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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

Con la Hierba de Almohada (8 page)

Tomó en sus manos un pequeño hatillo. Sacó la comida, la colocó sobre el suelo y empezó a entonar la primera plegaria de los Ocultos. Aquellas palabras, tan familiares para mí, me hicieron sentir un hormigueo en la nuca y, cuando el hombre terminó, respondí con la segunda oración. Al unísono, hicimos la señal sobre los alimentos y sobre nosotros mismos. Sólo entonces, empezamos a comer.

Las viandas eran lastimosamente escasas -un pastel de mijo con algunas briznas de piel de pescado ahumado-, pero contenían todos los elementos propios de los rituales de mi niñez. El paria sacó entonces una pequeña garrafa y sirvió el líquido que contenía en un cuenco de madera. Era licor casero, mucho más fuerte que el vino, y tan sólo dimos un sorbo; pero el sabor me trajo a la mente recuerdos de mi hogar. Sentí con fuerza la presencia de mi madre, y los ojos se me llenaron de lágrimas.

—¿Eres sacerdote? -pregunté con un susurro, extrañado porque hubiera escapado a la persecución de los Tohan.

—Mi hermano, al que liberaste por compasión, era nuestro sacerdote. Desde su muerte, yo hago todo lo que puedo para ayudar a nuestra gente, a los que aún están vivos.

—¿Es que murieron muchos bajo el gobierno de Iida?

—Cientos de Ocultos sucumbieron en el este. Mis padres huyeron de aquí hace muchos años. Bajo el mando de los Otori cesaron las persecuciones; pero en los 10 años que han transcurrido desde la batalla de Yaegahara nadie se ha encontrado a salvo. Ignoramos qué actitud tomará Arai, el nuevo señor supremo. Dicen que tiene otros problemas a los que enfrentarse, así que tal vez nos deje en paz mientras se ocupa de la Tribu -pronunció esta última palabra con un hilo de voz, como si sólo con mencionarla pudiera ser castigado-. Y eso sería lo justo -prosiguió-, porque son los miembros de la Tribu los que asesinan. Nuestro pueblo es inofensivo: nos está prohibido matar -volvió la mirada hacia mí, como queriendo disculparse-. Desde luego, señor, tu caso es diferente...

No sabía él hasta qué punto mi caso era diferente, ni podía imaginar cuánto me había alejado de la doctrina de mi madre. Los perros ladraban en la distancia, y los gallos anunciaban la llegada del nuevo día. Tenía que irme, pero no deseaba hacerlo.

—¿Acaso no tienes miedo? -le pregunté.

—A veces siento pánico. No poseo el don de la valentía; pero mi vida está en las manos de mi dios. Él tiene planes para mí. Él te envió a nosotros.

—No soy un ángel -protesté.

—¿Cómo si no podría un Otori conocer las oraciones de los Ocultos? -replicó él-. ¿Quién si no un ángel estaría dispuesto a compartir alimentos con un paria como yo?

Aun a sabiendas del riesgo que corría, me decidí a contarle la verdad:

—El señor Shigeru me rescató en Mino de las manos de Iida.

Él reconoció el lugar de inmediato. La impresión le hizo enmudecer. Entonces, susurró:

—¿Mino? ¡Pensábamos que todos habían muerto! En verdad, Dios emplea los métodos más extraños. Sin duda sobreviviste porque tienes que llevar a cabo una gran misión. Si no eres un ángel, entonces estás marcado por el Secreto.

Negué con la cabeza.

—Soy el más ínfimo de los seres. Mi vida no me pertenece. Fue el destino lo que me alejó de mi gente y lo que ahora me ha alejado de los Otori -no quise decirle que me había convertido en miembro de la Tribu.

—¿Necesitas ayuda? -me preguntó-. Siempre estaremos dispuestos a auxiliarte. Ven con nosotros al puente de los parias.

—¿Dónde está ese lugar?

