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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (36 page)

Bianca hizo un gesto ambiguo a sus convidados, quienes apenas le prestaron atención ocupados como estaban charlando, discutiendo y jugando a los naipes en pequeños grupos. Bianca nos condujo a una salita más íntima contigua a su alcoba, repleta de costosos sillones y divanes tapizados de damasco, y nos invitó a sentarnos.

Recordé que no debía acercarme demasiado a las velas, sino utilizar las sombras para que ningún mortal tuviera la oportunidad de observar mi tez, distinta y perfecta desde mi transformación.

Esto no me resultó difícil, pues pese a la afición de Bianca por la luz y su pasión por los objetos lujosos, había encendido unos pocos candelabros diseminados por la habitación para crear un ambiente más íntimo.

Asimismo, yo sabía que la escasa luz haría que el brillo de mis ojos fuera menos perceptible. Y a medida que conversara y me animara, adquiriría un aspecto más humano.

El silencio era peligroso para nosotros cuando nos hallábamos entre mortales, según me había dicho Marius, porque cuando guardamos silencio adquirimos un aspecto perfecto y sobrenatural que repele un poco a los mortales, quienes intuyen que no somos lo que parecemos.

Yo seguí esas normas al pie de la letra, pero me inquietaba no poder contar a Bianca la transformación que había experimentado. Comencé a hablar. Le expliqué que me había recuperado por completo de mi enfermedad, pero que Marius, más sabio que cualquier médico, me había ordenado reposo y soledad. Cuando no había estado en la cama, había estado solo, esforzándome en recobrar las fuerzas.

«Miente, pero procura que parezca verídico», me había advertido Marius. Yo seguí sus consejos. —Creí que te había perdido —dijo Bianca—. Cuando me comunicasteis que Amadeo se estaba recuperando, al principio no os creí, Marius. Supuse que lo decíais para suavizar la inevitable verdad.

Qué bella era, una flor perfecta. Iba peinada con raya en el medio, y sobre las sienes caía un grueso mechón rubio adornado con una sarta de perlas enroscada y recogida en la nuca con un pasador engarzado con perlas. El resto de la cabellera caía en unos bucles dorados sobre sus hombros, a lo Botticelli.

—Tú le curaste tan completamente como habría hecho cualquier ser humano —repuso Marius—. Mi labor consistió en administrarle unos remedios que sólo yo conozco. Y dejar que éstos surtieran efecto. —Aunque se expresó con sencillez, me pareció detectar una nota de tristeza en su voz.

De golpe me embargó una terrible tristeza. No podía revelar a Bianca lo que yo era, ni lo distinta que ella me parecía ahora, tan rebosante de sangre humana y densamente opaca en comparación con nosotros, ni que su voz me parecía haber asumido un nuevo timbre puramente humano, que azuzaba suavemente mis sentidos con cada palabra que pronunciaba.

—¡Cuánto me alegro de que ambos estéis aquí! Debéis venir más a menudo —dijo ella—. No dejéis que se produzca de nuevo una separación tan larga entre nosotros. Pensé en ir a veros, Marius, pero Riccardo me dijo que deseabais paz y silencio. Yo estaba dispuesta a cuidar de Amadeo por enfermo que estuviera.

—Lo sé, querida —repuso Marius—. Pero como he dicho, Amadeo necesitaba reposar, y vuestra belleza es turbadora y vuestras palabras un estímulo más intenso de lo que imagináis. —No lo dijo para halagarla, sino como una confesión sincera.

Bianca meneó la cabeza con cierto pesar.

—He constatado que Venecia no es mi hogar a menos que estéis aquí —dijo, dirigiendo una mirada cautelosa hacia el salón principal. Luego bajó la voz y continuó—: Marius, vos me habéis librado de quienes me tenían dominada.

—Fue muy sencillo —respondió él—. De hecho, fue un placer. Qué groseros eran esos hombres, esos primos tuyos, si no me equivoco, ansiosos de usar tu persona y tu fama de mujer de gran belleza para promover sus turbios negocios financieros.

