Authors: Anne Rice
El maestro se tendió en el lecho, en silencio, dejando que yo jugueteara con él como mis tutoras del burdel me habían enseñado. Cuando me ofreció los besos de sangre que yo ansiaba, todo recuerdo de contacto humano se disipó de mi mente y experimenté una sensación de impotencia en sus brazos, como de costumbre. Nuestro universo íntimo no se componía sólo de un deseo carnal, sino de un hechizo mutuo ante el cual cedían todas las leyes naturales.
Hacia el alba de la segunda noche fui a buscarlo y lo hallé pintando en su estudio, rodeado por los aprendices, quienes habían caído dormidos junto a él como los apóstoles infieles en Getsemaní.
Él no se detuvo para responder a mis preguntas. Me situé tras él y le abracé por la espalda, alzándome de puntillas para susurrarle al oído.
—Dime, maestro, te lo suplico, ¿cómo conseguiste esta sangre mágica que me proporcionas? —Le mordisqueé los lóbulos de las orejas y le acaricié el pelo. Pero él continuó pintando sin inmutarse—. ¿Naciste así, me equivoco al pensar que experimentaste una transformación...?
—Basta, Amadeo —murmuró el maestro.
Siguió trabajando afanosamente en el rostro de Aristóteles, la figura anciana y barbuda de su gran obra titulada La academia. —¿No te sientes nunca solo, maestro, no sientes nunca el deseo de sincerarte con un amigo, un confidente de tu misma especie que sepa comprenderte?
Él se volvió, desconcertado por mis preguntas.
—¿Y tú, mi pequeño y caprichoso ángel, crees que puedes ser ese amigo? —repuso, bajando la voz para conservar su suavidad—. ¡Qué ingenuidad! Serás siempre un ingenuo. Eres un sentimental. Te niegas a aceptar toda realidad que no encaje con tu fervorosa fe, una fe que te convierte en un pequeño monje, un acólito...
Yo retrocedí indignado. Jamás me había sentido tan enfadado con él.
—¡No soy un ingenuo! —protesté—. Pese a mi aspecto juvenil soy un hombre, lo sabes bien. ¿Quién si no yo sueña con lo que tú eres y la alquimia de tus poderes? ¡Ojalá pudiera arrebatarte un poco de tu sangre para analizarla como hacen los médicos y averiguar de qué se compone y en qué se diferencia del líquido que fluye por mis venas! Soy tu pupilo, sí, tu alumno, pero para serlo debo ser un hombre. ¿Cuándo tolerarías tú a un ingenuo a tu lado? ¿Acaso cuando nos acostamos juntos me comporto como un ingenuo? Soy un hombre.
Asombrado, el maestro prorrumpió en unas sonoras carcajadas. Me complació ver que había logrado asombrarle.
—Cuéntame tu secreto, señor —le rogué, abrazándolo y apoyando la cabeza en su hombro—. ¿Acaso te parió una madre tan pálida y fuerte como tú, una portadora de Dios, que te llevó en su vientre celestial?
El maestro retiró mis brazos de alrededor de su cuello y se separó un poco para besarme. Su boca era insistente y durante unos momentos me alarmé. Luego me besó en el cuello, succionando mi piel y haciendo que me sintiera débil y dispuesto a hacer cuanto él deseara.
—Me compongo de la luna y las estrellas, sí, y de esa soberana palidez que constituye la sustancia de las nubes y la inocencia —dijo—. Pero no me parió madre alguna; tú lo sabes. Fui un hombre mortal, que envejeció. Mira. —El maestro me tomó de la barbilla y me obligó a examinar su rostro—. ¿No ves la sombra de unas arrugas en las esquinas de los ojos?
—No veo nada, señor —murmuré, pensando que mi respuesta le consolaría si le turbaba aquella imperfección. Tenía un aspecto radiante, una piel tersa y lustrosa. Las expresiones más simples adquirían en su rostro un calor luminiscente.
