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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

Con la Hierba de Almohada (10 page)

Y también pude oír algo más: el tintineo de unas riendas y el sonido amortiguado de cascos de caballo.

—Hay una patrulla delante de nosotros -le informé a Kazuo.

Éste levantó la mano para que nos detuviéramos y llamó la atención de Akio sin apenas elevar la voz:

—Minoru dice que hay una patrulla.

Akio me miró con los ojos entornados bajo la luz del ocaso.

—¿Estás seguro?

—Oigo caballos. ¿Qué otra cosa podría ser?

Akio asintió con la cabeza y se encogió de hombros como diciendo: "Ahora es tan buen momento como cualquier otro".

—Hazte cargo del carromato.

Cuando ocupé el lugar de Akio, Kazuo empezó a cantar una canción cómica y un tanto grosera, y su potente voz resonó en el tranquilo aire del crepúsculo. Yuki introdujo los brazos en el carromato, sacó un pequeño tambor y se lo arrojó a Akio. Éste lo tomó al vuelo y empezó a tocarlo siguiendo el ritmo de la canción. La muchacha empuñó un instrumento de una sola cuerda, y empezó a tocarlo a medida que caminaba junto a nosotros. Keiko hacia girar unas peonzas como las que me habían llamado la atención en Inuyama.

De este modo, doblamos la esquina y llegamos hasta la patrulla. Los soldados habían instalado una barrera de bambú justo delante de las primeras casas de la aldea. Debían de ser unos ocho o nueve hombres, y casi todos estaban sentados en el suelo, comiendo. Mostraban en sus casacas el blasón del Oso de los Arai, y habían izado el estandarte de los Seishuu, el Sol del atardecer. Cuatro caballos pacían detrás de ellos.

Muchos niños andaban por allí y, al vernos, salieron corriendo hacia nosotros lanzando gritos y risas. Kazuo interrumpió su canción y los entretuvo con unas cuantas adivinanzas. Entonces, dirigiéndose a los soldados, les gritó con insolencia:

—¿Qué pasa, muchachos?

El comandante se incorporó y se acercó a nosotros. Inmediatamente, nos arrojamos al suelo y nos tumbamos sobre el polvo.

—Levantaos -ordenó-. ¿De dónde venís?

Tenía la cara más bien cuadrada, con cejas pobladas, labios finos y mandíbula robusta. Con el dorso de la mano, se limpió los restos de arroz de la boca.

—De Yamagata.

Akio le entregó el tambor a Yuki y sacó una tablilla de madera en la que estaban grabados nuestros nombres, el nombre de nuestro gremio y la licencia que nos habían otorgado en la ciudad. El comandante se quedó mirando la tablilla un buen rato, y de vez en cuando nos miraba, escrutándonos el rostro. Keiko hacía girar las peonzas y los hombres la miraban con gran interés. Para ellos, las titiriteras tenían fama de ser mujeres fáciles. Uno de los soldados se le insinuó entre burlas, y ella le respondió con una carcajada.

Yo me apoyé en el carro y me sequé el sudor de la frente.

—¿Qué hace este muchacho, este tal Minoru? -preguntó el comandante, mientras devolvía la tablilla a Akio.

—¿Mi hermano pequeño? Es malabarista. Es el oficio familiar.

—Veamos su actuación -instó el comandante, a la vez que sus finos labios se entreabrían para mostrar algo parecido a una sonrisa.

Akio no dudó ni un solo momento.

—¡Eh, hermanito! Hazle una demostración al señor.

Me sequé las manos con la cinta que llevaba en la frente y volví a atármela alrededor de la cabeza. Saqué las bolas de la bolsa, noté en mis manos su peso y su tacto suave y, en ese instante, me convertí en Minoru. Ésa era mi vida. Nunca había conocido otra: la carretera, aquella aldea, las miradas recelosas y hostiles... Olvidé el cansancio, el dolor de cabeza y las ampollas de las manos. Era Minoru, y me disponía a hacer aquello que venía realizando desde que apenas había dado los primeros pasos.

