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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro

 

En esta entrega de las Crónicas Vampíricas, Anne Rice nos ofrece la historia de Armand, el eterno joven apareció con la cara de un ángel de Boticelli, que apareció por primera vez en la ya clásica Entrevista con el vampiro. Ahora acompañamos a Armand a través de los siglos desde el Kiev de su infancia, pasando por la antigua Constatinopla hasta la Venecia del Renacimiento.

Anne Rice

Armand el vampiro

Crónicas Vampíricas

ePUB v1.0

Siwan
02.08.11

Jesús dijo a María Magdalena: «Suéltame, pues todavía no he subido al Padre; vete a mis hermanos y diles: Voy a subir a mi Padre y a vuestro Padre; a mi Dios y a Vuestro Dios.»

JUAN, 20:17

PARTE 1. CUERPO Y SANGRE
1

Decían que una niña había muerto en el último piso. Habían encontrado su ropa en la pared. Yo quería subir allí, tumbarme junto a la pared y estar solo.

Habían visto algunas veces al fantasma de la niña, pero ninguno de esos vampiros podía ver a espíritus, al menos no como los veía yo. Da lo mismo, no era la compañía de la niña lo que yo buscaba, sino estar en ese lugar.

No ganaba nada permaneciendo junto a Lestat. Yo había acudido puntualmente; había cumplido mi propósito. No podía ayudarle.

Sus ojos de mirada fija, inmóviles, me ponían nervioso. Me sentía sereno y rebosante de amor hacia mis seres queridos, mis criaturas humanas, mi pequeño Benji de pelo oscuro y mi dulce y esbelta Sybelle, pero aún no era lo suficientemente fuerte para llevármelos conmigo.

Salí de la capilla sin reparar siquiera en quién estaba allí. Todo el convento se había convertido en la morada de vampiros. No era un lugar desordenado, ni abandonado, pero no me fijé en los seres que había en la capilla cuando me marché.

Lestat seguía tendido en el suelo de mármol de la capilla, frente a un gigantesco crucifijo, de costado, con las manos inertes, la izquierda justo debajo de la derecha. Sus dedos rozaban levemente el mármol, como si lo tanteara, aunque no era así. Tenía los dedos de la mano derecha crispados, formando un pequeño hueco en la palma sobre la que incidía la luz, lo cual también parecía encerrar algún significado, pero no significaba nada.

Se trataba simplemente de un cuerpo sobrenatural que yacía privado de voluntad, exangüe, tan inerte como su rostro, cuya expresión parecía asombrosamente inteligente, teniendo en cuenta los meses durante los cuales Lestat no había movido un músculo.

Las grandes vidrieras se habían cubierto para que la luz del alba no le hiriera. Por la noche resplandecían a la luz de las maravillosas velas colocadas alrededor de las hermosas estatuas y reliquias que abundaban en ese otrora santo y bendito lugar. Unos niños mortales habían asistido a misa bajo este elevado techo; un sacerdote había entonado ante el altar las palabras en latín.

Ahora era nuestro, pertenecía a Lestat, el hombre que yacía inmóvil sobre el suelo de mármol. Hombre, vampiro, criatura de las tinieblas. Cualquiera de estos apelativos sirve para describirle.

Al volver la cabeza para observarlo, me sentí como un niño. Eso es lo que soy. Esta definición me cuadra como si fuera el único rasgo que contuviera mi código genético.

Yo tenía unos diecisiete años cuando Marius me convirtió en vampiro. Para entonces, ya había dejado de crecer. Hacía un año que medía un metro y sesenta y ocho centímetros. Tenía las manos delicadas como las de una damisela y era imberbe, como solíamos decir en aquella época, el siglo XVI. No era un eunuco, no, sino un jovencito.

En aquel tiempo se estilaba que los chicos fueran tan bellos como las muchachas. Ahora se me antoja una característica útil, y ello se debe a que amo a los demás, a mis seres queridos: Sybelle, con sus pechos de mujer y sus piernas largas y juveniles, y Benji, con su carita redonda e intensa, típicamente árabe.

