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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

Con la Hierba de Almohada (27 page)

—Me es imposible regresar -repliqué-. Acompáñame un poco más; te pagaré bien.

Pese a mi insistencia, no logré persuadirle, y en el fondo tampoco lo deseaba. El hombre parecía sentirse inquieto y abatido por no encontrarse junto a sus compañeros. Le entregué la mitad de las monedas que me quedaban y, a cambio, él me dio una pata de la liebre, en la que aún quedaba algo de carne.

Me indicó el camino que debía seguir y señaló algunos lugares de referencia al otro lado del valle, aunque bajo la débil luz resultaba difícil distinguirlos. Aunque yo ya lo sabía desde hacía tiempo, me dijo que el valle estaba atravesado por un río, y que éste marcaba la frontera del feudo. No había ningún puente, pero uno de los tramos era lo suficientemente estrecho como para atravesarlo a pie. En los remansos habitaban los espíritus del agua y la corriente formaba rápidos, por lo que tenía que tener cuidado de no caerme al río. Aquél era el lugar más accesible para cruzar y, aunque solía estar protegido por patrullas, lo más probable era que en un día semejante no hubiera vigilancia.

Una vez alcanzado el siguiente feudo, debía continuar en dirección este y descender hasta un pequeño santuario donde el camino se bifurcaba. Allí tenía que tomar el sendero de la derecha y proseguir hacia el este, pues de otro modo volvería a ascender la cordillera. En aquel momento el viento llegaba del noroeste, por lo que siempre tenía que notarlo en el hombro izquierdo.

Para que quedara clara su explicación, el guía me tocó el hombro dos veces y me miró a la cara con sus ojos rasgados.

—No pareces un señor -confesó, contrayendo sus rasgos en una especie de sonrisa-; pero, de todas formas, que tengas buena suerte.

Le di las gracias, e inicié el descenso de la ladera a la vez que mordisqueaba el hueso de la liebre, lo abría con los dientes y chupaba el tuétano. La nieve se hizo más densa y húmeda, y se derretía más lentamente sobre mi cabeza y mis ropas. Aquel hombre tenía razón, yo no parecía un señor. Desde que Yuki me había cortado el pelo al estilo de los comediantes, no me lo había vuelto a arreglar, y ahora me cubría las orejas; además, llevaba días sin afeitarme. Mis ropas estaban sucias y empapadas y, desde luego, el olor que despedía no era el propio de un señor. Intenté calcular cuándo me había bañado por última vez, y de repente, de nuevo, me vino a la mente la escuela de los luchadores, donde pasamos la primera noche tras la partida de Matsue. Recordé el enorme pabellón de baños y la conversación que yo había escuchado entre Akio y Hajime.

Me pregunté dónde estaría Yuki y si se habría enterado de mi deserción. Me sentía incapaz de pensar en el niño que ella estaba esperando. Una vez conocida la profecía, la idea de que mantuvieran a mi hijo apartado de mí y le enseñaran a odiarme me resultaba aún más dolorosa. Me acordé de las palabras de Akio... Por lo visto, los Kikuta conocían mi carácter mejor que yo mismo.

El rugido de las aguas se incrementó y se convirtió casi en el único sonido en aquel paisaje nevado, pues hasta los cuervos permanecían en silencio. Cuando divisé el río, la nieve empezaba a cubrir las rocas de las orillas. Corriente arriba, el agua caía en cascada y después se desparramaba entre empinados riscos, desplomándose por los peñascos y formando rápidos, antes de introducirse en un estrecho canal que discurría entre dos farallones planos. Junto a los riscos colgaban antiquísimos pinos retorcidos, y daba la impresión de que aquel paisaje cubierto por la nieve aguardaba la llegada de Sesshu, quien lo plasmaría en una de sus pinturas.

