Authors: Anne Rice
Yo había perdido la cuenta de las noches que había estado ausente.
No hallé ninguna iglesia abierta. No deseaba compañía.
Estaba oscuro y hacía frío. Había sonado el toque de queda. Por supuesto, el invierno veneciano me parecía templado en comparación con las tierras nevadas del norte, donde yo había nacido; pero era un invierno húmedo y opresivo, y aunque la brisa limpiaba y purificaba la ciudad, ésta me pareció inhóspita e insólitamente silenciosa. El ilimitado firmamento se desvanecía debajo de una gruesa capa de niebla. Las piedras de los edificios estaban heladas.
Me senté en unos escalones junto a un canal, sin importarme que estuvieran empapados, y rompí a llorar. ¿Qué había aprendido de aquella experiencia?
Me sentía como un sofisticado hombre de mundo debido a la esmerada educación que había recibido. Sin embargo, no me había aportado ningún calor, un calor duradero y reconfortante; la soledad que experimentaba era peor que el sentimiento de culpa, que la sensación de estar condenado.
La soledad había venido a suplantar esa vieja sensación. Yo la temía, pues estaba completamente solo. Sentado en aquellos escalones, contemplando un pequeño fragmento de cielo negro y unas pocas estrellas que se deslizaban sobre los tejados de las casas, presentí lo terrible que sería perder simultáneamente a mi maestro y mi sentimiento de culpabilidad, ser expulsado por aquél a un universo donde nadie se molestaría en amarme ni condenarme, sentirme perdido e ir dando tumbos por el mundo con la única compañía de seres humanos, esos jóvenes y esas muchachas, el aristócrata inglés y su daga, incluso mi estimada Bianca.
Por fin me dirigí a casa de ésta. Me oculté debajo del lecho, como había hecho en otras ocasiones, y me negué a salir.
Bianca había convidado a su casa a un numeroso grupo de ingleses, pero por fortuna no a mi amante pelirrojo, quien sin duda seguía vagando por la habitación entre un montón de plumas. «Bien —pensé—, si el encantador conde de Harlech se presenta aquí, no creo que se arriesgue a hacer el ridículo delante de sus compatriotas.» Al cabo de un rato apareció Bianca, bellísima, con un favorecedor traje violeta y un collar de perlas que debía de costar una fortuna. Se arrodilló junto al lecho y acercó su cabeza a la mía.
—¿Qué ocurre, Amadeo?
Yo nunca había solicitado sus favores. Que yo supiera, nadie se habría atrevido a hacerlo. Pero en aquellos momentos era un adolescente desesperado y nada me pareció más oportuno que arrojarme sobre ella.
Salí de debajo de su lecho, me dirigí a la puerta y eché el cerrojo, para que las voces y risas de los convidados no nos turbaran.
Cuando me volví, vi a Blanca arrodillada en el suelo, mirándome con el entrecejo fruncido y sus labios dulces como un melocotón entreabiertos en un gesto de perplejidad que me pareció encantador. Sentí deseos de aplastarla con mi pasión, pero no con violencia, por supuesto, confiando en que más tarde volvería a ser la de siempre, como si pudiera recomponerse un hermoso jarrón hecho añicos y restituirle un esplendor aún más extraordinario que antes.
La levanté por las axilas y la arrojé sobre el lecho. Era un lecho impresionante, en el que, según decían, dormía sola. El cabecero estaba decorado con unos majestuosos cisnes dorados, y en el dosel de madera aparecían pintadas unas ninfas danzando. Las cortinas eran de oro tejido y transparente. No tenía un aspecto invernal, como el lecho de terciopelo rojo de mi maestro.
Me incliné sobre ella y la besé, enloquecido por sus bonitos y astutos ojos que me observaban con frialdad. La sujeté por las muñecas y luego, tras cruzar su muñeca izquierda sobre la derecha, sostuve sus manos con una de las mías mientras le desgarraba el vestido. Lo desgarré con tal brutalidad que los botones de madreperla cayeron al suelo. Acto seguido le abrí el corpino, debajo del cual llevaba un elegante corsé ribeteado de encaje, que rasgué por la mitad como si fuera de papel.
