Authors: Anne Rice
Sentí cómo los remos se introducían en el agua, produciendo el inevitable chapoteo, y la voluminosa galera de madera se estremeció y comenzó a deslizarse hacia el mar abierto. Fue adquiriendo velocidad como si no existiera una noche que frenara su travesía. Los remeros seguían remando con una energía y potencia que unos hombres mortales no poseían, conduciendo el barco hacia el sur. —Blasfemo —murmuró alguien junto a mí.
Los jóvenes aprendices sollozaban y rezaban.
—Cesad vuestras oraciones paganas —rezongó una voz fría y sobrenatural—. Sois los sirvientes del pagano Marius. Todos moriréis por los pecados de vuestro maestro.
Oí una siniestra risa que sonaba como un tronar lejano sobre los lamentos quedos y húmedos de angustia y sufrimiento. Oí una carcajada seca y prolongada.
Cerré los ojos y me replegué en lo más profundo de mí mismo. Yacía en el suelo de tierra del Monasterio de las Cuevas, un espectro de mí mismo inmerso en los recuerdos más seguros y terribles.
—Dios mío —murmuré sin mover los labios—, sálvalos y te juro que me enterraré entre los monjes para siempre, renunciaré a todos los placeres, no haré otra cosa hora tras hora sino alabar tu santo nombre. Señor, apiádate de mí. Dios mío... —Pero cuando la locura del pánico hizo presa en mí, cuando perdí toda noción del tiempo y el lugar, invoqué a Marius—: ¡Marius, por el amor de Dios! ¡Marius!
Alguien me golpeó. Un pie calzado en una bota de cuero me golpeó en la cabeza. Otro me golpeó en las costillas y otro me pisoteó la mano. Estaba rodeado por los pies de esos demonios, que no cesaban de propinarme patadas y de lastimarme. Mi cuerpo se ablandó. Vi los golpes como una serie de colores, y pensé con amargura: «Ah, qué colores tan bellos, sí, colores.» Entonces percibí los desgarradores lamentos de mis hermanos. Ellos también sufrían este tormento. ¿Qué refugio mental tenían esos jóvenes y frágiles pupilos que habían gozado del amor, los cuidados y las enseñanzas del maestro a fin de prepararlos para el gran mundo, los cuales se hallaban ahora a merced de estos demonios cuyos designios yo desconocía, cuyos designios yacían más allá de todo cuanto yo pudiera concebir?
—¿Por qué nos hacéis esto? —murmuré.
—¡Para castigaros! —respondió una voz suavemente—. Para castigaros a todos por vuestros actos vanos y blasfemos, por la vida impía y pecaminosa que habéis llevado. ¿Qué es el infierno comparado con eso, jovencito?
Ésas eran las palabras que los verdugos del mundo mortal repetían una y mil veces cuando conducían a los herejes a la hoguera. «¿Qué es el fuego del infierno comparado con este breve sufrimiento?» ¡Qué mentiras tan arrogantes, concebidas para justificar sus propios actos!
—¿Eso crees? —murmuró una voz—. Controla tus pensamientos, jovencito, a menos que quieras que despojemos tu mente de todos sus pensamientos. Quizá no vayas al infierno, muchachito, pero padecerás un tormento eterno. Tus noches de placeres y lujuria se han acabado. Ahora deberás enfrentarte a la verdad.
De nuevo me refugié en lo más profundo de mi ser. Ya no tenía un cuerpo. Yacía en el monasterio, sobre la tierra, sin sentir mi cuerpo. Me concentré en las voces que percibía junto a mí, unas voces tan dulces y desesperadas. Reconocí a cada chico por su nombre y comencé a contarlos lentamente. Más de la mitad de nosotros, nuestro espléndido y angelical grupo de pupilos, se hallaba en esta abominable prisión.
No oí a Riccardo, pero cuando nuestros captores cesaron durante un rato de atormentarnos, oí su voz. Entonaba una letanía en latín, en un murmullo ronco y desesperado. —Bendito sea Dios.