Me agazapé bajo una roca junto a la que un pequeño pino se aferraba a duras penas y, aunque más parecía un arbusto que un árbol, me proporcionó algo de refugio. La nieve cubría el sendero, pero el trazado aún se distinguía y yo podía divisar el punto donde tenía que cruzar el río. Me quedé mirándolo un rato y agucé los oídos.

El fluir de las aguas del río sobre las rocas seguía un ritmo inconstante. De vez en cuando la corriente se calmaba y se producía un extraño silencio, como si yo no fuera la única criatura que se detenía a escuchar. Era fácil imaginar cómo los espíritus que habitaban bajo el agua detenían la corriente y la volvían a empujar, gastando bromas y provocando a los humanos, y arrastrándolos con artimañas hasta la orilla.

Incluso llegué a pensar que podía oír la respiración de los espíritus; pero entonces, justo cuando había logrado aislar aquel sonido, el murmullo y el oleaje arrancaban de nuevo. Era desesperante. Sabía que estaba perdiendo el tiempo allí, agachado bajo un arbusto cada vez más cubierto por la nieve y escuchando a los espíritus; pero poco a poco me fui convenciendo de que alguien respiraba a poca distancia de mí.

Justo detrás del estrecho cruce, el río caía unos metros más y formaba varios remansos profundos. Percibí un repentino movimiento y vi que una garza, casi totalmente blanca, pescaba en uno de ellos como si la nieve no le importara en absoluto. Interpreté su presencia como una señal -el blasón de los Otori en la frontera del feudo del clan-; podía tratarse de un mensaje de Shigeru con el que me indicaba que por fin yo había tomado la decisión adecuada.

La garza se encontraba en la misma orilla que yo y se acercaba hacia mí avanzando por el remanso. Me pregunté qué alimento podría encontrar en mitad del invierno, cuando las ranas y los sapos se ocultan en el barro. El ave parecía tan tranquila como imperturbable, convencida de que nada la amenazaba en aquel solitario lugar. Mientras la observaba -con el mismo sentimiento de seguridad- y pensaba que en cualquier momento me encaminaría hacia el río y lo cruzaría, algo la asustó, pues giró su alargada cabeza en dirección a la orilla y al instante alzó el vuelo. El batir de sus alas sonó una sola vez por encima del agua y después el ave desapareció en silencio corriente abajo.

¿Qué la habría espantado? Concentré mi mirada en aquel lugar. El río se quedó silencioso por unos instantes, y entonces pude oír el sonido de una respiración. Aspiré profundamente, y el viento del noreste me trajo un débil olor humano. No podía ver a nadie, y sin embargo sabía que había alguien invisible tumbado sobre la nieve.

Mi enemigo estaba emplazado de tal forma que, si yo me dirigía directamente hacia el cruce, podría impedirme el paso con facilidad. Había logrado mantener su estado de invisibilidad durante tanto tiempo que no me cupo duda de que pertenecía a la Tribu, por lo que conseguiría verme en cuanto me aproximara al río. Mi única esperanza era sorprenderle y, alejándome corriente arriba, saltar desde otro lugar donde el cruce era más ancho.

No tenía sentido seguir esperando. Respire profunda y silenciosamente, salí corriendo desde el pino que me ocultaba y me dirigí ladera abajo. Me mantuve en el sendero mientras me fue posible, pues la nieve lo cubría por completo y me hacía dudar. Cuando abandoné el camino para dirigirme al río, miré hacia un lado y vi al hombre, que se estaba incorporando. Vestía de blanco de pies a cabeza y por un instante sentí alivio al ver que llevaba ropas de camuflaje y no se había hecho invisible -tal vez no perteneciera a la Tribu, quizá sólo se trataba de uno de los guardias de la frontera-. En ese momento llegué hasta el punto en el que se veía el oscuro abismo a mis pies y me precipité de un salto hasta el otro lado del río.

