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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

Con la Hierba de Almohada (7 page)

Permanecí tumbado durante un buen rato, escuchando los sonidos procedentes de la casa. Oía la respiración de las mujeres en la habitación de la planta baja; la de los hombres, en el desván. Tras las paredes, la ciudad se fue apaciguando paulatinamente. Para entonces, yo me encontraba en un estado que ya había experimentado antes: no acertaba a describirlo, pero me era tan familiar como mi propia piel. No sentía miedo ni tampoco emoción; era como si mi cerebro se hubiera desconectado. Todo mi ser era instinto puro; instinto y oídos. El tiempo alteró su ritmo y empezó a transcurrir más despacio. Nada importaba que tardara mucho en abrir la puerta de la habitación oculta; sabía que, finalmente, la abriría sin hacer ningún ruido, y también sabía que traspasaría el umbral en completo silencio.

Me encontraba de pie junto a la portezuela exterior, consciente de todos los sonidos que me rodeaban, cuando escuché pasos en la casa. La esposa de Kenji se incorporó, atravesó la alcoba en la que había estado durmiendo y se dirigió al cuarto oculto. Abrió la puerta corredera. Pasaron unos segundos. Salió de la habitación y, linterna en mano, caminó con rapidez -aunque sin inquietud- hacia mí. Por un momento contemplé la posibilidad de hacerme invisible, pero enseguida me di cuenta de que era inútil. Lo más probable es que ella fuera capaz de distinguirme y, si no lo lograba, despertaría a los demás moradores de la casa.

Sin pronunciar palabra, señalé con la cabeza la puerta que conducía a las letrinas y regresé a mi habitación. Al pasar junto a la mujer observé que no apartaba los ojos de mí. Ella tampoco habló, sólo me hizo un gesto de asentimiento con la cabeza; pero yo no dudaba que sabía cuáles eran mis intenciones.

El ambiente de la habitación estaba más cargado que nunca y me resultaba imposible conciliar el sueño. Yo seguía sumido en un estado de puro instinto. Intenté distinguir la respiración de la mujer, pero no pude escucharla. Por fin, me convencí de que se había vuelto a dormir. Me levanté, abrí la puerta lentamente y salí del cuarto. La linterna seguía encendida. La esposa de Kenji estaba sentada junto a ella. Tenía los ojos cerrados, pero los abrió de golpe y me observó.

—¿Otra vez a orinar? -preguntó con voz grave.

—No puedo dormir.

—Siéntate. Te prepararé un poco de té.

Acto seguido, se levantó con un rápido movimiento -a pesar de su edad y su tamaño, era tan ágil como una chiquilla-. Me puso la mano en el hombro y me empujó con suavidad hasta que quedé sentado sobre la estera.

—¡No te escapes! -me advirtió, y en su voz se apreciaba un tono burlón.

Permanecí sentado, pero me sentía incapaz de razonar: aún ansiaba salir al exterior. Escuché el siseo del agua hirviendo en la tetera, sobre los rescoldos; el ruido metálico del hierro al chocar, y el tintineo de la loza. La esposa de Kenji regresó con el té, se arrodilló para servirlo y me ofreció un cuenco. Yo me incliné hacia delante para recogerlo. Nos iluminaba la luz de la linterna. Mientras lo tomaba entre mis manos, la miré a los ojos y percibí en ellos cierto matiz burlesco; entonces, entendí de pronto que sus elogios habían sido una farsa, pues ella no creía en mis dotes extraordinarias. A continuación, sus párpados se agitaron y cerró los ojos. Yo solté el cuenco, la sujeté antes de que chocara con el suelo y la tumbé, profundamente dormida, sobre la estera. Bajo la luz mortecina, se elevaba el vapor del té recién derramado.

Debería haberme horrorizado ante semejante situación, pero no fue así. Sólo sentía la fría satisfacción que aportan los poderes propios de la Tribu. Lamenté no haber reparado antes en ello, pero nunca se me habría ocurrido que yo pudiera tener poder alguno sobre la esposa del maestro Muto. Me sentí aliviado, la verdad, porque ya nada me iba a impedir abandonar la casa.

Mientras atravesaba la portezuela lateral que daba al patio, escuché que los perros se movían ligeramente, y les silbé de manera que sólo ellos y yo pudiéramos oírlo. Uno se acercó a examinarme meneando la cola. Noté que yo le agradaba, como siempre me ocurría con los perros. Estiré la mano, y él apoyó la cabeza. La luna brillaba pálidamente en el cielo y arrojaba la luz suficiente para que los ojos del can desprendieran un resplandor amarillento. Nos miramos el uno al otro durante unos instantes. Entonces, el perro bostezó, mostrando sus blancos y grandes dientes; se tumbó a mis pies, y se quedó dormido.

En mi fuero interno, un pensamiento me hostigaba: "Una cosa es un perro; pero la esposa del maestro Muto es algo muy diferente"; pero decidí no prestarle atención. Mientras observaba el muro exterior, me agaché y acaricié la cabeza del animal.