Me detuve a los pies de la escalera. Aquí no hay espejos, sólo elevados muros de ladrillo desprovistos de yeso, unos muros viejos sólo a ojos de los mortales, oscurecidos por la humedad que invade el convento. Todas las texturas y los elementos habían sido suavizados por los sofocantes veranos de Nueva Orleans y sus húmedos e insidiosos inviernos, unos inviernos verdes, según los llamo yo, porque los árboles aquí casi nunca aparecen desprovistos de hojas.

Nací en un lugar donde el invierno es eterno en comparación con este lugar. No es de extrañar que en la soleada Italia olvidara mis orígenes y creara mi vida a partir del presente de mis años con Marius. «No lo recuerdo.» Ello se debía a mi pasión por el vicio, a mi afición al vino y la suculenta comida italiana, al tacto del cálido mármol bajo mis pies desnudos cuando las estancias del palacio se hallaban perversa, pecaminosamente caldeadas por los fuegos exorbitantes de Marius.

Sus amigos mortales, unos seres humanos como yo en aquella época, le censuraban que malgastara tanto dinero en leña, aceite y velas. Marius sólo utilizaba las mejores velas de cera de abeja. Cada fragancia era importante.

No pienses más en esas cosas. Los recuerdos ya no pueden herirte. Viniste aquí por un motivo y ya no tienes nada que hacer en este lugar; ve en busca de los seres que amas, tus jóvenes mortales, Benji y Sybelle. Debes seguir adelante.

La vida ya no era un escenario donde el fantasma de Banquo cobraba vida para sentarse a la siniestra mesa. Un intenso dolor me atenazaba el alma.

Sube la escalera. Acuéstate un rato en este convento de ladrillo donde hallaron la ropa de la niña. Tiéndete junto a la niña que murió asesinada aquí, en este convento, según dicen los cotillas, los vampiros que merodean por estas habitaciones, los cuales han venido a contemplar al gran vampiro Lestat sumido en un sueño como Endimión.

Sin embargo, no sentía que en este lugar se hubiera cometido un asesinato, sino que sólo percibía las dulces voces de las monjas.

Subí la escalera, dejando que mi cuerpo hallara su peso y su paso humanos.

Después de quinientos años, conozco esos trucos. Era capaz de atemorizar a todos los vampiros jóvenes —los parásitos y los mirones— al igual que los otros vampiros ancianos, incluso los más modestos, pronunciando unas palabras para demostrar su telepatía, o esfumándose cuando deseaban marcharse, o utilizando de vez en cuando sus poderes para hacer que temblara el edificio, una hazaña interesante teniendo en cuenta que estos muros miden cincuenta centímetros de grosor y cuentan con unas soleras de madera de ciprés que nunca se pudre.

«A él le deben de gustar los aromas de este lugar —pensé—. ¿Dónde está Marius?» Antes de que yo fuera a ver a Lestat, no me había apetecido hablar con Marius y sólo había cruzado con él unas trases de cortesía cuando había dejado mis tesoros a su cargo.

Yo había llevado a mis pupilos a una morada de vampiros. ¿Quién mejor para custodiarlos que mi estimado Marius, tan poderoso que nadie se atrevía aquí a cuestionar su menor deseo?

No existe ningún vínculo telepático natural entre nosotros; Marius me creó, yo soy su eterno discípulo. No obstante, en cuanto me ocurrió esto, comprendí que sin la ayuda de ese vínculo telepático no podía sentir la presencia de Marius en el edificio. No sabía lo que había sucedido durante el breve intervalo en que me arrodillé para contemplar a Lestat. No sabía dónde se encontraba Marius. No percibí los olores humanos de Benji y Sybelle que me eran tan familiares. Sentí una punzada de pánico que me paralizó.

Me detuve en el rellano del segundo piso del edificio. Me apoyé en la pared, fijando serenamente la vista en el lustroso suelo de pino. La luz creaba unos charcos amarillos sobre las tablas.