Imagina una figura de hielo, tan perfecta como la Galatea de Pigmalión, arrojada al fuego, deshaciéndose, fundiéndose, pero conservando unos rasgos prodigiosamente intactos... Pues ése era el aspecto que ofrecía mi maestro cuando le asaltaban unas emociones humanas, como le ocurrió en aquellos momentos.
Él me estrechó entre sus brazos y me besó de nuevo.
—Mi hombrecito, mi duendecillo —murmuró—. ¡Ojalá te conserves así toda la eternidad! ¿No te has acostado conmigo las suficientes veces para saber que soy capaz e incapaz de gozar?
Durante una hora, antes de que se marchara, logré cautivarlo, conquistarlo con mis besos y caricias.
Sin embargo, la noche siguiente el maestro me envió a otro prostíbulo más clandestino y lujoso que el anterior, un establecimiento donde trabajaban muchachos jóvenes para satisfacer los deseos de los clientes. Estaba decorado al estilo oriental, combinando los lujos de Egipto y de Babilonia. Las pequeñas cámaras contenían unas rejas doradas, unas esbeltas columnas de bronce y lapislázuli que sostenían el techo de seda color salmón y unos divanes de madera dorada tapizados en damasco ribeteado con borlas. El ambiente estaba impregnado de incienso, y la iluminación era tenue y difusa.
Los muchachos, desnudos, bien alimentados, nubiles, de piel suave y piernas bien torneadas, eran solícitos, fuertes y tenaces, y aportaban a los juegos sus intensos deseos masculinos.
Tuve la sensación de que mi alma era un péndulo que oscilaba entre el ávido placer de la conquista y la rendición incondicional a unos cuerpos fuertes y musculosos, unas voluntades férreas y unas manos más enérgicas que las mías que me manipulaban, con exquisita dulzura, a su antojo.
Cautivo entre dos amantes hábiles y voluntariosos, me sentí traspasado y succionado, sacudido y vaciado hasta caer en el sueño más profundo que jamás había experimentado sin necesidad de las artes mágicas de mi maestro. Eso fue sólo el principio.
A veces me despertaba de mi embriagado estupor y comprobaba que estaba rodeado por unos seres que no parecían masculinos ni femeninos. Sólo dos de ellos eran eunucos, pero tan habilidosos que eran capaces de alzar sus leales armas tan puntualmente como el que más. Los otros simplemente compartían la afición de sus compañeros por la pintura. Todos llevaban los ojos perfilados en negro y sombreados con un tono púrpura, las pestañas rizadas y pintadas para dar a su mirada una expresión distante y misteriosa. Sus labios pintados de carmín eran más exigentes y agresivos que los de las mujeres, besándome con una insistencia como si el elemento masculino que les confería músculos y unos órganos duros hubiera dotado también a su boca de virilidad. Tenían unas sonrisas angelicales. Sus tetillas estaban adornadas con unos aros de oro. Su vello púbico estaba empolvado con oro.
No protesté de su vehemente ardor. No temí que me lastimaran, e incluso dejé que ataran las muñecas y los tobillos a los postes del lecho con el fin de demostrarme todas sus artes. Era imposible temerlos. Su placer me crucificó. Sus insistentes dedos no me permitieron siquiera cerrar los ojos. Me acariciaron los párpados, me obligaron a contemplar lo que hacían. Me acariciaron las piernas con unos cepillos de cerdas suaves. Me untaron aceite en todo el cuerpo. Succionaron mi ardiente savia una y otra vez, como si fuera un néctar, hasta que protesté en vano que no tenía más que darles. Llevaban la cuenta de mis «pequeñas muertes», lo cual les provocaba un gran regocijo; me colocaron boca arriba y boca abajo, me volvieron hacia un lado y el otro, me esposaron y sujetaron... Yo los dejé hacer, hasta que por fin caí en un sueño extasiado y profundo.
