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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (15 page)

BOOK: Armand el vampiro
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Mi miembro se endureció bajo sus dedos, debido a la infusión de su sangre ardiente, pero ante todo al vigor de mi juventud que se rendía a sus caprichos y confundía el placer con el dolor.

Él permaneció tendido sobre mi espalda, sosteniendo con fuerza mi pene, hasta que por fin me corrí entre sus resbaladizos dedos en unos violentos y sublimes espasmos de placer.

Me incorporé sobre un codo y le miré. Él estaba sentado, contemplando el semen blanco y perlado que tenía en los dedos.

—¡Dios! ¿Eso es lo que querías? —pregunté—. ¿Contemplar ese líquido viscoso y blancuzco en tu mano?

Él me miró. ¡Qué angustia reflejaba su rostro!

—¿Significa eso que ha llegado el momento? —inquirí.

La tristeza que reflejaban sus ojos era demasiado intensa para que yo siguiera insistiendo.

Adormilado y ciego, noté que él me volvía y me arrancaba la túnica y la chaqueta. Noté que me alzaba, y entonces sentí el aguijonazo en el cuello.

Sentí un dolor que me traspasó el corazón, que remitió en el preciso instante en que creí morir. Luego me acurruqué junto a su pecho, bajo la colcha con la que él nos había cubierto a los dos, y me quedé dormido.

Todavía era negra noche cuando abrí los ojos. El maestro me había enseñado a presentir el amanecer, pero aún faltaba mucho para que amaneciera.

Al mirar a mi alrededor, le vi a los pies del lecho. Iba elegantemente vestido de terciopelo rojo. Lucía una chaqueta con las mangas cortas y una gruesa túnica de cuello alto. La capa de terciopelo rojo estaba ribeteada de armiño.

Se había cepillado el pelo y se había untado una leve capa de aceite para que emanara sofisticado y atractivo resplandor. Lo llevaba peinado hacia atrás, mostrando el nacimiento recto y limpio del cuero cabelludo, y caía en elegantes tirabuzones en sus hombros.

—¿Qué ocurre, maestro?

—Estaré ausente durante varias noches. No, no es porque esté enojado contigo, Amadeo. Debo emprender un viaje que he aplazado demasiado tiempo. —No te vayas, maestro. Perdóname. ¡Te suplico que no te vayas ahora! Lo que yo...

—Es preciso, criatura. Debo ir a ver a aquellos que deben ser custodiados. No tengo más remedio.

Durante unos momentos no dije nada. Traté de comprender la denotación de las palabras que había pronunciado. Las había dicho en voz baja, casi balbuciéndolas.

—¿A qué te refieres, maestro? —pregunté.

—Puede que alguna noche te lleve conmigo. Pediré permiso... —No concluyó la frase.

—¿Para qué, maestro? ¿Cuándo has necesitado tú que alguien te dé permiso para hacer algo?

No pretendí que mi respuesta sonara tan simple e ingenua y menos aún descarada.

—No te inquietes, Amadeo —contestó—. De vez en cuando debo pedir permiso a mis mayores, como es lógico. —Parecía cansado. Se sentó junto a mí, se inclinó y me besó en los labios.

—¿A tus mayores, señor? ¿Te refieres a aquellos que deben ser custodiados? ¿Unas criaturas como tú?

—Sé amable con Riccardo y los demás. Ellos te adoran —dijo el maestro—. No cesaron de llorar durante tu ausencia. No me creyeron cuando les aseguré que regresarías a casa. Luego Riccardo te vio con tu lord inglés y temió que yo te hiciera pedazos, o que te matara el inglés. Tiene reputación de sanguinario, tu lord inglés; es capaz de clavar su cuchillo en el letrero de cualquier taberna que se le antoje. ¿Es preciso que frecuentes a asesinos comunes y vulgares? Aquí tienes a un experto en materia de aniquilar a otros seres. Cuando fuiste a casa de Bianca, no se atrevieron a contármelo, pero crearon unas curiosas imágenes en sus mentes para impedir que yo adivinara sus pensamientos. ¡Qué dóciles se muestran con mis poderes!