Las bolas volaban por el aire. Primero lancé cuatro; luego, cinco. Acababa de terminar la secuencia de la fuente cuando Akio me hizo un gesto con la cabeza y lancé las bolas en su dirección. Él las recogió con gran habilidad y lanzó hacia mí la tablilla junto con las bolas. El borde cortante de la tablilla me golpeó en la palma de la mano que tenía llena de ampollas. Me puse furioso, a la vez que me preguntaba cuál era su intención. ¿Dejarme en evidencia? ¿Traicionarme? Perdí el ritmo, y la tablilla y las bolas se precipitaron al suelo.

La sonrisa del comandante se esfumó y, acto seguido, éste dio un paso al frente. En ese momento sentí un impulso de locura: me entraron ganas de entregarme a él, someterme a la misericordia de Arai y escapar de la Tribu antes de que fuera demasiado tarde.

Pero en ese instante, Akio se plantó ante mí de un salto.

—¡Idiota! -exclamó gritando, al tiempo que me propinaba un manotazo en la oreja-. ¡Nuestro padre se estará removiendo en su tumba!

En cuanto levantó la mano para pegarme supe que mi identidad no sería descubierta, pues era impensable que un comediante osara golpear a un señor Otori. El manotazo fue el método más eficaz para convertirme de nuevo en Minoru.

—Perdóname, hermano-balbuceé, mientras recogía las bolas y la tablilla. Después, seguí lanzándolas al aire hasta que el comandante se echó a reír y nos hizo una seña para que continuáramos.

—¡Venid a vernos esta noche! -gritó Keiko a los soldados.

—Sí, esta noche -respondieron.

Kazuo empezó a cantar otra vez, y Yuki se puso a tocar el tambor. Yo arrojé la tablilla a Akio y guardé las bolas. Estaban manchadas de sangre. Tomé las varas del carromato. Los soldados retiraron la barrera y nos adentramos en la aldea.

4

Kaede se dispuso a iniciar la última jornada del viaje que le conducía a su hogar al despuntar una hermosa mañana de otoño en la que el cielo mostraba un azul intenso y el aire era tan fresco y transparente como el agua de manantial. En los valles y sobre las aguas del río flotaba una ligera bruma que bañaba de plata las telarañas y los zarcillos de las clemátides silvestres. Pero, justo antes del mediodía, el tiempo empezó a cambiar; en el cielo se fueron acumulando las nubes procedentes del noroeste y el viento rompió a soplar con fuerza. La luz del día se fue apagando antes que de costumbre, y hacia el atardecer comenzó a llover.

Los campos de arroz, las huertas y los árboles frutales habían sufrido graves daños a causa de las tormentas. Los pueblos se veían casi desiertos, y los pocos lugareños que recorrían las calles miraban a Kaede con resentimiento; sólo le hacían reverencias cuando los guardias los obligaban y, aun así, de mala gana. Ella ignoraba si la reconocían. No deseaba entretenerse en hablar con ellos, pero no podía evitar preguntarse por qué los daños no se habían reparado, por qué los hombres no trabajaban en los campos para rescatar al menos parte de la cosecha.

El corazón de Kaede se comportaba de manera extraña. A veces, los malos presagios lo hacían latir más lentamente y ella notaba que estaba a punto de desmayarse; otras veces, se aceleraba y le golpeaba en el pecho con fuerza, tanto por la emoción como por el miedo. El trayecto que quedaba por cubrir se hacía interminable, a pesar de que el ritmo constante de los caballos iba salvando la distancia con suma rapidez. Por encima de todo, Kaede sentía miedo de lo que pudiera esperarle al llegar a casa.