—Entre Yamagata y Tsuwano. Allí curtimos las pieles. Pregunta por mí. Mi nombre es Jo-An.

Y dicho esto, entonó la tercera plegaria en agradecimiento por los alimentos que habíamos compartido.

—Tengo que irme -dije yo.

—Antes, dame tu bendición.

Coloqué la mano derecha sobre su cabeza y comencé a rezar la oración que me solía repetir mi madre. Me sentía incómodo, pues era consciente de que no tenía derecho a pronunciar tales palabras; pero éstas escapaban de mis labios con fluidez. Jo-An me tomó de la mano y tocó su frente y sus labios con mis dedos. Caí en la cuenta de lo mucho que confiaba en mí. A continuación, me soltó la mano e hizo una reverencia hasta tocar el suelo con la frente. Cuando levantó la cabeza, yo ya me encontraba en el extremo más lejano de la calle. El cielo estaba palideciendo y se notaba el frescor de la madrugada.

Fui avanzando sigilosamente de puerta en puerta.

Cuando sonó la campana del templo, la ciudad ya empezaba a desperezarse: se iban abriendo las contraventanas, y desde las calles se apreciaba el olor a humo procedente de los fogones de las cocinas. Había pasado demasiado tiempo con Jo-An. Aunque no había utilizado mi segundo cuerpo en toda la noche, me sentía dividido en dos, como si mi verdadero yo se hubiera quedado para siempre bajo las ramas del sauce, junto al paria. El cuerpo que regresaba a la Tribu estaba hueco.

Cuando llegué a la casa de los Muto, el pensamiento que me había estado acechando toda la noche salió a la superficie con toda nitidez: ¿cómo podría alcanzar desde la calle el alero de la techumbre de la tapia? El yeso blanco y las tejas de color gris brillaban bajo la primera luz del día y parecían burlarse de mí. Me cobijé junto al portón de la casa de enfrente, lamentando amargamente lo imprudente y estúpido que había sido. Para entonces nada quedaba de mi anterior estado de concentración: mi audición seguía tan aguda como de costumbre, pero había perdido aquel sentimiento de seguridad en mí mismo.

No podía permanecer por más tiempo donde me encontraba. En ese momento, pude oír a lo lejos el ruido de unos pasos y el golpeteo de los cascos de unos caballos; se acercaba un grupo de hombres, y sus voces flotaban hasta mí. Me pareció reconocer el acento del oeste que los identificaba como hombres de Arai. Sabía que si me encontraban, mi vida con la Tribu terminaría. Pero en realidad, mi vida entera se daría por terminada si era cierto que Arai se sentía tan ultrajado como se rumoreaba.

No tenía más elección que salir corriendo hasta la cancela y gritar a los guardias para que me abrieran; pero cuando estaba a punto de atravesar la calle, escuché voces que procedían del patio de la casa. Akio llamaba a los guardias en voz baja. Se escuchó un chirrido, y después un golpe seco: estaban desatrancando la cancela.

La patrulla dobló la esquina y apareció en el extremo de la calle. Me volví invisible, corrí hasta la cancela y la franqueé rápidamente. Los guardias no repararon en mí, pero Akio sí que lo hizo, al igual que me había descubierto en Inuyama, cuando la Tribu me atrapó por primera vez. Se plantó frente a mí y me agarró por los brazos.

Me preparé para recibir los golpes que con seguridad vendrían a continuación; pero él no malgastó el tiempo y me empujó hacia la casa a toda velocidad.

Los caballos de la patrulla avanzaban con más rapidez y bajaban al trote por la calle. Me tropecé con el perro, y éste dio un ligero gruñido y siguió durmiendo. Los jinetes elevaron la voz para saludar a los guardias:

—¡Buenos días!

—¿Qué lleváis ahí? -replicó uno de ellos.

—¡No es asunto tuyo!

Mientras Akio me empujaba en dirección a la casa, volví la mirada hacia atrás y logré ver la calle a través del estrecho espacio entre el pabellón del baño y la tapia, pues la cancela estaba abierta.