—Ellos te aman, señor —repuse—. Doy gracias a Dios de que me hayas perdonado por haber visitado esos repugnantes lugares. Haré lo que tú quieras.

—Entonces buenas noches —dijo, levantándose.

—¿Cuántas noches estarás ausente, maestro?

—Tres a lo sumo —repuso, mientras se dirigía hacia la puerta. Presentaba una figura gallarda e imponente envuelto en su capa de terciopelo rojo.

—Maestro.

—¿Sí?

—Seré bueno, un santo —contesté—. Pero si no lo soy, ¿me azotarás de nuevo? ¿Por favor?

En cuanto advertí su expresión de ira, me arrepentí de haberlo dicho. ¿Por qué me empeñaba en provocarle con mis impertinencias?

—¡No me digas que no pretendías decir eso! —me espetó, adivinándome el pensamiento y percibiendo las palabras antes de que yo las pronunciara en voz alta.

—No, pero me disgusta que te vayas. Supuse que si lograba enfurecerte lograría que te quedaras.

—Debo irme. Y no me provoques. Te lo advierto por tu bien.

El maestro salió antes de cambiar de opinión y regresar. Se acercó al lecho. Yo me temí lo peor. Que me golpeara y se marchara sin besarme el hematoma para disipar el dolor. Sin embargo, me equivoqué.

—Durante mi ausencia, Amadeo, te aconsejo que recapacites —afirmó.

Me sentí relajado mientras le miraba. Su conducta me hizo reflexionar antes de mediar palabra.

—¿Sobre todo, maestro? —pregunté.

—Sí —repuso. Y luego me besó de nuevo—. ¿Prometes ser siempre así? —preguntó—. ¿Serás este hombre, este joven que eres ahora?

—¡Sí, maestro! ¡Siempre, y contigo! —Deseé decirle que no existía nada que yo no pudiera hacer que pudiera hacer otro hombre, pero no me pareció prudente, pues temí que no lo creyera.

Él apoyó la mano afectuosamente en mi cabeza, apartándole el pelo de la frente.

—Durante dos años he observado cómo crecías —dijo—. Has alcanzado tu estatura definitiva. Eres bajito, y tienes la cara aniñada, y aunque estás sano eres muy delgado, y aún no te has convertido en el robusto joven que yo desearía que fueras.

Yo estaba demasiado extasiado para interrumpirle. Cuando se detuvo, esperé a que continuara.

El maestro suspiró y fijó la vista en el infinito, como si no hallara las palabras adecuadas.

—Cuando te fuiste de aquí, tu lord inglés te amenazó con su cuchillo, pero tú no te amedrentaste. ¿Lo recuerdas? No hace ni dos días que ocurrió.

—Sí, señor, fue una estupidez.

—Pudo haberte matado —dijo el maestro, arqueando una ceja—. Fácilmente.

—Señor, te ruego que me reveles estos misterios —respondí—. Cuéntame cómo adquiriste tus poderes. Confíame estos secretos. Haz que pueda permanecer siempre contigo, señor. Lo que yo piense no cuenta; me supedito a tu voluntad.

—Pero sólo si satisfago tu petición.

—No deja de ser una forma de rendirme ante ti, a tu voluntad y a tu poder. Sí, me gustaría poseerlo y ser como tú. ¿Es eso lo que me prometes, maestro, es eso lo que me das a entender, que puedes convertirme en un ser como tú? ¿Que puedes llenarme con tu sangre, esa sangre que me transforma en tu esclavo, y conseguir que yo sea como tú? En ocasiones sé que puedes conseguirlo, maestro, pero me pregunto si lo sé sólo porque tú lo sabes, y si deseas hacerlo porque te sientes solo. —¡Ah! —exclamó él, cubriéndose el rostro con las manos, como si yo le hubiera disgustado.

Yo me quedé perplejo.

