Authors: Anne Rice
—Es lo más suave que podía hacer —repuse—. Teniendo en cuenta que fue mi belleza lo que ocasionó su caída. No caigáis en esa tentación, señores. No tengo la menor intención de responder a vuestras plegarias.
El maestro se levantó de golpe.
—Estoy cansado de esto —declaró con una voz fría y clara que resonó a través de los tapices que pendían de los muros. Tenía un sonido siniestro.
—¡Vaya! —exclamó el hombre moreno, observando al maestro—. Os llamáis Marius de Romanus, si no me equivoco. He oído hablar de vos. No os temo.
—Muy amable de vuestra parte —murmuró el maestro, sonriendo. Al apoyar la mano sobre la cabeza del individuo, éste se apartó bruscamente, cayéndose casi del banco. Ahora sí parecía aterrorizado. Los bailarines observaron al maestro, sin duda tratando de calcular si lograrían reducirlo con facilidad.
Uno de ellos se volvió de nuevo hacia mí y exclamó:
—¡Al cuerno tú y tus plegarias!
—Ojo con mi maestro, señor —repliqué—. Está cansado de vos; cuando está cansado se vuelve muy quisquilloso.
El otro trató de aferrarme del brazo pero yo lo retiré a tiempo.
Retrocedí hacia donde se hallaban los jóvenes músicos. La música me envolvió como una nube protectora.
Vi pánico en sus rostros, pero continuaron tocando a gran velocidad, haciendo caso omiso del sudor que cubría sus frentes.
—Dulces caballeros, me encanta vuestra música —dije—, pero tocad un réquiem, os lo ruego.
Los jóvenes músicos me miraron con aprensión. El tambor siguió sonando, la gaita emitió su sinuosa melodía y el sonido de los laúdes reverberó a través de la habitación.
El individuo rubio que yacía en el suelo gritó pidiendo auxilio mientras trataba en vano de incorporarse. Los dos bailarines acudieron en su ayuda. Uno de ellos me dirigió unas miradas como dardos.
El maestro miró al tipo moreno que le había desafiado, le agarró con una sola mano y volvió a sentarlo en el banco. Luego se inclinó sobre él para besarlo en el cuello. El hombre se quedó inmóvil como un pequeño mamífero atrapado en las fauces de una bestia feroz, totalmente a su merced. Casi percibí el sonido de la sangre al brotar de la yugular al tiempo que la cabellera de mi maestro se estremecía y caía sobre su festín mortal.
Mi maestro dejó caer al hombre al suelo. Sólo el pelirrojo observó la escena. Pero estaba tan borracho que no se dio cuenta de lo ocurrido. Alzó los ojos, con expresión ofuscada, y bebió otro trago de su copa manchada de vino. Luego se chupó los dedos de la mano derecha, uno tras otro, como si fuera un gato, en el preciso momento en que el maestro dejó caer a su compinche moreno de bruces sobre la mesa, concretamente sobre un plato de fruta.
—¡Estúpido borracho! —exclamó el hombre pelirrojo—. ¡Nadie lucha por valor, honor o decencia!
—En cualquier caso no muchos —repuso el maestro, mirándole.
—Esos turcos rompieron el mundo por la mitad —dijo el pelirrojo contemplando al muerto, quien le miraba estúpidamente desde el plato de fruta que había hecho añicos con la cabeza. Yo no alcanzaba a verle el rostro, pero me excitó pensar que estaba muerto.
—Acercaos, caballeros —dijo mi maestro—, vos también, señor, el que ofrecisteis vuestras sortijas a mi chico.
—¿Es hijo vuestro, señor? —preguntó el jorobado rubio, quien por fin había logrado ponerse en pie. Apartó a sus amigos de un empellón y se acercó a la mesa—. Yo seré mejor padre para él que vos. Mi maestro apareció súbita y silenciosamente en el lado de la mesa donde nos hallábamos nosotros. Sus ropas se organizaron de nuevo en torno a su cuerpo, como si tan sólo hubiera dado un paso. El pelirrojo no se percató de la maniobra.
—Deseo proponer un brindis por Skanderbeg, el gran Skanderbeg —propuso el individuo pelirrojo, como si hablara consigo—. Hace mucho que murió, pero dadme cinco Skanderbegs y organizaré una nueva cruzada para rescatar nuestra ciudad de manos de los turcos.
—¡Menuda proeza! Cualquiera podría hacerlo con cinco Skanderbegs —repuso el hombre mayor que estaba sentado al otro extremo de la mesa, el que mordisqueaba los restos de la pata de cordero. Tras limpiarse los labios con la muñeca, añadió—: No existe ni jamás existió un general como Skanderbeg, salvo él mismo. Pero ¿qué le pasa a Ludovico? ¡Será imbécil! —exclamó levantándose.
El maestro rodeó con un brazo los hombros del individuo rubio, quien trató de soltarse, pero mi maestro era inamovible. Mientras los dos bailarines propinaban a mi maestro empujones y manotazos para liberar a su compañero, mi maestro depositó de nuevo su beso fatal. Tomó al joven rubio por el mentón, le alzó el rostro y fue directo a la yugular. Volvió a su víctima hacia un lado y le succionó la sangre de una sola vez. Luego se apresuró a cerrarle los ojos con dos pálidos dedos y dejó el cadáver al suelo.
