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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (8 page)

—Todos disponen de sus propios recursos económicos cuando abandonan la casa del maestro —añadió Albinus—. El maestro, al igual que todos los venecianos, desprecia a los que no trabajan. Nosotros somos tan ricos como los nobles holgazanes de otros países que no hacen nada sino gozar del mundo como si fuera una bandeja de comida.

Cuando concluyó esta primera y soleada aventura, esta provechosa incursión en la escuela de mi maestro y su espléndida ciudad, mis compañeros me peinaron, acicalaron y vistieron en los colores que el maestro había elegido para mí: azul celeste para las medias, un terciopelo azul noche para la chaquetilla adornada con un cinturón y un azul más pálido para la camisa bordada con pequeñas flores de lis, el emblema de la casa real francesa, en grueso hilo de oro; un toque de color burdeos en los ribetes y la capa de piel, pues cuando soplaba la brisa del mar en invierno, este paraíso se convertía en lo que los italianos consideraban frío.

Al atardecer, bailé un rato con los otros sobre las baldosas de mármol al ritmo de los laúdes que tocaban unos chicos más jóvenes, acompañados por la frágil música del virginal, el primer instrumento de teclado que yo había visto.

Cuando los últimos rayos del crepúsculo se disiparon lánguidamente en el canal que discurría frente a las ventanas ojivales del palacio, me paseé por el imponente edificio, contemplando mi imagen en los numerosos espejos oscuros que se alzaban desde el suelo de mármol hasta el techo del pasillo, el salón, la alcoba o cualquier otra espléndida estancia en la que penetré.

Recité unas palabras nuevas al unísono con Riccardo. El gran estado de Venecia se denominaba la Serenísima. Las embarcaciones negras que navegaban por los canales eran góndolas. El viento que no tardaría en soplar y haría que todos enloqueciéramos era el Siroco. La máxima autoridad de esta ciudad mágica era el Dogo, el libro que leeríamos esta noche con el tutor era de Cicerón, el instrumento musical que Riccardo tocaba pulsando sus cuerdas era el laúd. El inmenso dosel que cubría el lecho del maestro se llamaba baldacchino, e iba adornado con un ribete de oro que renovaban cada quince días.

Yo me sentía a un tiempo perplejo y entusiasmado.

No sólo tenía una espada sino también una daga, lo cual demostraba la confianza que mi maestro había depositado en mí. Por supuesto, los demás (e incluso yo mismo) me consideraban un corderito, pero nadie me había entregado jamás unas armas de bronce y acero como éstas. De nuevo, la memoria me jugó una mala pasada. Yo sabía arrojar una lanza de madera, y también... Pero ¡ay!, ese recuerdo se esfumó de inmediato, dejándome con la sensación de que no eran armas lo que me había sido encomendado, sino otra cosa, algo inmenso que me exigía una entrega absoluta. Las armas me estaban vedadas.

Bien, la situación había cambiado. La muerte me había engullido y me había arrojado en este lugar. En el palacio de mi maestro, en un salón vistosamente adornado con escenas de batallas, mapas pintados en el techo y ventanas de grueso cristal esmerilado, desenfundé mi espada con un sonido sibilante y la apunté hacia el futuro. Con mi daga, después de examinar los rubíes y las esmeraldas de su empuñadura, partí de un solo golpe una manzana.

Los otros chicos se rieron de mí, pero todos me trataban con simpatía y amabilidad.

El maestro no tardaría en llegar. Los chicos más jóvenes, unos niños que no nos habían acompañado, comenzaron a corretear de una habitación a otra, armados con velas, antorchas y candelabros. Yo me quedé en el umbral, observando cómo se iluminaban en silencio todas las estancias.

En éstas apareció un hombre alto, sombrío y poco agraciado, que sostenía un libro viejo y gastado. Su larga cabellera y su sencilla túnica de lana eran negras. Tenía unos ojillos risueños, pero sus labios delgados y pálidos mostraban una expresión beligerante.

Al verlo aparecer, los jóvenes aprendices protestaron.

Acto seguido se apresuraron a cerrar las ventanas para impedir que penetrara el aire frío de la noche.

Oí cantar a unos hombres mientras conducían sus estrechas y alargadas góndolas por el canal; las voces parecían trepar por los muros, delicadas, alegres como cascabeles, antes de disiparse a lo lejos.

Me comí el último bocado de la jugosa manzana. Aquel día había comido más fruta, carne, pan, pasteles y golosinas de lo que un ser humano es capaz de ingerir. Yo no era un ser humano, sino un joven famélico.

El tutor chasqueó los dedos, se sacó una fusta del cinturón y la hizo restallar sobre su pierna.

—Empecemos —ordenó a los chicos.

En aquel momento entró el maestro.

Todos los chicos, altos y corpulentos, delicados y viriles, corrieron hacia él y le abrazaron mientras él examinaba los cuadros que habían pintado durante la larga jornada.

El tutor aguardó en silencio, tras inclinarse humildemente ante el maestro.