—Si te he ofendido, maestro, pégame, azótame, haz lo que te plazca, pero no te apartes de mí. No te tapes los ojos para no verme, maestro, porque no puedo vivir sin tu mirada. Explícamelo, maestro, no permitas que nada se interponga entre nosotros. Si es mi ignorancia, haz que desaparezca.

—Lo haré, lo haré —contestó el maestro—. Eres muy astuto, Amadeo. Eres capaz de embaucar a cualquiera, incluso de fingir que eres un ingenuo y te crees todas esas zarandajas sobre Dios, tal como te dijeron hace tiempo que debe comportarse un santo.

—No te comprendo, señor. No soy un santo, pero sí un ingenuo, porque deduzco que es una forma de sabiduría y la deseo porque tú valoras la sabiduría.

—Me refiero a que das la impresión de ser simple, pero tu simplicidad oculta una gran astucia. Me siento solo, sí, y anhelo explicarle a alguien mis desgracias. Pero ¿cómo voy a abrumar a un ser tan joven como tú con mis desgracias? ¿Qué edad crees que tengo, Amadeo? Trata de calcular mi edad con tu simplicidad.

—Tú no tienes edad, señor. Ni comes ni bebes, ni cambias con el paso del tiempo. No necesitas agua para lavarte. Eres suave y resistente a todo. Lo sé muy bien, maestro. Eres un ser limpio, noble e íntegro.

Él meneó la cabeza en sentido negativo. Lo único que conseguía yo con mi cháchara era disgustarle, precisamente cuando lo que necesitaba era que le animara.

—Ya lo he hecho —murmuró.

—¿Qué, señor? ¿Qué has hecho?

—Te atraje a mí, Amadeo, por ahora... —El maestro se detuvo y arrugó el ceño. Su rostro mostraba una expresión tan afable y desconcertada que sentí una punzada de dolor—. Pero estos delirios de grandeza no conducen a nada. Yo podría llevarte, junto con un montón de oro, y depositarte en una remota ciudad donde...

—Mátame, maestro. Mátame antes de hacer eso, o elige una ciudad que se encuentre más allá de los límites del mundo conocido, porque te aseguro que regresaré. Emplearé el último ducado del oro que me des en regresar aquí y llamar a tu puerta.

Él me miró con tristeza; tenía un aspecto más mortal que nunca, herido y temblando, con la vista fija en el inmenso abismo que nos separaba.

Yo apoyé las manos en sus hombros y le besé. Fue un gesto de una profunda intimidad viril precisamente debido al acto carnal en el que yo había participado hacía unas horas.

—No hay tiempo para esas efusiones —replicó él—. Debo irme. El deber me llama. Me llaman unos seres antiguos, los cuales me agobian desde hace mucho. ¡Estoy cansado, Amadeo!

—No te vayas esta noche. Cuando amanezca, llévame contigo, maestro, llévame donde te ocultas del sol. Es del sol de quien debes ocultarte, ¿no es cierto, maestro? Tú, que pintas unos cielos azules y la luz de Febo más brillante que quienes la contemplan, jamás ves... —¡Basta! -—me rogó él, apretándome la cabeza, con las manos—. Deja de besarme y de exponerme tus razonamientos. ¡Obedece!

El maestro suspiró y, por primera vez desde que estaba con él, le vi sacar un pañuelo de la chaqueta y enjugarse el sudor de la frente y los labios. Al retirar el pañuelo de su rostro, vi que estaba manchado de rojo. Él también lo observó.

—Antes de irme, deseo mostrarte algo —anunció—. Vístete apresuradamente. Yo te ayudaré.

A los pocos minutos, yo estaba vestido para hacer frente al frío aire nocturno. El maestro me echó una capa negra sobre los hombros, me entregó unos guantes ribeteados de armiño y me encasquetó un gorro de terciopelo negro. Los zapatos que eligió eran unas botas de cuero negro, que jamás había permitido que me calzara. Las botas no le gustaban porque decía que los chicos teníamos unos tobillos muy hermosos y no debíamos ocultarlos, pero no le importaba que nos las pusiéramos de día, cuando él no estaba presente.