Los paisajes que atravesaban le resultaban familiares y, al contemplarlos, sintió un nudo en la garganta; pero cuando por fin llegaron a la tapia del jardín y al portón de la residencia de sus padres, la joven no fue capaz de reconocerlos. Aquélla no podía ser la casa donde había vivido... Era muy pequeña; ni siquiera estaba fortificada, y carecía de centinelas. El portón estaba abierto de par en par. Cuando
Raku
lo franqueó, Kaede se quedó estupefacta.

Shizuka ya había descendido de su caballo, y dirigió la vista hacia ella.

—¿Qué te ocurre, señora?

—El jardín... -respondió Kaede-. ¿Qué ha sido del jardín?

Los destrozos provocados por las feroces tormentas resultaban evidentes. Un pino arrancado por el vendaval yacía sobre el torrente, y al caer había destrozado una linterna de piedra. Un recuerdo llegó como un relámpago a la mente de Kaede: la linterna, recién construida; la llama que ardía en ella; era el atardecer, quizá del día del Festival de los Muertos, pues una lamparilla flotaba corriente abajo mientras la joven notaba la mano de su madre apoyada en su cabeza.

Confundida, Kaede se quedó mirando el jardín en ruinas mientras caía en la cuenta de que no sólo estaba contemplando los daños ocasionados por las tormentas. Quedaba patente que desde hacía meses nadie se había ocupado de recortar los arbustos o eliminar el musgo; tampoco habían limpiado los estanques, y los árboles estaban sin podar. ¿Era ésta su casa, uno de los más importantes dominios de todo el oeste? ¿Qué había sido de los Shirakawa, que habían sido tan poderosos?

El caballo bajó la cabeza y se la restregó contra una de sus patas. Relinchó, impaciente y cansado, esperando que, ya que se habían detenido, lo desensillaran y lo dieran de comer.

—¿Dónde están los guardias? -exclamó Kaede-. ¿Dónde están todos?

El hombre al que la muchacha llamaba Cicatriz, el capitán de la escolta, se acercó cabalgando hasta la veranda, se inclinó hacia delante y gritó:

—¡Eh! ¿Hay alguien en casa?

—No entres todavía -le indicó Kaede desde la distancia-. Espérame. Quiero entrar yo primero.

Brazo Largo permanecía de pie junto a
Raku,
sujetando las riendas. Con la ayuda de Shizuka, Kaede desmontó. La lluvia se había convertido en una ligera llovizna que humedecía los cabellos y las ropas de la comitiva. El jardín despedía un olor rancio a causa del abandono y la humedad, la tierra acida y las hojas muertas. Kaede sintió cómo la imagen de su hogar infantil, que había mantenido intacta y resplandeciente en su corazón durante ocho largos años, se intensificaba de manera insoportable, para después desvanecerse para siempre.

Brazo Largo entregó las riendas a uno de los soldados de a pie y, desenvainando su espada, se colocó delante de Kaede. Shizuka los siguió.

Cuando Kaede se quitó las sandalias en la veranda tuvo la impresión de que el tacto de la madera en los pies le resultaba familiar; pero no reconoció el olor que despedía la vivienda. Podría haber sido la casa de un extraño.

Desde el interior llegó el sonido de un movimiento, y Brazo Largo dio un salto hacia delante entre las sombras. Se oyó el grito alarmado de una muchacha. El hombre tiró de ella y la sacó a la veranda.

—Suéltala -ordenó Kaede, furiosa-. ¿Cómo te atreves a ponerle la mano encima?

—Él sólo trata de protegerte -murmuró Shizuka, pero la joven no le prestó atención.

Kaede se acercó hasta la muchacha, le tomó las manos y clavó la mirada en su rostro. Era casi tan alta como ella, tenía una expresión gentil y sus ojos eran de color marrón claro, como los de su padre.

—¿Ai? Soy Kaede, tu hermana. ¿No te acuerdas de mí?

La muchacha le devolvió la mirada y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Hermana? ¿Eres realmente tú? Por un momento, en la oscuridad... pensé que eras nuestra madre.