Al cabo de unos momentos, echamos a andar a través de las galerías, el maestro y nosotros, seguidos por el tutor. Mientras avanzaba, el maestro extendió las manos; era un privilegio sentir el tacto de sus dedos blancos y fríos, e incluso asir un pedazo de las largas mangas rojas que arrastraba por el suelo.

—Ven, Amadeo, acompáñanos.

Yo anhelaba tan sólo una cosa, que no tardó en ocurrir.

El maestro ordenó a los otros chicos que fueran con el tutor a aprender la lección de Cicerón. Luego me tomó con firmeza por los hombros, con sus manos cuidadas y de uñas relucientes, y me condujo a sus aposentos privados.

Una vez a solas, mi maestro se apresuró a cerrar la puerta de madera pintada. Los braseros exhalaban un aroma a incienso; de las lámparas de cobre emanaba un humo perfumado. Sobre el lecho yacían unos mullidos almohadones, un jardín de seda estampada y bordada, raso con dibujos de flores y adornos de pasamanería, suntuoso brocado. El maestro corrió las cortinas rojas del lecho. La luz les daba un aspecto transparente. Rojo y más rojo. Era su color favorito, según me dijo, al igual que el mío era el azul.

El maestro me hizo el amor en un lenguaje universal, pletórico de imágenes.

—El fuego arranca unos reflejos ambarinos a tus ojos castaños —murmuró—. Son grandes y relucientes como dos espejos en los que me contemplo, aunque no puedo penetrar los misterios que encierran; tus ojos son los portales de un alma noble.

Yo estaba perdido en el gélido azul de sus ojos y el delicado y reluciente coral de sus labios.

Tendido a mi lado, mi maestro me besó y acarició con suavidad el cabello, procurando no tirarme de los rizos, provocándome un delicioso cosquilleo en el cuero cabelludo y la entrepierna. Al deslizar sus pulgares, duros y fríos, sobre mis mejillas, labios y mandíbula, se tensaron todos los músculos de mi rostro. Luego hizo que volviera la cabeza hacia un lado y el otro mientras depositaba con avidez y ternura unos besos en el pabellón de mis orejas. Yo era demasiado joven para haber tenido sueños eróticos que me provocaran una eyaculación. Me pregunto si lo que yo sentía era más intenso que lo que experimentan las mujeres. Creí que aquel placer se prolongaría eternamente. El sentirme atrapado en sus manos, incapaz de huir, se convirtió en un delicioso tormento que me llevó al éxtasis mientras me revolvía y estremecía una y otra vez.

Más tarde mi maestro me enseñó algunas palabras de la nueva lengua, la palabra que describía las baldosas duras y frías del suelo de mármol de Carrara, la palabra que describía los cortinajes de seda tejida, los nombres de los «peces», «tortugas» y «elefantes» bordados en los almohadones, y la palabra que significaba león, que aparecía bordado en punto de cruz en la gruesa colcha.

Mientras yo le escuchaba arrobado, pendiente de todos los detalles, tanto importantes como insignificantes, mi maestro me explicó la procedencia de las perlas que estaban cosidas en mi camisa; me dijo que se originaban en las ostras y que unos chicos se sumergían en el mar para traer esos blancos y preciados tesoros a la superficie, transportándolos en la boca. Las esmeraldas procedían de unas minas en la tierra. Muchos hombres estaban dispuestos a matar por ellas. Los diamantes, ¡ah!, fíjate en esos diamantes. Mi maestro se quitó una sortija del dedo y me la colocó en el mío, acariciándome con las yemas de los dedos mientras me la encajaba. «Los diamantes son la luz blanca de Dios», me dijo. Los diamantes son puros.

Dios. ¿Qué Dios? Sentí una conmoción tan violenta como una descarga eléctrica y tuve la impresión de que la escena que me rodeaba estaba a punto de desvanecerse.

El maestro me observó mientras hablaba. Me pareció oír lo que decía con toda nitidez, aunque él ni siquiera había movido los labios ni emitido sonido alguno.

Mi agitación fue en aumento. Dios, no me hagas pensar en Dios. Sé mi Dios.

—Dame tu boca, dame tus brazos —musité. Mi pasión le causó tanto asombro como excitación.

Rió suavemente mientras respondía a mi súplica con más besos tiernos y fragantes. Sentí su cálido aliento sobre mis partes íntimas como un delicado y sibilante torrente.

—Amadeo, Amadeo, Amadeo —murmuró.

—¿Qué significa ese nombre, maestro? —pregunté—. ¿Por qué me lo has puesto?

Creo que oí a mi antiguo yo en esa voz, pero quizá se tratara sólo de este nuevo príncipe adornado y envuelto en joyas y sedas que había elegido esta voz respetuosa pero enérgica.

—Amado por Dios —repuso él.

Yo no soportaba oír hablar de esto. Dios, el Dios inevitable. Me sentí presa de angustia y pavor.

El maestro me tomó la mano y apuntó con mi índice hacia un niño con unas alitas que aparecía bordado en brillantes cuentas sobre un almohadón un tanto raído que yacía junto a nosotros.

—Amadeo —pronunció—, amado por el Dios del amor.

