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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

Con la Hierba de Almohada (41 page)

Yo conocía la ciudad a la perfección; había recorrido cada una de sus calles y había escalado los muros del castillo. También conocía el terreno de los alrededores: las montañas y colinas, los valles y ríos. La principal dificultad con la que me encontraba era la escasez de hombres a mi cargo: como mucho, un millar. Yamagata era una ciudad próspera, pero el invierno había sido difícil para todos sus habitantes. Si yo atacaba a principios de la primavera, ¿podría el castillo resistir un largo asedio? ¿Lograría la diplomacia una rendición si es que por la fuerza no se conseguía? ¿Qué ventajas tendría yo sobre los defensores de la fortaleza?

Mientras meditaba sobre estas cuestiones mis pensamientos volvieron a Jo-An, el paria. Le había dicho que enviaría a buscarle en primavera, pero yo aún no estaba convencido de querer hacerlo. Me resultaba imposible olvidar su mirada hambrienta y apasionada, la misma que percibí en los ojos del barquero y del resto de los parias. "Ahora él te pertenece", había dicho Jo-An refiriéndose al barquero, "como todos nosotros". Yo me preguntaba si me sería posible engrosar las filas de mi ejército con los parias y con los campesinos que acudían a diario a rezar y a traer ofrendas a la tumba de Shigeru. No me cabía duda de que podía contar con aquellos hombres si lo deseaba, pero me daba la impresión de que la casta de los guerreros no actuaba de semejante forma. Yo nunca había oído hablar de batallas en las que lucharan los campesinos. Por lo general, éstos se mantenían alejados del combate y odiaban a ambos bandos por igual pues, una vez terminada la batalla, despojaban de sus pertenencias a los muertos de los dos bandos sin hacer distinciones.

Como sucedía con cierta frecuencia, el rostro del granjero al que yo había asesinado en su campo secreto de las colinas de Matsue llegó flotando a mi memoria. Escuché otra vez su voz: "¡Señor Shigeru!". Deseaba que su espíritu pudiese descansar en paz; pero su recuerdo también me trajo a la mente el valor y la determinación de sus compañeros, que por el momento estaban siendo desaprovechados. Si contase con ellos, tal vez el espíritu de su líder dejaría de perseguirme.

Los campesinos de las tierras Otori, tanto los que habitaban en los alrededores de Hagi como los que habían sido cedidos a los Tohan -incluidos los residentes en Yamagata-, habían apreciado a Shigeru en vida y, tras la muerte de éste, furiosos, se habían sublevado. Pensé que también a mí me apoyarían, pero temía que si contaba con ellos la lealtad de mis guerreros pudiera disminuir.

Con respecto al problema teórico sobre la toma de Yamagata, si lograba deshacerme del lugarteniente interino que Arai había colocado en el castillo, existirían muchas más posibilidades de que la fortaleza se rindiera sin necesidad de un largo asedio. Lo que necesitaba era un asesino en quien pudiera confiar. La Tribu había admitido que yo era la única persona capaz de escalar en solitario los muros del castillo de Yamagata, pero no parecía apropiado que un comandante en jefe -como yo iba a ser- acometiera semejante tarea. Mi mente empezó a divagar, y aquello me recordó que apenas había dormido la noche anterior. Me pregunté si podría entrenar a muchachos y muchachas adolescentes de la misma forma que lo hacía la Tribu. Tal vez no contaran con habilidades innatas, pero algunas de ellas eran tan sólo cuestión de adiestramiento. Me percaté de las ventajas que me proporcionaría contar con una red de espías, y pensé que tal vez lograra encontrar algunos miembros resentidos de la Tribu a los que pudiera persuadir para que entraran a mi servicio. Por el momento, alejé aquella ¡dea de mi mente; pero más tarde volvería a mi memoria.

A medida que el día se iba haciendo más cálido, las horas transcurrieron con mayor lentitud. Las moscas, que habían despertado de su letargo invernal, zumbaban tras las mamparas. Desde el bosque llegó a mis oídos el canto de la primera curruca, el batir de las alas de las golondrinas y el golpeteo de sus picos al atrapar insectos. Los sonidos del templo murmuraban a mi alrededor: el rumor de las pisadas, el susurro de las túnicas, la melodía de los cánticos, el repentino y nítido tañido de la campana...

Una ligera brisa soplaba desde el este, impregnada de la fragancia de la primavera. En menos de una semana Kaede y yo nos casaríamos. La vida parecía estallar a mi alrededor, y al abrazarme me transmitía su vigor y energía. Sin embargo, allí estaba yo, absorto en el estudio del arte de la guerra.

Cuando me encontré con Kaede aquella tarde, no hablamos de amor, sino de estrategia. No teníamos necesidad de hacernos saber nuestros sentimientos: íbamos a casarnos, nos convertiríamos en marido y mujer. Pero si el destino nos reservaba la vida suficiente como para tener hijos, debíamos actuar con prontitud para consolidar nuestro poder.

Cuando Makoto me dijo por primera vez que Kaede planeaba formar un ejército, yo había pensado que ella sería una magnífica aliada, y no me había equivocado. Ella coincidió conmigo en que lo mejor sería que nos dirigiéramos directamente a Maruyama, y me relató el encuentro que tuvo durante el otoño con Sugita Haruki. Como él esperaba noticias de Kaede, ella me propuso que enviáramos a varios de los hombres de Shirakawa al dominio para comunicar a Sugita nuestras intenciones. Yo me mostré de acuerdo y decidí que Gemba, el menor de los hermanos Miyoshi, los acompañara. No enviamos mensaje alguno a Inuyama: cuanto menos supiera Arai de nuestros planes, mejor.