Como es de suponer, yo carecía de armas o herramientas. El alero de la techumbre de la tapia era ancho y estaba dispuesto de tal manera que, sin garfios, resultaría imposible llegar hasta allí. Por fin, subí al tejado del pabellón del baño y crucé de un salto la distancia que lo separaba de la tapia. Me volví invisible, me arrastré por la parte superior del muro hasta alejarme de la cancela posterior y de los guardias, y salté a la calle justo antes de llegar a la esquina. Una vez allí, me quedé pegado a la pared durante unos instantes, aguzando el oído. Pude oír el rumor de las voces de los guardias. Los perros seguían en silencio y la ciudad parecía haberse dormido.

Como ya había hecho antes, la noche en la que escalé los muros del castillo de Yamagata, me fui desplazando de calle en calle, siempre en dirección al río. Aún se veían los sauces bajo la luz de la luna. Sus ramas se mecían suavemente con la brisa del otoño, y sobre las aguas flotaban algunas hojas que ya habían adquirido un tono amarillento.

Me agaché al abrigo de los árboles. No tenía ni idea de quién estaría al mando de la ciudad en aquel momento, pues el aliado de Iida al que Shigeru visitó en su día había sido derrocado junto a los Tohan cuando la población se sublevó al conocer la fatal noticia de la muerte del señor Otori. Lo más probable era que Arai hubiera instalado un gobernante provisional, pero no se escuchaba a ninguna patrulla por las calles. Me quedé mirando al castillo, intentando averiguar sin éxito si las cabezas de los Ocultos, a los que yo había dado muerte para liberarlos de su tortura, habían sido retiradas de las murallas. Apenas daba crédito a lo que mi memoria me decía: era como si hubiese soñado aquel episodio, o como si me hubieran contado una historia de la que otro fuera el protagonista.

Me encontraba sumido en los recuerdos de aquella noche, en cómo había cruzado el río buceando, cuando oí pisadas que se acercaban por la ribera. Quienquiera que fuese debía de estar muy cerca. El terreno estaba cubierto de barro y amortiguaba el sonido de los pasos. Debería haberme marchado en ese momento, pero sentía curiosidad por saber quién venía hasta el río a tan altas horas de la noche. Además, yo sabía perfectamente que aquella persona no podía verme.

Se trataba de un hombre delgado y de corta estatura, eso fue lo único que logré discernir en la oscuridad. Miró a su alrededor a hurtadillas y, acto seguido, se hincó de rodillas al borde del agua en actitud de oración. Desde el río llegó un golpe de viento que trajo consigo el hedor del agua y el barro, mezclado con el penetrante olor que el hombre despedía.

Tal olor me resultaba familiar y, como si fuera un perro, olfateé el aire intentando identificarlo. Tras un instante caí en la cuenta: olía a cuero. Ese hombre debía de ser curtidor de pieles y, por tanto, se trataba de un paria. Entonces, le reconocí... Era el individuo que me habló cuando regresé del castillo. Su hermano era uno de los Ocultos a los que yo había otorgado el consuelo de la muerte. Aquel día yo había dejado mi segundo cuerpo junto a la orilla del río, el hombre creyó que había visto un ángel; más tarde, hizo circular los rumores sobre el Ángel de Yamagata. No me costó imaginar el motivo por el que estaba allí rezando. Debía de ser también miembro de los Ocultos, y tal vez abrigaba la esperanza de volver a encontrarse con aquel espíritu celestial. Me vino a la memoria el hecho de que la primera vez que le vi pensé que tenía que matarle, pero no me había sentido capaz. Clavé mi mirada en él, y experimenté el afecto y la inquietud que suelen sentirse por aquellos cuya vida se ha perdonado.

También sentí un profundo dolor por la pérdida de mi infancia, de las palabras y rituales que entonces me habían consolado y que parecían tan inalterables como el cambio de las estaciones o la llegada de la luna y las estrellas al firmamento. Al rescatarme de Mino, mi aldea, Shigeru había terminado con mi vida entre los Ocultos. Desde entonces había mantenido en secreto mis orígenes; nunca le hablé a nadie de ellos, y nunca pronuncié en voz alta oración alguna. Pero a veces, con la llegada de la noche, elevaba una plegaria al dios secreto al que mi madre veneraba, tal y como ella me había enseñado. En aquel momento experimenté el intenso deseo de acercarme a ese hombre y entablar conversación con él.

Como señor Otori, incluso como miembro de la Tribu, debería haber rehuido al curtidor de cuero, ya que éstos sacrifican animales y pertenecen a la ínfima casta de los parias; pero según la fe de los Ocultos, todos los hombres son creados iguales por el dios secreto, y yo había aprendido estas enseñanzas de mi propia madre. No obstante, un último vestigio de prudencia hizo que me mantuviera debajo del sauce aunque, cuando el hombre empezó a susurrar una oración, casi sin darme cuenta, empecé a repetir las palabras al unísono.

Así habrían quedado las cosas -no era un estúpido, a pesar de que aquella noche me estaba comportando como tal- de no haber sido porque percibí el sonido de unos hombres que se aproximaban al puente más cercano. Se trataba de una patrulla, posiblemente compuesta por guerreros de Arai, aunque yo no lo sabía a ciencia cierta. Daba la impresión de que se habían detenido sobre el puente y miraban hacia el río.