—Ha llegado vuestra hora, amables caballeros —dijo el maestro a los bailarines que retrocedían espantados.
Uno de ellos desenvainó su espada.
—¡No seas estúpido! —gritó su compañero—. Estás borracho. No conseguirás...
—No, no lo conseguirás —apostilló el maestro, emitiendo un breve suspiro. Sus labios tenían un color rosa más acentuado que de costumbre, y la sangre que había bebido se exhibía en sus mejillas. Hasta sus ojos poseían un brillo, un fulgor más intenso.
El maestro asió la espada del individuo y con una presión del pulgar la partió en dos, de forma que el bailarín se quedó sosteniendo sólo un fragmento del arma.
—¿Cómo os atrevéis..? —protestó el individuo.
—Yo me pregunto cómo lo ha logrado —le interrumpió el pelirrojo sentado a la mesa—. ¡La ha partido por la mitad! ¿De qué acero está hecha esa espada?
El individuo que seguía devorando la pierna de cordero echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada, tras lo cual siguió limpiando el hueso.
El maestro extendió la mano a través del tiempo y el espacio y agarró al tipo de la espada, cuya yugular aparecía visible e hinchada, y le partió el cuello con un ruido seco.
Los otros tres, al parecer, lo oyeron, es decir, el individuo que devoraba la pierna de cordero, el atemorizado bailarín y el individuo pelirrojo.
El último bailarín fue la próxima víctima de mi maestro. Éste le tomó del rostro como si estuviera enamorado de él y bebió su sangre, sujetándolo del cuello de forma que sólo logré ver la sangre durante unos segundos, un auténtico torrente de sangre que mi maestro cubrió luego con su boca y su cabeza.
Vi cómo la sangre del bailarín comenzaba a circular por las venas de la mano de mi maestro. Estaba impaciente por verle alzar la cabeza, cosa que no tardó en hacer, tras despachar a su víctima con mayor celeridad que a la anterior. Me miró con expresión soñadora y el rostro arrebolado. Parecía tan humano como cualquiera de los presentes, tan embriagado de su bebida especial como ellos de vino.
Tenía unos rizos rubios pegados a la frente debido al sudor, constituido por unas gotitas de sangre.
La música cesó de repente.
No fue la barahúnda lo que hizo que los músicos dejaran de tocar, sino el aspecto que ofrecía mi maestro, quien dejó caer a su última víctima al suelo como si fuera un saco de huesos.
—Un réquiem —pedí de nuevo—. Sus fantasmas os lo agradecerán, amables caballeros.
—O bien —dijo Marius avanzando hacia los músicos— salid volando de esta habitación.
—Yo prefiero salir volando —murmuró el que tocaba el laúd. Todos dieron media vuelta y corrieron hacia la puerta, pero por más que tiraron del pomo maldiciendo y blasfemando no lograron abrirla.
El maestro retrocedió y recogió las sortijas del suelo junto a la silla que yo había ocupado antes.
—Os vais sin cobrar vuestro jornal, jovencitos —afirmó el maestro.
Los músicos se volvieron gimoteando de terror y contemplaron las sortijas que el maestro les arrojaba. Avergonzados, estúpidos y codiciosos se abalanzaron sobre ellas, pero sólo consiguieron apoderarse de una cada uno.
Acto seguido, la puerta de doble hoja se abrió estrepitosamente y se partió contra los muros.
Los músicos salieron a toda prisa, arrancando unos fragmentos de pintura del marco de la puerta, la cual volvió a cerrarse.
—¡Muy hábil! —exclamó el hombre mayor, que por fin había dejado la pierna de cordero tras dejar el hueso limpio—. ¿Cómo lo habéis hecho, Marius de Romanus? He oído decir que sois un mago muy poderoso. No me explico por qué el Gran Consejo no os acusa de practicar la brujería. Debe de ser porque tenéis mucho dinero, ¿no es así?
Observé a mi maestro. Nunca le había visto tan hermoso como en estos momentos, rebosante de sangre nueva. Deseé tocarlo, abrazarlo. Me miró con una expresión dulce, ebrio de satisfacción.
Sin embargo, al cabo de unos segundos apartó su seductora mirada de mí y se dirigió hacia la mesa, rodeándola hasta detenerse junto al comensal que había dado buena cuenta de la pierna de cordero.
El hombre de pelo canoso lo miró y luego se volvió hacia su compañero pelirrojo.
—No seas idiota, Martino —le comentó a éste—. Debe de ser perfectamente legal ser un brujo en la región del Véneto siempre y cuando pagues tus impuestos. Os aconsejo que depositéis vuestro dinero en el banco de Martino, Marius de Romanus. —Ya lo he hecho —respondió Marius de Romanus, mi maestro—, y debo decir que me rinde unos buenos beneficios.
El maestro se sentó entre el muerto y el individuo pelirrojo, que parecía encantado de tenerlo a su lado de nuevo.
