tribu que había en mí debía de mostrarme ante sus ojos tan peligroso como un trasgo o un espíritu del río. De nuevo me admiré de la fuerza de las convicciones que Jo-An albergaba... y de cómo yo me había puesto totalmente en sus manos.

El olor a quemado se intensificó, y sobre las ropas y la piel empezaron a caernos motas de ceniza que me traían el espantoso recuerdo de la nieve; el suelo fue tomando un tinte grisáceo. El sendero llevaba hasta un claro entre los árboles donde estaban dispuestas varias carboneras cubiertas de arcilla y turba; sólo una de ellas seguía ardiendo, y por sus grietas asomaba un intenso resplandor de color rojo. Tres de los hombres se afanaban en desmontar los hornos que ya estaban fríos y en hacer fardos con el carbón; otro de ellos estaba arrodillado frente a una hoguera en la que hervía una tetera colocada sobre un soporte de tres patas. Eran cuatro, y sin embargo yo aún tenía la sensación de que faltaba uno. Entonces pude oír a mis espaldas el sonido de unos pesados pasos... así como la aspiración involuntaria de aire que suele hacerse justo antes de un ataque. Empujé a Jo-An hacia un lado y giré de un salto para enfrentarme a quienquiera que estuviese intentando tendernos una emboscada.

Se trataba del hombre más voluminoso que jamás había visto. Ya había alargado los brazos con intención de atraparnos. Pude ver una mano gigantesca... y también un muñón. La visión de su deformidad me hizo dudar sobre si debía o no causarle más daños. Dejé mi imagen en el sendero, me deslicé tras él y le llamé para que se volviera. Mientras tanto, sujeté el cuchillo de manera que pudiera ver la hoja con claridad y pensara que iba a cortarle el cuello.

Entonces, Jo-An gritó al desconocido:

—¡Soy yo, estúpido! ¡Soy Jo-An!

El hombre arrodillado junto al fuego soltó una sonora carcajada y los carboneros se acercaron corriendo.

—No le hieras, señor -me suplicaron en voz alta-. No quiere hacerte ningún daño. Se ha asustado... Eso es todo.

El gigante había bajado los brazos y permanecía en pie con la mano extendida en señal de sumisión.

—Es mudo -me explicó Jo-An-; pero incluso con una sola mano tiene tanta fuerza como dos bueyes juntos, y es un buen trabajador.

Los carboneros estaban consternados ante la idea de que yo pudiese herir a un compañero tan valioso. Se arrojaron a mis pies y me suplicaron misericordia. Yo les pedí que se levantaran y que mantuvieran a su gigante bajo control.

—¡Podría haberle matado!

Todos se incorporaron y, tras pronunciar unas palabras de bienvenida, dieron unas palmadas a Jo-An en el hombro, me hicieron otra reverencia y me apremiaron a sentarme junto al fuego. Uno de ellos me sirvió té que no quise imaginar cómo había sido preparado. Su sabor era diferente a todo cuanto había probado, pero al menos estaba caliente. Jo-An se los llevó a cierta distancia, y allí mantuvieron en susurros una apresurada conversación que yo pude oír palabra por palabra.

Jo-An les explicó quién era yo, y ellos, boquiabiertos, realizaron repetidas reverencias. También les contó que tenía que llegar a Terayama lo antes posible. Discutieron durante unos instantes sobre cuál era la ruta más segura y sobre si debíamos partir de inmediato o esperar hasta la mañana siguiente. Después regresaron junto a la hoguera, se sentaron formando un círculo y clavaron sus miradas en mí. Sus ojos brillaban en sus ennegrecidos rostros, pues estaban cubiertos de ceniza y hollín; apenas llevaban ropas y, sin embargo, no parecían sentir frío. Hablaban como grupo, y daba la impresión de que sentían y pensaban como una sola persona. Imaginé que allí, en el bosque, seguían sus propias reglas y vivían como salvajes, prácticamente como animales.

—Nunca antes han hablado con un señor -me informó Jo-An-. Uno de ellos quería saber si eres el héroe Yoshitsune que regresa del continente. Yo les he explicado que, aunque recorres la montaña como él y te persiguen todos los hombres, tú serás un héroe mayor, porque Yoshitsune falló, pero los dioses han asegurado tu triunfo.

—¿Nos permitirá el señor que cortemos leña donde queramos? -preguntó uno de los hombres de más edad. No se dirigían a mí directamente, sino que en todo momento le hablaban a Jo-An-. Hay muchas partes del bosque donde ya no nos permiten ir; si talamos un árbol allí... -y en este punto hizo un gráfico gesto simulando que se cortaba el cuello.