—Ha muerto, ¿no es así?

—Hace más de dos meses. Sus últimas palabras fueron para t¡. Ansiaba verte, pero la noticia de tu matrimonio la llenó de paz -con la voz quebrada por la emoción, Ai se separó del abrazo de Kaede-. ¿Por qué has venido? ¿Dónde está tu esposo?

—¿Habéis recibido noticias de Inuyama?

—Los tifones nos han azotado este año. Son muchos los que han muerto, y las cosechas se han arruinado. Hemos recibido muy pocas noticias; sólo algunos rumores sobre la guerra. Tras la última tormenta pasó por aquí un ejército, pero nadie llegó a saber contra quién luchaba... o por qué.

—¿El ejército de Arai?

—Eran Seishuu de Maruyama y de más al norte. Se disponían a unirse al señor Arai en contra de los Tohan. Nuestro padre se enfureció, porque él se consideraba aliado de Iida. Intentó evitar que las tropas atravesaran nuestras tierras. Se enfrentó a ellas cerca de las Cuevas Sagradas. Los militares intentaron hacerle entrar en razón, pero él se lanzó al ataque.

—De modo que nuestro padre luchó contra ellos... ¿Murió?

—No. Fue derrotado, y la mayoría de sus hombres pereció, pero él sigue vivo. Considera que Arai es un traidor y un advenedizo. Al fin y al cabo, éste había jurado lealtad a los Noguchi cuando tú fuiste a su castillo en calidad de rehén.

—Los Noguchi han sido derrocados. Yo ya no soy su rehén y mantengo una alianza con Arai -terció Kaede.

Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par.

—No lo entiendo... -murmuró-. No entiendo nada -por primera vez, pareció reparar en la presencia de Shizuka y los hombres en el exterior, e hizo un gesto de indefensión-. Perdonadme, debéis de estar agotados; habéis recorrido un largo camino. Los hombres estarán hambrientos -frunció el entrecejo, adquiriendo por un instante el aspecto de una niña-. ¿Qué voy a hacer? -susurró-. No tengo casi nada que ofreceros...

—¿Y los sirvientes?

—Los envié al bosque para que se escondieran cuando oí los cascos de los caballos. Supongo que regresarán antes de la caída de la tarde.

—Shizuka -dijo Kaede-, ve a la cocina y averigua qué hay allí. Prepara algo de comer y beber para los hombres. Pueden descansar aquí esta noche. Necesito que al menos 10 de ellos se queden conmigo -entonces, señaló a Brazo Largo-. Que él se encargue de elegirlos. Los demás regresarán a Inuyama. Si alguno de los míos o alguna de mis propiedades sufre daños por su causa, responderán con su vida.

Shizuka hizo una reverencia.

—Señora.

—Te enseñaré el camino -se ofreció Ai, antes de conducir a Shizuka hacia la parte posterior de la vivienda.

—¿Cómo te llamas? -preguntó Kaede a Brazo Largo.

Éste cayó de rodillas frente a la joven.

—Kondo, señora.

—¿Eres uno de los hombres de Arai?

—Mi madre pertenecía a la familia Seishuu; mi padre, permitidme que os confíe un secreto, era miembro de la Tribu. Yo luché en Kushimoto con los hombres de Arai, y éste me pidió que entrara a su servicio.

Kaede bajó la mirada y contempló a Kondo. No era un hombre joven; ya tenía canas y se apreciaban pliegues en su cuello. La joven se preguntó qué pasado había tenido, qué labores había realizado para la Tribu, hasta qué punto ella podía otorgarle su confianza. De todas formas, Kaede necesitaba un hombre que se encargase de los soldados y de los caballos. Además, alguien tenía que defender la casa. Kondo había salvado la vida de Shizuka, era temido y respetado por los demás hombres de Arai, y contaba con las habilidades para el combate que Kaede requería.

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