Cuando me desperté, no tenía noción del tiempo ni estaba preocupado. Percibí el denso humo de una pipa. La tomé de manos del chico que me la pasó y fumé, saboreando el sabor oscuro y familiar de hachís.
Permanecí allí cuatro noches. Fue, de nuevo, una experiencia liberadora.
Esta vez, al despertarme, comprobé que estaba aturdido, que presentaba un aspecto desaliñado y que estaba cubierto sólo con una camisa de seda color crema desgarrada. Yacía en un diván perteneciente al prostíbulo, pero me hallaba en el estudio de mi maestro, el cual estaba sentado junto a mí, evidentemente pintando mi retrato, ante un pequeño caballete del que apartaba los ojos de vez en cuando para observarme.
Pregunté qué hora era y si era de noche. El maestro no me respondió. —¿Estás enojado porque me he divertido? —pregunté.
—Te he dicho que te estés quieto —replicó.
Me recosté de nuevo en el diván, sintiendo frío, dolor, soledad, anhelando refugiarme en sus brazos como un niño.
Por la mañana, el maestro me abandonó sin decir palabra. El cuadro era una espléndida obra maestra de lo obsceno. Yo aparecía tumbado en la orilla del río, como un fauno dormido, y junto a mí la figura alta y esbelta de un pastor que vigilaba, el maestro, vestido con unos ropajes sacerdotales. El bosque que nos rodeaba era frondoso, compuesto por unos vetustos y maltrechos árboles repletos de hojas polvorientas. El agua del río estaba pintada con tal realismo que invitaba a sumergirse en ella; yo presentaba un aspecto de lo más inocente, sumido en un sueño profundo, con los labios entreabiertos en una expresión natural y serena.
Furioso, arrojé el cuadro al suelo, resuelto a destruirlo.
¿Por qué se había negado a hablarme el maestro? ¿Por qué me obligaba a someterme a esas lecciones que luego se interponían entre nosotros? ¿Por qué se enojaba conmigo por hacer lo que él me ordenaba? Me pregunté si los burdeles a los que me había enviado constituían una prueba de mi inocencia y si su manifiesto deseo de que yo gozara en ellos era mentira.
Me senté a su escritorio, tomé su pluma y le escribí un mensaje.
Tú eres el maestro. Debes saberlo mejor que nadie. Es insoportable dejarse guiar por alguien incapaz de hacerlo. Muéstrame el camino con claridad, pastor, o renuncia a ello.
Lo cierto era que estaba agotado debido a esos cuatro días entregado al placer, al vino que había bebido, a la distorsión de mis sentidos; me sentía solo y anhelaba estar con él para que me tranquilizara y asegurara que yo era suyo. Pero él no estaba junto a mí.
Salí a dar un paseo. Pasé todo el día en las tabernas, bebiendo, jugando a los naipes, coqueteando con las chicas bonitas que se me acercaban, con el fin de retenerlas a mi lado mientras yo participaba en diversos juegos de azar.
Más tarde, cuando cayó la noche, me dejé seducir por un inglés borracho, un noble rubio y pecoso perteneciente a uno de los títulos francés e inglés más antiguo, el conde de Harlech, quien viajaba por Italia para admirar sus maravillas y estaba intoxicado con los numerosos placeres que ofrecía, inclusive la práctica de la sodomía en un país extraño.
Naturalmente, le parecí un joven bellísimo, como a todo el mundo. Él no era mal parecido. Incluso su rostro pálido y pecoso poseía cierto encanto, que su espectacular mata de pelo cobrizo ponía de relieve.
El aristócrata inglés me llevó a sus habitaciones situadas en un recargado y hermoso palacio, donde me hizo el amor. No fue una experiencia desagradable. Su inocencia y su torpeza me deleitaron. Sus ojos azules y redondos eran una maravilla; tenía unos brazos extraordinariamente fuertes y musculosos y una barbita color naranja, un tanto cursi pero deliciosamente puntiaguda.