Bianca tenía los pechos pequeños y deliciosos, demasiado delicados y juveniles para el prostíbulo donde la voluptuosidad estaba a la orden del día. No obstante, deseé magrearlos a mi antojo. Tarareé la estrofa de una canción en su oído. Ella suspiró. Entonces me arrojé sobre ella, sin soltarle las muñecas, y le chupé los pezones con fuerza, uno tras otro. A continuación me aparté y le propiné unos cachetes en los pechos con suavidad, de izquierda a derecha, hasta que adquirieron un tono rosáceo.
Bianca tenía la cara encendida y seguía mirándome con el ceño arrugado, un gesto que apenas alteraba la tersura de su pálida frente.
Sus ojos parecían dos ópalos, y aunque pestañeó lentamente, casi como si estuviera adormilada, no movió un músculo.
Yo concluí mi labor sobre sus frágiles ropas. Le arranqué los volantes de la falda y, al quitársela, comprobé que estaba espléndidamente desnuda, tal como había supuesto. En realidad yo no tenía ni idea de lo que una mujer respetable llevaba debajo de la falda. Pero Bianca sólo mostraba un pequeño y dorado nido de vello púbico, el cual realzaba un vientre levemente redondeado y la humedad que tenía entre las piernas.
Enseguida me di cuenta de que yo le gustaba. No estaba indefensa. Al contemplar el reluciente vello entre sus piernas, me volví loco. La penetré con furia, asombrado de lo poco usada que parecía estar, como si hubiera tenido pocas experiencias carnales. Bianca emitió un pequeño grito de dolor.
Me empleé a fondo, deleitándome con su timidez. Me apoyé sobre el brazo derecho para no descargar todo mi peso sobre ella, pues no quería soltarle las muñecas. Ella se agitó y retorció hasta que su cabello dorado se soltó del tocado de perlas y cintas que lo sujetaba y se desparramó sobre la almohada. Tenía la piel húmeda, rosada y reluciente, como la curva interna de una concha de gran tamaño.
Al fin no pude contenerme más y, en el momento en que eyaculé, ella emitió un último y prolongado suspiro. Ambos nos mecimos abrazados. Bianca tenía los ojos cerrados y el rostro congestionado, como si hubiera sufrido un síncope, y sacudía la cabeza sin cesar. Al cabo de unos segundos, su cuerpo se relajó.
Yo me tendí a su lado y me cubrí el rostro con las manos, como si temiera que me fueran a abofetear.
Bianca se echó a reír como una niña e, inopinadamente, me golpeó en los brazos, pero de forma cariñosa. Yo fingí ponerme a llorar de vergüenza. —¡Has destrozado mi maravilloso vestido! ¡Eres un sátiro, un vil conquistador! ¡Un niño precoz!
De pronto noté que se levantaba del lecho y oí que se vestía al tiempo que canturreaba alegremente.
—¿Qué pensará tu maestro de esta aventura, Amadeo? —inquirió Bianca.
Yo aparté los brazos de la cara y miré hacia el lugar donde sonaba su voz. Bianca se vistió detrás de un elegante biombo pintado, un regalo de París, según creo recordar, de uno de sus poetas franceses favoritos. Al poco rato apareció tan espléndida como antes, con un vestido verde manzana bordado con flores silvestres. Parecía la viva imagen de un jardín sembrado de florecitas amarillas y rosas bordadas con esmero en el corpino y la larga falda de tafetán.
—¿Qué dirá el gran maestro cuando averigüe que su joven amante es un auténtico dios de los bosques?
—¿Amante? —pregunté asombrado.