¿Dónde se habían metido Benji y Sybelle? ¿Cómo se me había ocurrido traer aquí a esos dos maduros y espléndidos seres humanos? Benji era un alegre muchacho de doce años; Sybelle, una criatura femenina de veinticinco. ¿Y si Marius, de alma tan generosa, no los hubiera vigilado como yo le había pedido?

—Aquí estoy, joven. —Era una voz brusca, pero al mismo tiempo suave y acogedora.

Mi creador se encontraba en el rellano del primer piso. Había subido la escalera detrás de mí, o para ser más precisos, había utilizado sus poderes para situarse allí, recorriendo la distancia que nos separaba a una velocidad silenciosa e invisible.

—Maestro —repuse con una breve sonrisa—. Durante unos instantes temí por ellos —dije a modo de disculpa—. Este lugar me entristece.

Él asintió.

—Están conmigo, Armand —contestó—. La ciudad está atestada de mortales. Hay comida suficiente para todos los vagabundos que deambulan por aquí. Nadie los lastimará. Aunque yo no estuviera aquí para asegurártelo personalmente, nadie se atrevería a hacerles daño.

Fui yo quien asintió entonces, aunque en realidad no estaba tan seguro. Los vampiros son perversos por naturaleza y cometen verdaderas atrocidades simplemente por placer. Matar a la mascota mortal de otro vampiro sin duda habría constituido una estupenda diversión para algunos de esos siniestros y extraños seres que merodeaban por los aledaños de este lugar, atraídos por los asombrosos acontecimientos que se producían aquí.

—Eres asombroso, joven —comentó Marius sonriendo. ¡Joven! ¿Quién si no Marius, mi creador, me llamaría así? ¿Qué significaban para él quinientos años?—. Has intentado alcanzar el sol, hijo —continuó mostrando una evidente expresión de inquietud en su afable rostro—. Y has vivido para contarlo.

—¿Alcanzar el sol, maestro? —pregunté como si cuestionara sus palabras. Pero yo no deseaba revelar nada más. No quería hablar todavía, referirle lo que había ocurrido, la leyenda del velo de la Verónica y la faz de Nuestro Señor grabada en él, y la mañana en la que renuncié a mi alma sintiéndome absolutamente feliz. ¡Qué fábula!

Marius subió la escalera para estar junto a mí, pero se mantuvo a una cortés distancia. Siempre había sido un caballero, incluso antes de que se inventara esa palabra. En la antigua Roma debía de existir un término similar para describir a una persona como él, de exquisitos modales, amable con los demás por considerarlo una cuestión de honor, e invariablemente educado con los ricos y con los pobres. Éste era Marius, y siempre había sido Marius, al menos por lo que yo sabía.

Marius apoyó su mano blanca como la nieve en la balaustrada, la cual emitía un suave y satinado resplandor. Lucía una larga y holgada capa de terciopelo gris, otrora espectacular pero ahora un tanto deslucida debido a la lluvia y al uso. Su pelo rubio era largo como el de Lestat, lleno de caprichosos reflejos y alborotado debido a la humedad, salpicado con unas gotas de rocío, el mismo que adornaba sus doradas cejas y oscurecía las largas y rizadas pestañas que enmarcaban sus ojos de un azul cobalto.

Marius emanaba un aire más nórdico y gélido que Lestat, que tenía el cabello más dorado, cuajado de luminosos reflejos, y cuyos prismáticos ojos absorbían los colores que le rodeaban hasta adquirir un maravilloso color violeta a la menor provocación del mundo exterior que le veneraba.

En Marius yo veía el cielo soleado de las desoladas regiones nórdicas, unos ojos siempre radiantes que rechazaban todo color exterior, unos portales perfectos de su alma constante.

—Deseo que me acompañes, Armand —dijo Marius.

—¿Adonde, maestro? —pregunté, esmerándome en ser tan cortés como él. Marius tenía el don de poner de relieve, incluso tras una pugna de poder a poder, mis instintos más nobles.

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