Los otros se apresuraron a responder:
—Bendito sea su santo nombre.
Los aprendices continuaron pronunciado sus plegarias. Las voces se hicieron más débiles en el silencio hasta que sólo oí rezar a Riccardo.
Yo no pronuncié las respuestas de rigor.
Riccardo siguió rezando, mientras sus compañeros dormían profundamente. Rezaba para consolarse, o quizá sólo para alabar al Señor. Pasó de la letanía al Padrenuestro, y de esta oración a las reconfortantes palabras del Avemaría, que repitió una y otra vez, como si rezara el Rosario, él solo, cautivo en la bodega del barco.
Yo no le dije nada. Ni siquiera le comuniqué que estaba allí. No podía salvarlo. No podía consolarlo. No podía explicarle este atroz castigo que nos había tocado en suerte. Ante todo, no podía revelarle lo que había visto: a nuestro gran maestro pereciendo en el simple y eterno tormento del fuego.
Se apoderó de mí una agitación rayana a la desesperación. Dejé que mi mente recuperara la imagen de Marius ardiendo, Marius convertido en una antorcha viviente, retorciéndose entre el fuego, sus largos dedos alzándose hacia el cielo como arañas entre las llamas de color naranja. Marius había muerto; había perecido abrasado. No había podido luchar contra los numerosos demonios que le habían atacado. Yo sabía lo que Marius habría dicho de habérseme aparecido como un espectro para confortarme:
—Eran demasiados, Amadeo. Por más que lo intenté, no pude detenerlos.
Me sumí en unos sueños atormentados. El barco siguió navegando a través de la noche, transportándome lejos de Venecia, de la ruina de todo lo que yo creía, de todo lo que amaba.
Me desperté al percibir unos cantos y el olor de la tierra, pero no era tierra rusa. Ya no navegábamos por el mar. Estábamos cautivos en tierra firme.
Atrapado en la red de acero, escuché las voces huecas y sobrenaturales que cantaban con odioso entusiasmo el terrible himno, Dies Irae, día de ira.
El sonido grave de un tambor realzaba el ritmo sincopado como si se tratara de una canción destinada a acompañar un baile en lugar del terrible lamento del día del Juicio Final. Las palabras en latín sonaban machaconamente, refiriéndose al día en que todo el mundo quedaría reducido a cenizas, cuando las grandes trompetas del Señor anunciarían la apertura de todas las tumbas. La muerte y la naturaleza se estremecerían. Todas las almas se congregarían, incapaces de ocultar ya nada al Señor. Un ángel leería en el libro sagrado los pecados de todos los mortales. La venganza caería sobre todos nosotros. ¿Quién estaría allí para defendernos sino el Juez Supremo, nuestro Señor Mayestático? Nuestra única esperanza que la piedad de Dios, el Dios que había muerto crucificado por nosotros, que no dejaría que su sacrificio fuera en vano.
Sí, unas palabras muy hermosas, pero brotaban de una boca pérfida, la boca de un ser que ni conocía el significado de éstas, que batía su resonante tambor como si participara en un festejo.
Transcurrió una noche. Estábamos enterrados y la siniestra y débil voz siguió cantando al son del pequeño y alegre tambor como si pretendiera liberarnos de nuestra prisión.
Oí murmurar a los chicos mayores, tratando de consolar a los más jóvenes, y la voz firme de Riccardo asegurándoles de que no tardarían en averiguar lo que aquellos seres pretendían, y quizá quedarían libres.
Sólo yo percibía los murmullos, las risotadas burlonas. Sólo yo sabía cuántos monstruos sobrenaturales nos acechaban, mientras nos conducían hacia el resplandor de una hoguera monstruosa.