—Shizuka me dijo que Arai montará en cólera cuando se entere de nuestro matrimonio -comentó Kaede.

Yo sabía que eso era lo más probable. Deberíamos haber tenido mejor criterio; deberíamos haber sido más pacientes. Tal vez si nos hubiéramos acercado a Arai a través de los canales adecuados -por medio de la tía de Kahei o a través de Sugita-, él se habría puesto de nuestro lado. Pero Kaede y yo nos vimos arrastrados por una urgencia cercana a la desesperación, pues éramos conscientes de que podíamos morir en cualquier momento.

Por ello, nos casamos unos días más tarde ante el santuario, a la sombra de los árboles que rodeaban la tumba de Shigeru. Al cumplir su voluntad, también desafiábamos todas las normas de nuestra casta. Podría decir en nuestra defensa que ninguno de los dos había tenido una infancia normal. Ambos habíamos escapado, por razones diferentes, al rígido entrenamiento en la obediencia al que son sometidos los hijos de la mayoría de los guerreros. Ello nos daba libertad para actuar a nuestro antojo, pero los importantes señores de nuestra casta nos iban a hacer pagar por ello.

El tiempo seguía siendo cálido gracias al viento del sur. El día de nuestra boda los cerezos habían florecido por completo y mostraban una masa de tonos rosas y blancos. Amano Tenzo habló en nombre de Kaede, como su pariente más cercano. Acompañada por la doncella del santuario, ella -que vestía una túnica roja y blanca que Manami había logrado encontrar- se aproximó hasta mí; su belleza tenía algo de intemporal, como si Kaede fuera un ser sagrado. Yo pronuncié mi nombre, Otori Takeo, y proclamé a Shigeru y al clan Otori como mis ascendientes. Intercambiamos las rituales copas de vino, tres veces tres, y mientras se estaba realizando la ofrenda de las ramas sagradas una repentina ráfaga de viento arrojó sobre nuestras cabezas una lluvia de pétalos blancos.

Podríamos haber considerado este hecho como un mal augurio, pero aquella noche, tras el banquete y las celebraciones, cuando por fin Kaede y yo nos encontramos a solas, no pensamos en presagio alguno. En Inuyama habíamos hecho el amor de forma entregada y desesperada, pues estábamos convencidos de que moriríamos antes del amanecer. Pero en la noche de nuestra boda, protegidos tras los muros de Terayama, tuvimos tiempo para explorar nuestros cuerpos, para amarnos sosegadamente. Además, Yuki me había instruido en el arte del amor.

Hablamos sobre lo que habíamos vivido desde que nos habíamos separado; en particular sobre nuestro hijo. Pensamos en el alma de la criatura, de nuevo lanzada al ciclo de la vida y la muerte, y rezamos por ella. Le conté a Kaede mi visita a Hagi y mi huida a través de la nieve. No le mencioné a Yuki, de la misma forma que ella tampoco me reveló algunos de sus secretos, pues aunque me habló brevemente sobre Fujiwara, no entró en detalles sobre el pacto al que habían llegado. Yo sabía que el noble le había entregado grandes cantidades de dinero y comida, y tal circunstancia me preocupaba, pues me hacía pensar que, al contrario que Kaede, él daba por hecho que el matrimonio se iba a celebrar. Un escalofrío me recorrió la espalda y, por un instante, pensé que podía tratarse de una premonición, pero alejé tal pensamiento de mi mente porque no quería que nada enturbiara mi felicidad.

Me desperté hacia el amanecer y encontré a Kaede dormida entre mis brazos. Su piel era blanca y aterciopelada, fresca y cálida a la vez. Su cabello, tan largo y espeso que nos cubría a los dos como si de un manto se tratara, desprendía el aroma del jazmín. En el pasado yo había considerado a Kaede como la flor de las cumbres, imposible de alcanzar; pero ahora estaba a mi lado, ya era mía. Mientras asimilaba aquella nueva realidad, el silencioso mundo de la noche permaneció inmóvil a mi alrededor. Los ojos se me llenaron de lágrimas. El reino celestial era bondadoso; los dioses me amaban: ellos me habían entregado a Kaede.

Durante los días siguientes la vida nos sonrió. El tiempo era cálido y soleado, y todos los moradores del templo parecían encontrarse felices por nuestra causa: desde Manami, cuyo rostro se iluminó de alegría cuando nos trajo el té la primera mañana después de la boda, hasta el abad, quien continuaba entrenándome y se burlaba de mí despiadadamente cuando me descubría bostezando. Siguiendo la costumbre, un reguero de personas ascendió la montaña para traernos regalos y felicitarnos por nuestro matrimonio, como habrían hecho los habitantes de Mino.

Tan sólo Makoto mostraba una actitud diferente.

—Disfruta al máximo de tu alegría -me advirtió-. Estoy contento por t¡, créeme; pero me temo que no durará.

Yo ya sabía de lo efímero de la felicidad: Shigeru me lo había enseñado. "La muerte llega de repente; la existencia humana es frágil y breve", me había dicho al día siguiente de salvarme la vida en Mino. "No existe plegaria o encantamiento alguno que pueda cambiar su curso". Era la fragilidad de la vida lo que la hacía tan valiosa. Cuanto más conscientes éramos de lo breve que podría ser nuestra dicha, más profundamente felices nos sentíamos.

Las flores de los cerezos empezaban a caer, y los días se alargaban por el cambio de estación. Los preparativos del invierno habían concluido; la primavera daba paso al verano, y el verano era tiempo de guerra. Nos enfrentaríamos a cinco batallas; ganaríamos cuatro de ellas y perderíamos una.

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