—Por un árbol, la cabeza; por una rama, la mano -terció otro, levantando el brazo mutilado del gigante. El muñón se le había curado dejando una cicatriz retorcida y blanquecina, y se apreciaban huellas grisáceas allí donde le habían cauterizado-. Los oficiales de los Tohan le hicieron esto hace un par de años. Él no los entendía, pero a pesar de todo le cortaron la mano.

A continuación, el gigante acercó el muñón hacia mí, asintiendo varias veces con la cabeza mientras su rostro mostraba indefensión y desconcierto.

Yo sabía que el clan de los Otori también disponía de leyes que prohibían la tala indiscriminada de árboles con el fin de preservar los bosques; pero me hubiera extrañado que aplicasen castigos tan severos. Me pregunté qué sentido tenía dejar a un hombre incapacitado... ¿Es que acaso una vida humana vale menos que la de un árbol?

—El señor Otori reclamará todas estas tierras -les informó Jo-An-. Su dominio se extenderá de costa a costa. Él traerá consigo la justicia.

Todos los presentes hicieron otra reverencia y juraron que me servirían. Yo les prometí que haría por ellos todo lo que estuviera en mi mano cuando llegara el momento.

Después nos dieron de comer carne: pequeños pájaros y una liebre. ¡Carne! Últimamente la había probado en tan contadas ocasiones... Intenté recordar la última vez que la había comido y entonces vino a mi memoria el estofado de pollo que había tomado en la escuela de los luchadores. Desde luego, aquel pollo me había resultado más tierno que la liebre, pues los carboneros la habían cazado hacía una semana y la habían ocultado para celebrar su última noche en la montaña, enterrándola en un lugar apartado de la vista de los soldados de cualquiera de los clanes que pudiese pasar por el campamento. La carne del animal sabía a tierra y a sangre.

Mientras comíamos discutieron sus planes para el día siguiente, y decidieron que me asignarían un guía que me llevaría hasta el camino de la frontera. Ellos no se atrevían a cruzarla, pero pensaban que el trayecto de descenso hasta Terayama no debía de ser muy complicado. Mi acompañante y yo partiríamos al alba y, de seguir sin nevar, tardaría unas 12 horas en alcanzar mi destino.

El viento había cambiado ligeramente hacia el norte y su crudeza resultaba amenazante. Los carboneros decidieron desmontar el último horno a la caída de la tarde e iniciar el largo camino de descenso por la mañana. Jo-An podía ayudarlos si pasaba la noche con nosotros y luego se quedaba para sustituir al hombre que me guiaría.

—¿No les importa trabajar contigo? -le pregunté más tarde.

Los carboneros me desconcertaban. Comían carne, contraviniendo la doctrina del Iluminado; no rezaban dando gracias por la comida, como hacían los Ocultos, y aceptaban que un paria comiese y trabajase junto a ellos, algo impensable para los habitantes de las aldeas.

—Ellos también son parias -me explicó Jo-An-. Además de madera, queman cadáveres. Pero no pertenecen a los Ocultos. Veneran a los espíritus del bosque, al dios del fuego en particular; creen que su dios los acompañará mañana en el viaje, habitará con ellos todo el invierno y mantendrá sus casas calientes. Al llegar la primavera regresarán junto con el espíritu del fuego de vuelta a la montaña -la voz de Jo-An adquirió un ligero matiz de desaprobación-. Yo intento hablarles del dios secreto -añadió-; pero ellos alegan que no pueden abandonar a la deidad de sus antepasados, pues de ser así, ¿quién encendería el fuego para las carboneras?

—Tal vez todos son uno -bromeé, pues la comida y la calidez del fuego me habían levantado el ánimo.

Jo-An me dirigió una de sus sutiles sonrisas, pero no habló más del tema. Al observar su aspecto, comprendí que estaba sumamente cansado. Ya casi había oscurecido y los carboneros nos invitaron a compartir su refugio, una tosca construcción hecha con ramas y cubierta con piezas de cuero que, probablemente, habían intercambiado por carbón con los curtidores. Entramos a gatas y nos apiñamos para protegernos del frío. Mi cabeza, que quedaba relativamente cerca de la carbonera, estaba lo bastante caliente, pero notaba la espalda helada. Cuando me di la vuelta, temí que los párpados se me quedaran congelados.

No dormí mucho, sino que permanecí tumbado escuchando la profunda respiración de los hombres que me rodeaban mientras reflexionaba sobre mi futuro. Yo había creído que con mi actitud me había granjeado la sentencia de muerte de la Tribu, y cada día esperaba morir antes de la llegada de la noche; pero la ermitaña me había devuelto la vida. Si mi hijo naciera el año próximo y empezase a desarrollar sus poderes extraordinarios a mi misma edad, pasarían 15 o 16 años hasta que yo muriese a sus manos. Era casi el doble de lo que yo había vivido, y contaba con tiempo más que suficiente para llevar a cabo mi misión. Aquel pensamiento me infundió una enorme confianza.