Parecía tan preocupado, tan angustiado; y su rostro, pese a sus rasgos blancos y purísimos, estaba contraído en un rictus tan amargo que no pude por menos de abrazarlo y besarlo, para obligarle a separar los labios y sentir su boca sobre la mía.

Cerré los ojos y sentí sus dedos sobre mi rostro, sobre mis párpados.

En éstas oí un ruido tremendo, como si una puerta se hubiera abierto violentamente y hubiera saltado en mil pedazos, como cuando yo la había derribado con el hacha, y una ráfaga de aire hiciera volar los cortinajes.

El aire me envolvía. Marius me depositó en el suelo y, pese a estar cegado, me di cuenta de que pisaba el pavimento. Oí discurrir el agua del río junto a mí, lamiendo las piedras, mientras el viento invernal lo agitaba e impulsaba el mar hacia la ciudad; oí un bote de madera golpeando persistentemente un poste del embarcadero.

Él retiró los dedos de mis párpados y abrí los ojos.

Estábamos a una gran distancia del palacio. Me chocó comprobar que nos habíamos alejado tanto, aunque en realidad no me sorprendió. Él era capaz de obrar toda clase de prodigios y me había permitido presenciar uno más. Nos hallábamos en un apartado callejón, en un embarcadero junto a un estrecho canal. Yo nunca me había aventurado en este mísero barrio obrero.

Tan sólo distinguí los porches traseros de las viviendas, las ventanas enrejadas, la sordidez y la oscuridad, al tiempo que percibí el hedor de los desechos que flotaban sobre las frías y agitadas aguas del canal.

Él se volvió y me apartó del borde del canal, y durante unos momentos no vi nada. Luego el maestro extendió su pálida mano y señaló a un hombre dormido en una larga y desvencijada góndola que reposaba sobre unos maderos, lista para ser reparada. El hombre se despertó y retiró la manta bruscamente. Vi su fornida silueta y le oí rezongar y maldecir porque habíamos turbado su sueño.

Vi el resplandor del acero de su cuchillo y me llevé la mano a la daga. Pero apenas rozó la mano blanca del maestro la muñeca del hombre, éste soltó el arma, que cayó estrepitosamente sobre las piedras.

Aturdido y furioso, el hombre se arrojó sobre el maestro en un torpe intento de derribarlo al suelo. El maestro lo agarró sin mayores dificultades, como si se tratara de un pedazo de lana apestosa. Vi la expresión en el rostro de mi maestro. Abrió la boca mostrando unos diminutos y afilados incisivos, como dagas, y los clavó en el cuello del hombre. Éste gritó, pero sólo unos instantes, y luego su cuerpo se relajó.

Atónito y fascinado, observé cómo mi maestro le cerraba los ojos; en la penumbra las doradas pestañas del hombre tenían un aspecto plateado. Percibí un sonido sordo, húmedo, apenas audible pero siniestro, como un líquido que chorrea, y deduje que era la sangre del individuo. El maestro se inclinó más sobre su víctima y le estrujó el cuello con sus pálidos dedos para obtener el líquido vital que emanaba, al tiempo que emitía un prolongado suspiro de gozo.

A continuación, bebió la sangre. La bebió, sí. Fue un gesto inconfundible. Incluso ladeó un poco la cabeza para aprovechar hasta la última gota, y en ese momento el cuerpo del hombre, que parecía frágil y de plástico, se estremeció sacudido por una última convulsión y se quedó inerte.

El maestro se incorporó y se relamió los labios, en los que no quedaba ni una gota de sangre. Sin embargo, la sangre era visible en el interior de mi maestro. Su rostro adquirió un resplandor rojizo. Se volvió y me miró. Observé el tono rojo encendido de sus mejillas, el resplandor escarlata de sus labios.

—De ahí provienen mis poderes, Amadeo —confesó el maestro, arrojando el cadáver hacia mí. Sus hediondas ropas me rozaron, y cuando la cabeza cayó hacia atrás, sin vida, mi maestro me obligó a contemplar el rostro tosco y sin vida del individuo. Era joven, barbudo, no era hermoso, estaba pálido y muerto.

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