Unas manos me arrancaron la red en la que estaba cautivo. Rodé por tierra, aferrándome a la hierba. Al alzar la vista, comprobé que nos encontrábamos en un inmenso claro, bajo unas rutilantes estrellas que nos observaban con indiferencia. Reinaba un ambiente veraniego y estábamos rodeados por unos gigantescos árboles verdes. Sin embargo, el humo de la hoguera lo distorsionaba todo. Al verme los chicos, encadenados unos a otros, con la ropa desgarrada y sus rostros cubiertos de arañazos y sangre, se pusieron a gritar, pero un enjambre de pequeños demonios encapuchados me apartaron de ellos y me sujetaron por las manos.
—¡No puedo ayudaros! —grité. Era egoísta, terrible. Fruto de mi orgullo. Mi negativa sólo sirvió para sembrar el pánico entre ellos.
Vi a Riccardo, cubierto de heridas como los otros, volverse de derecha a izquierda, tratando de tranquilizarlos, con las manos atadas delante, su chaquetilla hecha jirones.
Riccardo se volvió entonces hacia mí y ambos contemplamos la enorme guirnalda de figuras ataviadas de negro que nos rodeaban. ¿Podía Riccardo distinguir la blancura de sus rostros y sus manos? ¿Sabía instintivamente quiénes eran esos seres?
—¡Matadnos rápidamente si eso es lo que pretendéis! —gritó Riccardo—. No hemos hecho nada. No sabemos quiénes sois ni por qué nos habéis capturado. Todos somos inocentes.
Su valor me conmovió, y traté de poner en orden mis pensamientos. Tenía que desechar mi último y horripilante recuerdo del maestro, imaginarlo vivo, y pensar en lo que él me ordenaría que hiciera.
Los demonios eran mucho más numerosos que nosotros, eso era evidente. Detecté unas sonrisas en los rostros de esas figuras encapuchadas, que aunque ocultaban sus ojos, mostraban sus bocas alargadas y torcidas.
—¿Dónde está vuestro cabecilla? —pregunté, alzando la voz sobre el nivel de la potencia humana—. ¿No veis que estos jóvenes son unos simples mortales? ¡Es a mí a quien debéis pedirme cuentas!
Al oír mis palabras, la larga fila de figuras ataviadas de negro que me rodeaban se unieron para murmurar y cuchichear entre sí. Los que custodiaban a los aprendices encadenados cerraron filas en torno a ellos. Y los otros, a quienes yo apenas lograba distinguir, arrojaron más leña y alquitrán a la hoguera, como si el enemigo se dispusiera a entrar en acción.
Dos parejas de demonios se situaron delante de los aprendices, quienes seguían gimiendo y sollozando sin percatarse de lo que ese gesto significaba.
Yo lo comprendí en el acto.
—¡No! ¡Es conmigo con quien debéis hablar y razonar! —protesté, revolviéndome para soltarme de mis captores. Pero éstos se echaron a reír.
De pronto sonaron de nuevo los tambores, mucho más fuerte que antes, como si un círculo de tamborileros nos rodeara a nosotros y la infernal hoguera.
Mientras los tambores sonaban al ritmo sincopado del himno Dies Irae, las figuras encapuchadas que nos rodeaban como una guirnalda se irguieron y enlazaron sus manos. Comenzaron a entonar en latín las palabras que anunciaban el siniestro día del Juicio Final. Los demonios comenzaron a moverse ridiculamente, alzando las rodillas como si ejecutaran una marcha, al tiempo que un centenar de voces escupía las palabras al ritmo sostenido de una danza, mofándose de las tétricas palabras del himno.
A los tambores se unió el sonido agudo de unas gaitas y el batir de unas panderetas, hasta que todos los bailarines que nos rodeaban, con las manos enlazadas, comenzaron a oscilar de un lado a otro de cintura para arriba, moviendo la cabeza y sonriendo diabólicamente mientras cantaban:
—¡Diiiieees iraaaaeee!
El pánico hizo presa en mí, pero no podía librarme de mis captores. Me puse a gritar.