Bianca se sonrojó. Alcé una mano para rogar a Marius que se anduviera con cuidado con lo que decía. Yo había averiguado que durante la matanza de los florentinos en la sala de banquetes, Marius había leído en las mentes de sus víctimas toda clase de pensamientos que yo ignoraba.

—¿Primos míos? Quizá —contestó Bianca—. En cualquier caso, lo he olvidado. Eran un terror para quienes caían en la trampa de solicitarles costosos préstamos y oportunidades peligrosas, eso puedo afirmarlo sin ningún género de duda. Han ocurrido cosas muy extrañas, Marius, unas cosas que yo no había previsto.

Me encantaba la seriedad que expresaba el delicado rostro de Bianca. Parecía demasiado hermosa para tener cerebro.

—He descubierto que soy más rica—dijo—, ya que puedo conservar la mayor parte de mi renta, y otros, en señal de gratitud de que nuestro banquero y nuestro chantajista haya desaparecido, me han hecho un sinfín de regalos en oro y alhajas, sí, inclusive este collar de perlas marinas, todas de idéntico tamaño, un collar valiosísimo, por más que yo haya insistido cien veces en que no he tenido nada que ver con el asunto.

—Pero ¿no temes que te acusen de la muerte de esos individuos?

—No tienen defensores ni parientes que les lloren —se apresuró a responder Bianca, depositando otro ramillete de besos en mi mejilla—. Hace un rato vinieron mis amigos del Gran Consejo, como hacen con frecuencia, para leerme unos poemas nuevos y descansar un poco de sus clientes y las interminables exigencias de sus familias. No, no creo que nadie vaya a acusarme de nada, y como todo el mundo sabe, la noche de los asesinatos yo estaba aquí en compañía de ese horripilante inglés, el que trató de matarte, Amadeo, quien por supuesto...

—¿Qué? —pregunté.

Marius me miró, achicando los ojos, y se tocó la sien con un dedo enguantado. El gesto significaba «léele el pensamiento». Pero yo no podía hacerle esa mala pasada a una mujer tan bonita como Bianca.

—El inglés —dijo ella—, el que desapareció. Sospecho que se ha ahogado, que deambulaba borracho perdido por la ciudad y se cayó a un canal, o peor aún, en la laguna.

Naturalmente, mi maestro me había dicho que se había ocupado de todas las dificultades creadas por el inglés, pero yo no le había preguntado cómo lo había hecho.

—¿Así que piensan que contrataste a unos matones para liquidar a los florentinos? —preguntó Marius a Bianca.

—Eso parece —respondió ella—. Los hay que creen que también mandé que liquidaran al inglés. Me he convertido en una mujer poderosa, Marius.

Ambos se echaron a reír. Marius tenía la risa profunda y metálica de un ser sobrenatural, y la de Bianca era más aguda, densa y resonante debido a su sangre humana.

Yo deseaba penetrar en la mente de Bianca. Traté de hacerlo, pero deseché de inmediato esa idea. Me sentía cohibido, como me ocurría con Riccardo y los chicos con los que tenía más amistad. Me parecía una invasión tan cruel de la intimidad de una persona que sólo utilizaba ese poder para perseguir a los malvados que deseaba matar.

—Pero si te has sonrojado, Amadeo. ¿Qué ocurre? —preguntó Bianca—. Tienes las mejillas rojas como un tomate. Deja que las bese. ¡Están ardiendo, como si te hubiera vuelto a subir la fiebre!

—Mira sus ojos, ángel —terció Marius—. Son límpidos como el agua cristalina.

—Tenéis razón —contestó Bianca, mirándome a los ojos con una curiosidad tan franca y dulce que en aquellos momentos me pareció irresistible.

Aparté el tejido amarillo de su túnica y el grueso terciopelo del vestido externo sin mangas color verde oscuro y la besé en el hombro desnudo.