Bianca me miró con gran dulzura. Luego se sentó y empezó a trenzar de nuevo su larga y alborotada cabellera. No llevaba pinturas y su semblante aparecía intacto, sin mostrar la menor huella de nuestros juegos; el cabello le caía sobre los hombros, enmarcando su rostro como una magnífica capucha dorada. Tenía la frente lisa y despejada.
—Pareces creada por Botticelli —murmuré.
Yo se lo decía con frecuencia, pues lo cierto es que Bianca parecía una de sus bellezas. Todo el mundo opinaba como yo, y sus amigos le regalaban de vez en cuando unas pequeñas copias de los célebres cuadros florentinos del pintor.
Reflexioné sobre ello, pensé en Venecia y en este mundo en el que yo vivía. Pensé en ella, una cortesana, recibiendo esas pinturas a un tiempo castas y lascivas como si fuera una santa.
Evoqué unos ecos de los antiguos mundos sobre los que me habían hablado hacía mucho, cuando me arrodillé en presencia de una belleza vieja y deteriorada, y creí que yo me hallaba en el pináculo, que debía tomar el pincel y pintar única y exclusivamente «aquello que representaba el universo de Dios».
No había ningún tumulto en mi interior, sólo una mezcla de corrientes, cuando la observé mientras se peinaba, enlazando las hermosas hileras de perlas entre su cabello, y las cintas de color verde pálido bordadas con las mismas florecillas que decoraban su vestido. Tenía los pechos sonrosados, semicubiertos debajo del ceñido corpino. Sentí deseos de desgarrarlo de nuevo.
—Mi dulce Bianca, ¿qué te hace pensar que soy el amante del maestro?
—Todo el mundo lo sabe —murmuró ella—. Eres su favorito. ¿Crees que le has enojado?
—¡Ojalá pudiera! —respondí, incorporándome—. No conoces a mi maestro. Nada es capaz de hacerle levantar la mano contra mí. Ni siquiera levantar la voz. Me envió a aprender ciertas cosas, a averiguar lo que saben los hombres.
Bianca sonrió y movió la cabeza para indicarme que lo comprendía.
—De modo que viniste a mi casa y te ocultaste debajo del lecho —dijo. —Estaba triste.
—Estoy convencida de ello. Duerme un rato, y cuando yo regrese, si aún estás aquí, te daré calor. Supongo, mi joven y revoltoso amigo, que no necesito advertirte que jamás debes contar a nadie lo que ha ocurrido aquí —concluyó Bianca, inclinándose para besarme.
—No, perla mía, hermosa mía, no es necesario que me lo adviertas. Ni siquiera se lo contaré a él.
Bianca se levantó y recogió las perlas rotas y las cintas arrugadas, los restos de la violación. Luego alisó la colcha. Estaba tan bella como un cisne humano, más aún que los cisnes dorados que adornaban su lecho semejante a una góndola.
—Tu maestro lo averiguará —anunció—. Es un excelente mago.
—¿Acaso le temes? Me refiero en términos generales, no debido a lo que ha ocurrido entre nosotros.
—No —contestó Bianca—. ¿Por qué había de temerlo? Todo el mundo sabe que conviene no enojarle, ni ofenderle, ni interrumpir su soledad, ni hacerle preguntas, pero no es temor. ¿Por qué lloras, Amadeo? ¿Qué ocurre?
—No lo sé, Bianca.
—Yo te lo diré —repuso ella—. Él se ha convertido en todo tu universo, como sólo puede hacerlo un gran hombre como él. Te has alejado de ese universo y ansías regresar a él. Es lógico que un hombre como tu maestro lo represente todo para ti, que su sabia voz se convierta en la norma según la cual lo mides todo. Todo cuanto reside más allá de él no tiene valor alguno porque él no lo ve, no proclama su valor. Por tanto, no tienes más remedio que dejar los desechos que se hallan fuera de su luz y regresar a él. Vete a casa.