Las aguas rugieron y después se quedaron mudas, y en el silencio pude oír cómo algo llegaba girando por el aire a mis espaldas. Cuando caí sobre la otra orilla, me arrojé al suelo y, al intentar agarrarme a una roca helada, estuve a punto de ser arrastrado por las aguas. El objeto que me habían lanzado pasó silbando por encima de mi cabeza; de haber estado de pie, me habría golpeado en la nuca. Ante mí pude ver el agujero con forma de estrella que el arma había dejado en la nieve. Sólo la Tribu emplea esa clase de cuchillos arrojadizos y generalmente utilizan varios, uno detrás de otro.

Me eché a rodar hasta alcanzar un lugar seguro y, todavía tumbado en el suelo, me hice invisible de inmediato. Sabía que podía mantenerme en ese estado hasta llegar al bosque, que me serviría de refugio, pero ignoraba si mi enemigo podía verme o no, y no caí en la cuenta de las huellas que yo dejaría sobre la nieve. Por suerte para mí, él también se resbaló al saltar por encima del río y, a pesar de que parecía más grande y fuerte que yo y que probablemente podría correr más rápido, le llevaba ventaja.

Una vez al abrigo de los árboles, me desdoblé y envié mi segundo cuerpo ladera arriba mientras yo bajaba el sendero corriendo, aunque era consciente de que no podría dejarle atrás durante mucho tiempo; sabía que mi única esperanza era tenderle una emboscada. Más adelante, el camino se curvaba alrededor de un enorme farallón, por encima del cual colgaba la rama de un árbol. Rodeé la roca, di marcha atrás pisando mis propias huellas y de un salto me subí a la rama. Saqué mi cuchillo y deseé haber podido empuñar a
Jato
entre mis manos. Las otras armas que portaba eran aquellas con las que se suponía que iba a haber matado a Ichiro: un garrote y un pincho; pero es difícil matar a los miembros de la Tribu con sus propios métodos, al igual que es casi imposible engañarlos con sus mismos trucos. Mis esperanzas se centraban en el cuchillo. Aminoré la respiración y me hice invisible; entonces, percibí cómo el hombre vacilaba al ver mi segundo cuerpo y oí como echaba a correr otra vez.

Yo sabía que sólo contaba con una oportunidad, y me lancé sobre él desde la rama. Mi peso le hizo perder el equilibrio y, mientras se tambaleaba, encontré un hueco en la protección que llevaba en el cuello y le clavé el cuchillo en la arteria principal de la garganta, arrastrando después la hoja hacia un lado hasta cortarle la tráquea, tal como Kenji me había enseñado. Mi oponente, asombrado, emitió un gruñido -un sonido que a menudo había escuchado de los miembros de la Tribu que no esperan desempeñar el papel de la víctima- y a continuación cayó de rodillas. Me aparté, y él se llevó las manos al cuello, donde el aliento se le escapaba con un fuerte silbido y la sangre le manaba a borbotones. Acto seguido, cayó tumbado con la cara en el suelo y la nieve se tino de rojo.

Le revisé las ropas y me hice con el resto de sus cuchillos y su espada corta, que resultó ser de excelente calidad. También me apoderé de varios venenos que portaba, pues en aquella época yo carecía de ellos. No tenía ni idea de quién era. Le quité los guantes y le miré las palmas de las manos, pero éstas no mostraban la peculiar línea recta de los Kikuta y, por lo que pude ver, su cuerpo tampoco tenía tatuajes.

Dejé el cadáver a merced de los cuervos y los zorros, pues pensé que sería un alimento que agradecerían dada la crudeza del invierno, y me puse en camino lo más rápida y silenciosamente posible, temiendo que aquel asesino pudiera pertenecer a una banda cuyos miembros podrían estar observando el río, esperándome. La sangre se me aceleró en las venas; la huida y la breve lucha me habían hecho entrar en calor y me sentía profundamente feliz de no ser yo el que quedaba tendido sobre la nieve.