Al descubrir el reloj que emitía su constante tictac entre el montón de ropa que yacía junto al lecho, mi maestro lo tomó y observó con una sonrisa de gozo. No había visto muchos relojes como éste. ¡Qué maravilla! Eran lo suficientemente costosos para ser dignos de un rey o una reina.

—Tendrás todo cuanto desees —prometió.

—¿Por qué?

Mi maestro lanzó de nuevo una carcajada.

—Por ese cabello rojizo que tienes —respondió acariciándome el pelo—; por estos ojos castaños profundos y bondadosos; por esta piel blanca como la leche recién ordeñada; por estos labios indistinguibles de unos pétalos de rosa.

Bien entrada la noche, mi maestro me relató historias sobre Eros y Afrodita; me arrulló con su voz cantarina mientras me refería la fantástica tragedia de Psique, amada por Eros, a la cual le estaba prohibido contemplar la luz del día.

Avancé junto a él a través de los gélidos corredores. Mi maestro hundió los dedos en mis hombros mientras me mostraba las bellas estatuas de mármol blanco de sus dioses, diosas, amantes: Dafne, cuyos airosos brazos se habían convertido en ramas de laurel mientras el dios Apolo se esforzaba en alcanzarla; Leda, impotente en las garras del poderoso cisne.

El maestro guió mis manos sobre los contornos de mármol, los rostros finamente cincelados y pulidos, las tensas pantorrillas de piernas nubiles, las frías cavernas de labios entreabiertos. Luego aplicó mis manos sobre su rostro. Parecía una estatua viviente, más maravillosamente esculpida que todas las demás. Cuando me alzó en el aire con sus poderosas manos, sentí el intenso calor que emanaba, una cálida oleada de dulces suspiros y palabras susurradas.

Al término de la semana, yo no recordaba una palabra de mi lengua materna.

Desde la plaza, rodeado por un tumulto de injurias, contemplé la procesión del gran consejo de Venecia a lo largo del Molo; asistí a una misa cantada en el altar mayor de la basílica de San Marcos; contemplé los barcos cuando abandonaban las relucientes olas del Adriático; observé a los pintores que mezclaban los colores con sus pinceles en unos potes de barro para obtener una variada y maravillosa gama de tonalidades: carmesí, bermellón, carmín, cereza, cerúleo, turquesa, verde cromo, amarillo ocre, ocre oscuro, purpúreo, citrino, sepia, el maravilloso violeta llamado Caput mortuum y una laca espesa llamada sangre de dragón.

Me convertí en un experto en danza y esgrima. Mi compañero favorito era Riccardo. No tardé en darme cuenta de que yo era el alumno más dotado en esas artes después de Riccardo, superior incluso a Albinus, que había ocupado el segundo lugar hasta que aparecí yo, aunque no manifestaba la menor inquina hacia mí.

Esos jóvenes eran como hermanos para mí.

Me llevaron a casa de la hermosa e incomparable cortesana llamada Bianca Solderini, una mujer grácil y encantadora, con una cabellera ondulada al estilo Botticelli, unos ojos grises almendrados y un marcado y generoso sentido del humor. Yo me convertí en el jovencito de moda en su casa, a la que acudía con frecuencia y donde me codeaba con bellas muchachas y hombres que pasaban horas allí leyendo poemas, hablando sobre las interminables guerras extranjeras, sobre los últimos pintores y sobre cuáles habían recibido el encargo de pintar una obra importante o el retrato de un personaje destacado. Bianca poseía una voz atiplada e infantil que encajaba con su rostro juvenil y su naricilla respingona. Su boca se asemejaba a un capullo de rosa. Sin embargo, era inteligente e indomable. Rechazaba de modo implacable a cualquier pretendiente demasiado posesivo; le gustaba que su casa estuviera llena de gente a todas horas. Cualquier persona bien vestida, o que portara una espada, era admitida automáticamente. Casi nadie, salvo los hombres empeñados en poseerla, tenía vedada la entrada en su casa.

A casa de Bianca acudían numerosos visitantes de Francia y Alemania, y todas las personas que la frecuentaban, tanto extranjeras como nacionales, se mostraban intrigados a propósito de nuestro maestro, Marius, un hombre misterioso, aunque éste nos había ordenado que no respondiéramos a preguntas baladíes sobre él, y que cuando alguien nos preguntara si pensaba casarse, pintar el retrato de tal persona o tal otra o si estaría en casa en una determinada fecha para ir a visitarlo, nos limitáramos a responder con una sonrisa.

A veces me quedaba dormido sobre los cojines de un diván en casa de Bianca, o uno de los lechos, escuchando las voces tenues de los nobles, sumido en mis ensoñaciones, arrullado por la música.

En muy raras ocasiones, el maestro aparecía por allí para recogernos a Riccardo y a mí; su llegada provocaba siempre un pequeño revuelo en el portego o salón principal. Nunca se sentaba, sino que permanecía de pie sin quitarse la capa de los hombros ni la capucha de la cabeza. Pero sonreía y respondía con amabilidad a las preguntas que le hacían, y a veces regalaba uno de los pequeños retratos de Bianca que había pintado.

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