Bianca salió de la habitación y cerró la puerta. Yo volví a tumbarme y me quedé dormido, pues no deseaba regresar a casa.
A la mañana siguiente, desayuné con Bianca y pasé todo el día con ella. Desde que le había hecho el amor me sentía subyugado por aquella radiante mujer. Por más que ella hablara del maestro yo la contemplaba arrobado en aquel ambiente impregnado de su fragancia, rodeado por sus efectos personales e íntimos.
Nunca olvidaré a Bianca. Jamás.
Le hablé, como es posible hacer con una cortesana, sobre los burdeles que había visitado. Quizá los recuerdo con detalle porque le hablé sobre ellos. Me expresé con delicadeza, por supuesto, pero se lo expliqué todo. Le dije que mi maestro deseaba que yo aprendiera todo cuanto pudieran enseñarme esas espléndidas academias, a las que él mismo me había llevado.
—Eso está muy bien, pero no puedes quedarte, Amadeo. Él te ha llevado a lugares donde gozarás de la compañía de mucha gente. Quizás el maestro no desee que frecuentes la compañía de una sola persona.
Yo no deseaba irme. No obstante, al anochecer, cuando acudieron los poetas ingleses y franceses asiduos a la casa, y comenzó la música y el baile, no me apeteció compartir a Bianca con su corte de admiradores.
La observé durante un rato, confusamente consciente de que la había poseído en su alcoba secreta como ninguno de sus admiradores la había poseído ni la poseería jamás, pero eso no me consoló.
Yo deseaba algo de mi maestro, algo definitivo, concluyente, que borrara todo lo demás. Enloquecido por ese deseo, plenamente consciente de él, me emborraché en una taberna, lo suficiente para ponerme quisquilloso y desagradable, y luego regresé a casa trastabillando por las calles.
Me sentí envalentonado y agresivo, y muy independiente por haber permanecido alejado de mi maestro y sus misterios durante tanto tiempo.
Cuando regresé, lo encontré subido en el andamio, pintando con furia. Supuse que estaba trabajando en los rostros de sus filósofos griegos, creando esa alquimia gracias a la cual salían de su pincel unos semblantes tan vividos y realistas que parecían más descubiertos que aplicados.
Llevaba una túnica raída y gris que le llegaba a los pies. Cuando entré no se volvió. Parecía como si hubieran trasladado todos los braseros de la casa al estudio para procurarle la luz que él necesitaba.
Los aprendices estaban impresionados de la velocidad con que el maestro había llenado el lienzo.
En cuanto entré en el estudio, me percaté de que no se hallaba pintando su Academia Griega.
Pintaba un retrato mío en el que yo aparecía de rodillas, un joven contemporáneo, luciendo mis habituales guedejas y una ropa austera, como si hubiera decidido alejarme de aquel mundo de relumbrón, con expresión inocente y las manos unidas como si orara. Me rodeaban unos ángeles de rostro amable y gloriosos, como de costumbre, pero éstos ostentaban unas alas negras.
¡Unas alas negras! Unas grandes alas negras cubiertas de sutiles plumas. Al observar con detenimiento aquellas criaturas, me parecieron horribles, siniestras. Él casi había completado el cuadro. Eran espantosos, y él casi lo había completado. El joven de pelo castaño rojizo con los ojos dirigidos hacia el cielo y expresión fervorosa tenía un aspecto muy real; los ángeles parecían a un tiempo ávidos y tristes.
Sin embargo, nada de cuanto mostraba el cuadro era tan monstruoso como el espectáculo de mi maestro mientras lo pintaba, los febriles movimientos de su mano y su pincel al plasmar el cielo, las nubes, un frontón roto, el ala de un ángel, la luz del sol.
Los aprendices se hallaban arracimados en un rincón, convencidos de que el maestro había perdido la razón. ¿Qué era, un loco o un brujo? ¿Por qué se revelaba de forma tan impúdica ante aquellos jóvenes, turbando su serenidad de ánimo?