—Ahí está ese lunático -escuché decir a uno de los hombres-. Me pone enfermo verle aquí noche tras noche.

Su forma de hablar denotaba que procedía de la comarca, pero otro de los hombres habló a continuación con acento del oeste:

—¡Dale una buena paliza y dejará de venir!

—Ya se la hemos dado, y aquí sigue.

—¿Es que vuelve para que le peguen otra vez?

—¿Y si le encerramos unos días?

—Arrojémosle al agua.

Entonces, lanzaron una carcajada y echaron a correr hacia al río. Sus pasos resonaban cada vez más cerca; pero al poco rato las pisadas se amortiguaron, a medida que avanzaban por detrás de una hilera de casas. Todavía estaban a cierta distancia, y el hombre de la orilla no se había percatado de nada. Yo no tenía intención de quedarme quieto mientras los guardias arrojaban al río a mi hombre. Mi hombre... ya me pertenecía.

Salí de debajo de las ramas del sauce y corrí hasta él.

Le puse la mano en el hombro y, cuando se giró hacia mí, le susurré:

—Ven a esconderte, ¡rápido!

Me reconoció de inmediato y, tras quedarse boquiabierto, se arrojó a mis pies, balbuciendo plegarias incoherentes. En la distancia yo escuchaba cómo la patrulla se aproximaba por la calle que discurría junto al río. Zarandeé al hombre, le levanté la cabeza, puse un dedo sobre sus labios e, intentando recordar que no debía mirarle directamente a los ojos, le arrastré hasta el cobijo de los sauces.

"Debería dejarle aquí", pensé. "Puedo hacerme invisible y esquivar a la patrulla". Pero en ese momento oí cómo los centinelas doblaban la esquina y me di cuenta de que era demasiado tarde.

La brisa formaba remolinos en el agua y mecía las hojas de los sauces. A lo lejos se oyó el canto de un gallo y la campana de un templo.

—¡Se ha ido! -exclamó una voz, a menos de 10 pasos de distancia.

Otro hombre intervino:

—¡Malditos parias!

—En vuestra opinión ¿quiénes son peores, los parias o los Ocultos?

—Algunos son las dos cosas... ¡Ésos son los peores!

Justo entonces, pude oír el suspiro de un sable al ser desenvainado. Uno de los soldados empezó a dar mandobles a un grupo de juncos y, a continuación, a las ramas del sauce que nos ocultaba. La tensión oprimía al hombre que estaba a mi lado; temblaba, pero no emitía ningún ruido. El hedor a cuero curtido era tan intenso que yo estaba convencido de que los guardias se percatarían, pero el olor rancio de las aguas debía de enmascararlo.

Empecé a pensar que tal vez tendría que distraer la atención de los soldados para que no descubrieran al paria; podría utilizar mi segundo cuerpo para esquivarlos... Entonces, unos patos que dormitaban entre los juncos remontaron el vuelo de repente lanzando sonoros graznidos, rozaron la superficie del agua y quebrantaron la tranquilidad de la noche. Los guardias lanzaron un grito de asombro, y después se echaron a reír y, entre bromas y maldiciones, arrojaron piedras a los patos. A continuación, marcharon de regreso. Escuché cómo el eco de sus pisadas se desvanecía a medida que se adentraban en la ciudad. Y entonces, empecé a increpar al hombre:

—¿Qué haces aquí a estas horas de la noche? Si hubieran dado contigo, te habrían arrojado al río.

Él agachó la cabeza hasta tocar el suelo con la frente.

—¡Incorpórate! -le ordené-. ¡Habla!

Se sentó, elevó la mirada hacia mí por un instante y después clavó los ojos en el suelo.

—Vengo aquí por las noches siempre que puedo -masculló-. Desde aquella vez, no he parado de rezar para volver a verte. Nunca olvidaré lo que hiciste por mi hermano, por todos ellos...

Se quedó silencioso unos momentos y, al rato, susurró:

—Pensé que eras un ángel; pero dicen que eres el hijo del señor Otori y que mataste al señor Iida en venganza por la muerte de tu padre. Ahora tenemos un nuevo señor, Arai Daiichi, de Kumamoto. Sus hombres te han estado buscando por toda la ciudad. Pensé que ellos sabrían que estabas aquí, de modo que decidí venir esta noche para verte. Sea cual sea tu identidad, tienes que ser un auténtico ángel para haber actuado como lo has hecho.

Me sobrecogí al escuchar mi propia historia de labios de aquel hombre, pues me hizo caer en la cuenta del peligro que se cernía sobre mí.

—Vete a casa. No le cuentes a nadie que me has visto -le dije, disponiéndome a partir.

Pero él no parecía escuchar mis palabras. Se encontraba en un estado casi delirante: los ojos le brillaban con intensidad, y en sus labios centelleaban finos hilos de saliva.

—Quédate, señor -me apremió-. Noche tras noche he estado trayendo víveres para ti; comida y vino. Tenemos que compartir estos alimentos; después, si me das tu bendición, podré morir feliz.

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