Escribió unos poemas en latín y en francés para mí, que recitó en voz alta con gran encanto. Al cabo de un par de horas de hacer el papel de macho conquistador, me indicó que le apetecía que yo le montara, lo cual me procuró un intenso placer. A partir de entonces lo hicimos varias veces de ese modo, desempeñando yo el papel de soldado conquistador y él el de víctima en el campo de batalla; en ocasiones le azotaba suavemente con un cinturón de cuero antes de poseerlo, lo cual exacerbaba nuestra pasión.
De vez en cuando, el inglés me suplicó que le confesara quién era y que quedáramos citados para vernos de nuevo, a lo cual como es lógico me negué.
Pasé tres noches con él, charlando sobre las misteriosas islas inglesas, leyéndole en voz alta poemas italianos, tocando la mandolina y cantándole canciones de amor.
Él me enseñó una gran cantidad de palabras obscenas en inglés, y manifestó su deseo de llevarme a Inglaterra con él. Tenía que recuperar el juicio, según me confesó; tenía que regresar a sus deberes y obligaciones, sus propiedades, a su odiosa y adúltera esposa escocesa, cuyo padre era un asesino, y a su hijo pequeño e inocente, de cuya paternidad estaba bastante seguro, dado que el niño tenía el pelo rojo y rizado como él.
Me prometió instalarme en una espléndida mansión que poseía en Londres, regalo de su majestad el rey Enrique VII. Aseguró no poder vivir sin mí; todos los Harlech sin excepción tenían que salirse siempre con la suya, y yo no podía sino capitular ante él. Si era hijo de un destacado noble debía decírselo, y él se encargaría de allanar este obstáculo. ¿Odiaba acaso a mi padre? Me confesó que era un canalla. Todos los Harlech eran unos canallas y lo habían sido desde los tiempos de Eduardo el Confesor. Nos marcharíamos subrepticiamente de Venecia esa misma noche.
—No conoces Venecia y no conoces a sus nobles —repuse—. Recapacita. Si lo intentas, te expones a que te maten.
Observé que era joven. No había reparado antes en ello, pues todos los hombres mayores me parecían unos ancianos. Calculé que debía de tener unos veinticinco años. Por lo demás, estaba completamente loco.
En éstas el inglés saltó de la cama, con su cabellera roja de punta, desenvainó una imponente daga italiana y me miró fijamente.
—Te mataré —declaró con arrogancia, utilizando el dialecto veneciano. Acto seguido clavó la daga en la almohada, provocando una nube de plumas—. Te mataré si es preciso —repitió, quitándose unas plumas de la cara.
—¿Y qué ganarás con ello? —pregunté.
De pronto oí un crujido a sus espaldas. Sospeché que había alguien junto a las ventanas, al otro lado de los postigos de madera, aunque nos hallábamos situados a tres pisos sobre el Gran Canal. Cuando comenté mis sospechas al inglés, éste me creyó.
—Provengo de una familia de salvajes asesinos —mentí—. Son capaces de seguirte hasta los confines de la Tierra si averiguan que me has traído aquí; arrasarán tus castillos, te cortarán por la mitad, te arrancarán la lengua y tus partes pudendas, las envolverán en terciopelo y las enviarán a tu soberano. Anda, cálmate.
—Eres un demonio astuto y deslenguado —replicó el inglés—; pareces un ángel y te expresas como un mozo de taberna con esa voz dulce y viril.
—Ese soy yo —dije alegremente.
Me levanté, me vestí apresuradamente, rogándole que no me matara todavía, puesto que regresaría tan pronto como pudiera, ya que sólo anhelaba estar con él. Luego le besé y me dirigí hacia la puerta.
El inglés permaneció sentado en el lecho, sin soltar la daga, con su pelirroja pelambrera, la barba y los hombros cubiertos de plumas. Ofrecía un aspecto muy peligroso.