Detrás de los caballos había dos hombres a pie que arrastraban a un prisionero. No logré verle con claridad, pero oí su voz. Y sus oraciones. Era Jo-An, mi paria.

Sin darme cuenta, me abalancé hacia la cancela, pero Akio tiró de mí con tanta fuerza que casi me dislocó el hombro. Fue entonces cuando me golpeó, breve pero certeramente, a un lado del cuello. La estancia daba vueltas a mi alrededor. Sin pronunciar palabra, Akio me arrastró hasta la sala principal, donde la criada estaba barriendo la estera. La mujer no nos prestó la más mínima atención.

Akio retiró el falso tabique de la habitación oculta y me introdujo dentro con un empujón, al tiempo que lanzaba un grito en dirección a la cocina. La esposa de Kenji entró en el cuarto y el joven cerró la puerta corredera.

El rostro de la mujer estaba pálido, y tenía los ojos hinchados, como si aún estuviera combatiendo el sueño. Percibí su furia antes de que empezase a hablar. Me cruzó la cara con dos bofetadas.

—¡Bastardo! ¡Idiota! ¿Cómo te atreviste?

Akio me empujó hasta que caí al suelo, sin dejar de sujetarme los brazos en la espalda. Bajé la cabeza en actitud de sumisión. Pedir disculpas carecía de sentido.

—Kenji me advirtió que intentarías escapar, pero no le creí. ¿Por qué lo hiciste?

Yo no respondí, y ella se arrodilló a mi lado y me levantó la cabeza para verme la cara. Yo retiré la mirada.

—¡Contéstame! ¿Acaso has perdido la razón?

—Lo hice para ver si era capaz.

Ella exhaló un suspiro de desesperación que me recordó a su marido.

—No me gusta estar encerrado -mascullé.

—¡Estás totalmente loco! -exclamó Akio, furioso-. Eres un peligro para todos nosotros. Deberíamos...

Pero ella le interrumpió de inmediato:

—Sólo el maestro Kikuta puede tomar esa decisión. Hasta entonces, nuestra labor consiste en intentar mantenerle con vida y alejado de Arai -y entonces me propinó otro bofetón, pero esta vez menos violento-. ¿Quién te ha visto?

—Nadie. Sólo un paria.

—¿Y qué paria es ése?

—Un curtidor de cuero llamado Jo-An.

—¿Jo-An? ¿El lunático? ¿El que vio al ángel? -exclamó ella, con un hondo suspiro-. No me digas que te vio...

—Hablamos durante un rato -admití.

—Los hombres de Arai ya han detenido a ese paria -me informó Akio.

—Espero que te des cuenta de lo estúpido que has sido -me amonestó ella.

Hice otra reverencia con la cabeza. Me detuve a pensar en Jo-An, y lamenté no haberle acompañado hasta su casa -en caso de que tuviera un hogar en Yamagata-, al tiempo que me preguntaba si lograría rescatarle y pedía en silencio a su dios que me hiciese saber qué propósito le tenía asignado. "A veces siento miedo", me había dicho. "Pánico". La lástima y el remordimiento me atenazaban el corazón.

—Averigua qué es lo que confiesa el paria -apremió la esposa de Kenji a Akio.

—No me traicionará -aseguré.

—Todos somos traidores cuando nos torturan -respondió Akio con brevedad.

—Deberíamos adelantar el viaje -prosiguió ella-. Quizá deberíais partir hoy mismo.

Akio seguía arrodillado junto a mí, sujetándome por las muñecas. Noté que aprobaba la propuesta con la cabeza.

—¿Vamos a castigarle?

—No, tiene que estar en forma para el viaje. Además, ya te habrás dado cuenta de que el castigo físico no hace mella en él. De todas formas, encárgate de informarle sobre el sufrimiento al que van a someter al paria. Puede que tenga la cabeza dura, pero su corazón es blando.

—Los maestros dicen que ésa es su mayor debilidad -comentó Akio.