La primera pareja de bailarines ataviados de negro situados delante de los aprendices se abalanzaron sobre el primero destinado al sacrificio, por más que el chico chillaba y se retorcía desesperadamente, y lo lanzaron al aire. La segunda pareja de demonios lo atraparon y, con una fuerza sobrenatural, arrojaron al desdichado joven a la hoguera. Su cuerpo voló por los aires describiendo un arco y aterrizó sobre el fuego.
Emitiendo unos gritos desgarradores, el joven cayó entre las llamas y desapareció. Los otros aprendices, seguros de la suerte que les aguardaba, rompieron a llorar y a gritar posesos, pero fue en vano.
Uno tras otro, todos los aprendices fueron separados de sus compañeros y arrojados a las llamas.
Yo me debatí ferozmente, propinando patadas al suelo y a mis oponentes. En una ocasión logré liberarme, pero tres de las diabólicas figuras se apresuraron a sujetarme con unos dedos duros como el acero que me pellizcaban la carne.
—¡No hagáis eso! —gemí—. ¡Son inocentes! ¡No los matéis!
Pese a mis gritos estentóreos, oí los alaridos de los aprendices que morían devorados por las llamas. «¡Sálvanos, Amadeo!», gritaban, pero ignoro si ésas eran las únicas palabras que gritaban en los momentos postreros de su agonía. Al cabo de unos instantes todos los aprendices que seguían vivos, menos de la mitad del grupo original, se unieron a este cántico: «¡Sálvanos, Amadeo!» Sin embargo, los demonios siguieron arrojándolos a la hoguera y al poco rato sólo quedó una cuarta parte de los aprendices del palacio, quienes se debatían denodadamente entre las garras de sus captores hasta ser lanzados a aquella muerte atroz.
Los tambores continuaban sonando, acompañados por el ramplón ching, cbing, ching de las panderetas y la lánguida melodía de las chirimías. Las voces componían un siniestro coro que pronunciaba cada sílaba del himno como si escupieran veneno.
—¿Lloras por tus compinches? —inquirió uno de los demonios que estaba junto a mí—. ¡Debiste liquidarlos y comértelos a todos en nombre del amor de Dios! —¡El amor de Dios! —le espeté—. ¡Cómo te atreves a hablar sobre el amor de Dios, tú, un asesino de niños! —Me volví y le propiné una patada, hiriéndole mucho más de lo que yo imaginé, pero, como de costumbre, otros tres guardias ocuparon su lugar.
Al poco sólo vi bajo el feroz resplandor del fuego a tres chicos de rostro blanco como la cera, los tres aprendices más jóvenes del palacio, ninguno de los cuales emitió el menor sonido. Su silencio me impresionó, al igual que sus caritas húmedas y temblorosas y sus ojos ofuscados e incrédulos, cuando fueron arrojados a las llamas.
Yo pronuncié sus nombres. Grité a voz en cuello:
—¡Vais al cielo, hermanos míos, donde Dios os acogerá en sus brazos!
Pero ¿cómo iban a oír sus oídos mortales mis palabras sobre el ruido ensordecedor de los cánticos?
De pronto me di cuenta de que Riccardo no se encontraba entre los aprendices. Deduje que o bien se había escapado o le habían perdonado la vida, o le reservaban una suerte peor que morir abrasado.
En aquel momento unas manos me arrastraron hacia la pira, interrumpiendo mis reflexiones.
—¡Ahora te toca a ti, bravucón, pequeño Ganimedes de los blasfemos, descarado y arrogante querubín!
—¡No! —grité, clavando los talones en tierra. Era impensable. Yo no podía morir así; no podía perecer en la hoguera. Frenético, traté de razonar conmigo mismo: «Acabas de ver morir a tus hermanos. ¿Por qué no vas tú a correr la misma suerte?» Pero no podía aceptar esa posibilidad, no, yo era inmortal. ¡No!
—¡Sí, tú, y te asarás en el fuego como ellos! ¿No hueles su carne chamuscada? ¿No hueles sus huesos abrasados?