—Sí, no cabe duda de que te has recuperado de tu enfermedad —musitó Bianca oprimiendo sus labios húmedos sobre mi oído.

Yo me aparté, ruborizado.

Entonces la miré y penetré en su mente. Le quité el broche de oro que llevaba prendido debajo del pecho y abrí el corpiño de su voluminoso traje de terciopelo verde oscuro. Contemplé el pozo entre sus pechos semidesnudos. Sangre o no sangre, recordé haber experimentado una violenta pasión por ella, la cual sentí de nuevo de forma extrañamente difusa, no localizada en el olvidado miembro, como antes. Deseé tomar sus pechos y succionarlos lentamente, excitándola, haciendo que se humedeciera y emitiera un olor fragante para mí. Bianca inclinó la cabeza hacia atrás. Yo me sonrojé hasta la raíz del pelo, sí, y experimenté una sensación tan deliciosa e intensa que estuve a punto de desvanecerme.

Te deseo, te deseo ahora, quiero teneros a ti y a Marius en mi lecho, juntos, un hombre y un muchacho, un dios y un querubín. Eso era lo que me decía la mente de Bianca, recordándome tal como había aparecido ante ella la vez anterior. Me vi como si me contemplara en un espejo ahumado, un joven cubierto sólo con una camisa de mangas amplias desabrochada, sentado en los almohadones junto a ella, mostrando su órgano semierecto, ansioso de que ella le excitara aún más con sus delicados labios o sus manos largas y gráciles.

Deseché esos pensamientos de mi mente y me concentré en los bellos ojos almendrados de Bianca. Ella me observó, no con recelo sino fascinada.

Sus labios no estaban burdamente pintados sino que presentaban un color rosa subido natural, y sus largas pestañas, oscurecidas y rizadas sólo con una pomada transparente, semejaban las puntas de unas estrellas en torno a sus ojos radiantes.

Te deseo, te deseo ahora. Esos eran sus pensamientos. Mis oídos los percibieron con toda nitidez. Agaché la cabeza y alcé las manos.

—¡Ángel mío! —exclamó Bianca—. ¡Venid, los dos! —murmuró a Marius. Luego tomó mis manos y añadió—: Acompañadme.

Yo estaba seguro de que Marius no lo consentiría. Me había advertido que no permitiera que nadie me examinara detenidamente. Pero Marius se levantó del sillón, se dirigió hacia la alcoba de Bianca y abrió la puerta pintada de doble hoja.

En los lejanos salones se oía el sonido de voces y risas. Uno de los convidados comenzó a cantar. Otro tocaba el virginal. La algarabía era incesante.

Los tres nos acostamos en el lecho de Bianca. Yo temblaba de pies a cabeza. Observé que el maestro se había ataviado con una camisa de gruesa seda y un hermoso jubón de terciopelo azul oscuro en los que yo apenas había reparado. Lucía unos relucientes y sedosos guantes de color azul oscuro, los cuales se amoldaban perfectamente a sus dedos, las piernas enfundadas en unas suaves y gruesas medias de cachemira y los pies en unos elegantes zapatos puntiagudos. «Se ha esmerado en cubrir su dureza», pensé.

Tras apoyarse cómodamente en el cabecero del lecho, Marius no vaciló en ayudar a Bianca a sentarse junto a él. Yo me instalé junto a ella y miré al maestro. Cuando Bianca se volvió hacia mí, tomándome el rostro entre las manos y besándome de nuevo apasionadamente, vi al maestro ejecutar un pequeño gesto que no le había visto hacer nunca.

Marius le levantó la cabellera y se inclinó como para besarla en la nuca. Bianca no dio muestras de haberse percatado de ello. Pero cuando Marius se apartó, vi que tenía los labios ensangrentados. Luego, con un dedo enguantado, se restregó la sangre, la sangre de Bianca, unas pocas gotas de un arañazo superficial, por todo el rostro. Me pareció que le confería un resplandor vivo, pero a ella sin duda le causaría una impresión muy distinta. La sangre puso de relieve los poros de su piel, que hasta ahora habían sido invisibles, y las pocas arrugas que tenía alrededor de los ojos y la boca, las cuales solían ser imperceptibles. Le daba un aspecto más humano, y servía de barrera a la mirada escrutadora de Bianca, que se hallaba tan cerca de él.