—Es verdad; si no fuera por eso, tendríamos con nosotros a otro Shintaro.

—Los corazones blandos se pueden endurecer -murmuró Akio.

—Y vosotros, los Kikuta, sabéis bien cómo hacerlo.

Permanecí arrodillado en el suelo mientras hablaban sobre mí con tanta frialdad como si yo fuera de naturaleza inerte; tal vez una cuba de vino que podría resultar de excelente cosecha, o bien agriarse y echarse a perder.

—Y ahora, ¿qué hacemos? -preguntó Akio-. ¿Le dejamos atado hasta que iniciemos el viaje?

—Kenji me dijo que te uniste a nosotros por decisión propia -me soltó la mujer-. Si eso es verdad, ¿por qué intentas escapar?

—He regresado.

—¿Lo intentarás otra vez?

—No.

—¿Te comprometes a viajar a Matsue con los comediantes y a no hacer nada que pueda poner en peligro tu vida o la de ellos?

—Sí.

Se quedó pensativa unos instantes y le ordenó a Akio que me atara de todas formas. Éste obedeció, y después ambos se marcharon con el propósito de iniciar los preparativos para el viaje. La criada vino a traerme una bandeja con comida y té, y me ayudó a comer y beber sin articular palabra. Después, se retiró con los utensilios y nadie más vino a verme. Me entretuve en escuchar los sonidos de la casa y me pareció distinguir la acritud y crueldad que subyacían bajo su melodía cotidiana. Me embargó una sensación de profundo abatimiento, y me arrastré hasta llegar al colchón e intenté colocarme de la forma más cómoda posible. Sumido en la desesperación, medité sobre Jo-An y sobre la actuación tan estúpida que había protagonizado. Entonces, me dormí.

* * *

Me desperté de repente; el corazón me golpeaba en el pecho y notaba la garganta seca. Había soñado con el paria. En la pesadilla, desde lo lejos, una voz susurrante y tan insistente como un mosquito decía algo que sólo yo acertaba a oír.

Akio debía de tener la cara pegada al tabique exterior de la habitación y estaba describiendo con todo detalle la tortura que había sufrido Jo-An a manos de los hombres de Arai. La monótona voz no cesaba, y sentí cómo un escalofrío me recorría el cuerpo y el estómago se me contraía. De vez en cuando Akio se quedaba en silencio durante un buen rato. Su intención era que yo sintiera alivio al creer que el suplicio había terminado; pero luego empezaba de nuevo, desde el principio.

Ni siquiera me podía tapar los oídos con las manos; no tenía escapatoria. La mujer de Kenji tenía razón, era el peor castigo que podían imponerme. En ese momento lamenté no haber matado al paria cuando le vi por primera vez en la orilla del río. La clemencia había frenado mi mano entonces, pero había traído consigo fatales resultados. Yo le habría proporcionado a Jo-An una muerte rápida y compasiva. Ahora él sufría el martirio por mi culpa.

Cuando por fin la voz de Akio se apagó, desde el exterior llegó el sonido de los pasos deYuki, que entró en la habitación llevando en las manos un cuenco, tijeras y una hoja de afeitar. La criada, Sadako, venía tras ella cargada con varias prendas de vestir; las colocó en el suelo y salió en silencio de la habitación. Oí que ésta le decía a Akio que la comida del mediodía estaba preparada y cómo él se incorporaba y la seguía hasta la cocina. El olor de los guisos flotaba en el ambiente, pero yo no sentía apetito.

—Tengo que cortarte el pelo -anunció Yuki.

Yo aún llevaba el cabello al estilo de los guerreros. El peinado era discreto -en ello había insistido Ichiro, mi antiguo preceptor en casa de Shigeru- pero inconfundible: la frente afeitada, y la cabellera recogida en un pequeño moño, en lo alto de la cabeza. Desde hacía semanas no me lo había cortado ni me había afeitado, aunque por entonces apenas tenía barba.

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