A veces creía en la profecía y otras no; eso es lo que me ha venido sucediendo durante toda la vida.

Al día siguiente llegaría a Terayama. Tendría en mi poder los documentos de Shigeru relativos a la Tribu, y otra vez empuñaría a
jato
entre mis manos. Durante la primavera iría a visitar a Arai, y armado con la información secreta sobre la Tribu, buscaría su apoyo contra los tíos de Shigeru. Quedaba claro que mi primer combate tendría que ser contra ellos, pues al vengar la muerte de mi padre adoptivo y hacerme cargo de mi herencia lograría lo que más necesitaba: un acuartelamiento poderoso en la impenetrable ciudad de Hagi.

Jo-An dormía inquieto, gemía y se agitaba sin cesar. Me percaté de que probablemente sus dolores eran crónicos, aunque no daba muestras de ello. Hacia el amanecer, el frío remitió un poco y me quedé profundamente dormido más o menos durante una hora. Me desperté con un suave sonido que me llenaba los oídos, el sonido que más temía. Alcancé a gatas la entrada del refugio y, a la luz del fuego, pude ver cómo los copos de nieve empezaban a caer, y escuché el débil siseo que producían al fundirse en los rescoldos. Acto seguido, empecé a zarandear a Jo-An y a los carboneros.

—¡Está nevando!

Todos se incorporaron de inmediato, encendieron ramas a modo de antorchas y procedieron a desmantelar el campamento. Al igual que yo, no deseaban en absoluto quedar atrapados en la montaña. El precioso carbón obtenido en el último horno ya estaba envuelto en las piezas de cuero que antes habían cubierto el refugio. Elevaron una rápida oración sobre las ascuas del fuego, y las colocaron en un recipiente de hierro para llevarlas con ellos montaña abajo.

La nieve aún era fina como el polvo, y de momento no cuajaba y se derretía al contacto con el suelo. Sin embargo, a medida que se acercaba el amanecer, notamos que el cielo se volvía plomizo y las nubes amenazaban con más nieve. También se estaba levantando viento; cuando los copos empezaran a ser más gruesos, habría ventisca.

No quedaba tiempo para tomar alimento alguno, ni siquiera té. Cuando el carbón estuvo preparado, los hombres se mostraron ansiosos por partir. Jo-An se hincó de rodillas ante mí, pero yo hice que se levantara y le di un abrazo. Su cuerpo se mostraba tan frágil y delgado como el de un anciano.

—Nos encontraremos de nuevo en la primavera -le aseguré-. Te haré llegar un mensaje al puente de los parias.

Él asintió con la cabeza, sobrecogido por la emoción, como si no pudiera soportar el hecho de separarse de mí. Uno de los hombres agarró un tardo y se lo colocó a la espalda, a la altura de los hombros. Los otros ya se encaminaban en fila ladera abajo. Entonces Jo-An me hizo un último gesto, algo a medias entre una señal de adiós y una bendición. Después se dio la vuelta y, tambaleándose un poco bajo el peso del fardo, se alejó caminando.

Le observé durante unos instantes, y sin apenas darme cuenta susurré las familiares palabras que los Ocultos utilizan en las despedidas.

—Vamos, señor -me apremió mi acompañante, preocupado.

Me di la vuelta y le seguí colina arriba.

Ascendimos durante unas tres horas. El guía sólo se detenía de vez en cuando para doblar ramas que más tarde le indicarían el camino de regreso. La nieve caía de igual forma, ligera y seca, pero cuanto más ascendíamos, más y más cuajaba, hasta que el suelo y los árboles se cubrieron de una fina capa de helado polvo blanco. La rápida caminata me quitó el frío, pero el estómago me rugía de hambre; la carne de la noche anterior le había dado falsas esperanzas. Era imposible calcular la hora del día. El cielo mostraba un uniforme color gris parduzco, y el suelo empezaba a reflejar la extraña y desorientadora luz de los paisajes nevados.

Mi acompañante se detuvo cuando nos encontrábamos a medio camino de la ladera que ascendía hasta la cumbre principal de la cordillera. El sendero que habíamos recorrido empezaba a retorcerse cuesta abajo y, a través de la cortina de nieve, pude ver el valle, donde las ramas de las hayas y los cedros ya se estaban cubriendo de blanco.

—No puedo acompañarte más -me aseguró el guía-. Tú también deberías regresar conmigo. Se aproxima una ventisca. Incluso con buen tiempo, desde aquí se tarda casi un día entero en llegar al templo. Si continúas, perecerás en la nieve.

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