—Por fin os tengo a los dos en mi lecho, como siempre soñé —dijo Bianca suavemente.

Marius se colocó frente a ella, rodeándola con un brazo, y empezó a besarla con tanto ardor como yo. Durante unos momentos me quedé pasmado, rabioso de celos, pero Bianca me aferró con la mano que tenía libre e hizo que me acostara junto a ella. Tras separarse de Marius volvió la cabeza, aturdida de deseo, y me besó.

Marius se inclinó y me obligó a aproximarme más a Bianca, de forma que sentí sus suaves curvas contra mi cuerpo, el calor que brotaba de sus voluptuosos muslos.

Él se tendió sobre ella, ligeramente, para que su peso no la dañara, introdujo la mano derecha debajo de su falda y empezó a acariciarla entre las piernas.

«Qué gesto tan atrevido», pensé. Apoyé la cabeza en el hombro de Bianca y contemplé sus turgentes pechos, y más abajo su pequeño y suave pubis, que Marius estrujaba en su mano.

Bianca olvidó todo decoro. Mientras Marius la besaba en el cuello y los pechos y le acariciaba sus partes íntimas, ella empezó a retorcerse y a gemir de indisimulado placer; tenía la boca abierta, los párpados entornados y su cuerpo húmedo emanaba una intensa fragancia debido a la pasión que había hecho presa en ella.

«Éste es el milagro —pensé—, hacer que un ser humano alcance ese grado de temperatura, que su cuerpo emita esos dulces aromas e incluso un intenso e invisible resplandor de emociones»; era como atizar un fuego hasta que alcanzara proporciones gigantescas.

La sangre de mis víctimas se agolpó en mi rostro cuando besé a Bianca. Parecía haberse convertido de nuevo en sangre viva, calentada por mi pasión, aunque mi pasión no tenía nada de demoníaca. Oprimí la boca sobre la piel de su cuello, cubriendo el lugar donde la arteria aparecía como un río azul que nacía en su cabeza, pero no quise lastimarla. No sentí la necesidad de lastimarla. Al abrazarla, sólo sentí placer. Introduje el brazo entre Bianca y Marius, para poder estrecharla contra mí, mientras él seguía jugueteando con ella, hundiendo los dedos en su tierno pubis.

—Me vuelves loca —murmuró ella, moviendo la cabeza de un lado a otro. La almohada debajo de ella estaba húmeda, empapada con el perfume de su cabello. Yo la besé en los labios. Bianca oprimió su boca contra la mía. Para impedir que su lengua descubriera mis dientes vampíricos, introduje mi lengua en su boca. Su boca inferior era infinitamente dulce, tensa, húmeda.

—¡Ah, tesoro, dulce palomita! —repuso Marius con ternura, introduciendo los dedos en su vulva.

Bianca alzó las caderas, como si los dedos de Marius la obligaran a alzarlas.

—¡Que Dios me ampare! —murmuró, dando rienda suelta a toda su pasión. Tenía el rostro congestionado debido a la sangre que se agolpaba en los capilares y el fuego rosáceo se extendió hasta sus senos. Aparté la sábana y contemplé sus pechos teñidos de rojo, sus pezones tiesos y diminutos como pasas.

Cerré los ojos y permanecí tumbado junto a ella, sintiéndola agitarse sacudida por la pasión. Luego su ardor comenzó a disminuir y se quedó adormecida. Volvió la cabeza. Su rostro mostraba una expresión apacible. Sus párpados se amoldaban a la perfección sobre sus ojos cerrados. Bianca suspiró y entreabrió sus bonitos labios en un gesto del todo natural.

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