La idea de que la Tribu me hubiera alcanzado con tanta rapidez y hubiera sabido adonde me dirigía me alarmaba. ¿Acaso el cadáver de Akio había sido descubierto y ya se habían enviado mensajeros a caballo a Yamagata? ¿Es que Akio seguía vivo? Me maldije a mí mismo por no haberme detenido a acabar con su vida. Quizá el enfrentamiento que había tenido con él debía haberme atemorizado más; tal vez tendría que haberme dado cuenta entonces de que la Tribu me perseguiría durante el resto de mi vida. Ahora ya lo sabía; pero me enfurecía el hecho de que hubieran intentado matarme en el bosque como a un perro, a la vez que me alegraba de que hubieran fallado en aquel primer intento. Era cierto que la Tribu había logrado asesinar a mi padre, pero el propio Kenji me había dicho que no habrían podido siquiera acercarse a él si éste no hubiera jurado no volver a matar. Yo era consciente de que poseía sus mismos poderes extraordinarios, y tal vez en mayor medida. No permitiría que la Tribu se acercase a mí. Continuaría con el trabajo de Shigeru y acabaría con el poder de la organización.

Tales pensamientos se arremolinaban en mi mente mientras avanzaba con dificultad sobre la nieve. Me proporcionaban energía y acrecentaban mi determinación por sobrevivir. Una vez destruida la Tribu, mi furia se volcaría contra los señores de los Otori, cuya perfidia me parecía aún mayor. Los guerreros postulaban que el honor y la lealtad eran fundamentales para ellos y, sin embargo, sus traiciones y engaños eran tan profundos y egoístas como los de la Tribu. Los tíos de Shigeru le habían enviado a la muerte y ahora intentaban despojarme de mi herencia. No sabían lo que les aguardaba.

Si pudieran verme en aquel momento, hundido en la nieve hasta las rodillas, pobremente vestido y equipado, sin hombres, dinero o tierras, seguro que no perderían un minuto de sueño a causa de la amenaza que yo les pudiera suponer.

No podía detenerme a descansar. No tenía elección: debía intentar llegar a Terayama o morir en el intento.

De vez en cuando, me separaba del camino y aguzaba el oído para comprobar si alguien me seguía. No oía nada, excepto el gemido del viento y el siseo de los copos al caer; sin embargo, cuando se acercaba el crepúsculo, me pareció escuchar un débil sonido que procedía de más abajo.

Era lo último que yo habría esperado oír en la montaña, en medio de aquellos bosques nevados. Parecía música de flauta, una melodía tan melancólica como el viento que mecía los pinos, tan ligera como los copos de nieve. Un escalofrío me recorrió el cuerpo no sólo por el habitual efecto que la música provoca en mí, sino porque me invadió una profunda sensación de miedo. Creí que me había acercado demasiado al filo del mundo y que estaba escuchando a un espíritu. Pensé en los trasgos del bosque, que atraen a los humanos con artimañas y los mantienen cautivos bajo tierra durante miles de años. Deseé poder elevar las plegarias que mi madre me enseñara, pero tenía los labios paralizados y, de todas formas, ya no creía en el poder de aquellas oraciones.

El sonido aumentó de intensidad. Yo me iba aproximando al lugar del que procedía y me resultaba imposible dejar de caminar; era como si la música ejerciera un hechizo sobre mí y me atrajera irremisiblemente hacia ella. Tras una curva, vi que el sendero se bifurcaba. Recordé de inmediato lo que mi guía me había explicado y comprobé que efectivamente había un santuario, apenas visible, ante el cual se habían colocado tres naranjas cuyas pieles brillaban bajo los capuchones de nieve. Detrás del santuario había una pequeña choza con paredes de madera y techumbre de paja. Mis miedos se desvanecieron por completo y estuve a punto de soltar una carcajada. No era un espíritu lo que había escuchado, sino algún monje o ermitaño que se había retirado a la montaña en busca de iluminación espiritual.

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