—Martino —dijo el maestro—, sigamos charlando sobre la caída de los imperios. ¿Por qué estaba vuestro padre en el bando de los genoveses?
El pelirrojo, entusiasmado con el giro que había tomado la conversación, afirmó con orgullo que su padre había sido el representante de la familia en Constantinopla, y que había muerto debido a las heridas que había recibido el último y fatídico día del asedio.
—Mi padre lo presenció todo —contó el pelirrojo—, vio cómo mataban a las mujeres y los niños. Vio cómo arrancaban a los sacerdotes de los altares de Santa Sofía. Él conoce el secreto.
—¡El secreto! —exclamó el hombre mayor con desdén. Se trasladó al otro extremo de la mesa y, de un manotazo con la mano izquierda, derribó al suelo al muerto que yacía sobre el banco.
—¡Maldito y arrogante cabrón! —protestó el pelirrojo—. ¿No has oído cómo se ha partido el cráneo contra el suelo? No trates a mis invitados de esa forma, te juegas el pellejo.
Yo me acerqué a la mesa.
—Sí, acércate, bonito —dijo el pelirrojo—. Anda, siéntate —añadió, mirándome con sus ojos dorados y relucientes—. Siéntate frente a mí. ¡Válgame Dios! ¡Pobre Francisco! Juraría que oí cómo se partía el cráneo contra las losas.
—Está muerto —repuso el maestro suavemente—. Pero no os preocupéis, al menos de momento —agregó. Su rostro tenía un color más subido debido a la sangre que había bebido. Toda su piel mostraba un tono rosáceo radiante y uniforme, que realzaba el color rubio pálido de su cabello. En las esquinas de los ojos aparecían unas arruguitas, que sin embargo no mermaban un ápice la lustrosa belleza de los mismos.
—De acuerdo, bien, están muertos —afirmó el pelirrojo, encogiéndose de hombros—. Como os decía, y tomad buena nota de mis palabras porque sé lo que digo, esos sacerdotes tomaron el cáliz sagrado y la sagrada hostia y se refugiaron en un lugar oculto en Santa Sofía. Mi padre lo presenció con sus propios ojos. Yo conozco el secreto.
—Y dale con los ojos —dijo el hombre mayor—. ¡Tu padre debía de ser un pavo real para tener tantos ojos!
—Calla o te corto el cuello —replicó el individuo pelirrojo—. Mira lo que le has hecho a Francisco al arrojarlo al suelo. ¡Válgame Dios! —añadió, santiguándose perezosamente—. Le sale sangre de la cabeza.
El maestro se volvió y, agachándose, recogió unas gotas de sangre con los cinco dedos de la mano. Luego se volvió lentamente hacia mí y hacia el pelirrojo y se chupó un dedo.
—Sí, está muerto —confirmó—. Pero su sangre es cálida y espesa —agregó sonriendo lentamente.
El pelirrojo estaba tan fascinado como un niño en una función de títeres. Mi maestro extendió los dedos manchados de sangre, con la palma hacia arriba, y sonrió como preguntando: «¿Quieres probarla?»
El individuo pelirrojo asió a Marius por la muñeca y lamió la sangre de su índice y su pulgar.
—Hummm, está muy rica —dijo—. Todos mis compañeros tienen una sangre excelente.
—Ya lo había notado —repuso el maestro.
Yo no podía apartar mis ojos de él, de su rostro que mudaba continuamente de aspecto. Sus mejillas presentaban ahora un color más intenso, o quizá se debía a la curva de sus pómulos cuando sonreía. Sus labios tenían un tono rosa vivo.
—No he terminado, Amadeo —murmuró el maestro—. No he hecho más que empezar.
—¡No está malherido! —insistió el hombre mayor observando a la víctima que yacía en el suelo. Parecía preocupado. ¿Lo había matado?—. Se ha hecho un corte en la cabeza, eso es todo. ¿No es así?
—Sí, un pequeño corte —respondió Marius—. ¿Qué secreto es ése, querido amigo? —preguntó de espaldas al hombre de pelo canoso, dirigiéndose al pelirrojo con un interés que no había demostrado hasta ahora.
—Sí, sí —tercié yo—. ¿A qué secreto os referís, señor? —pregunté—. ¿Al lugar donde se ocultaron los sacerdotes?
—No, criatura, no seas necio —contestó el pelirrojo, mirándome a través de la mesa.
Era un individuo tan bello como corpulento. ¿Le había amado Bianca? Ella no me lo había dicho.
—El secreto, el secreto —dijo—. Si no creéis en este secreto, es que sois unos descreídos incapaces de creer en nada sagrado.
El pelirrojo alzó su copa, pero estaba vacía. Yo tomé la jarra y se la llené con aquel vino oscuro y aromático. Se me ocurrió probarlo, pero sentí tal repugnancia que desistí.
—No seas remilgado —murmuró mi maestro—. Anda, bebe en memoria de los muertos. Ahí tienes una copa limpia.
—Ah, sí, disculpa —se apresuró a decir el pelirrojo—. No te he ofrecido una copa. ¡Válgame Dios, pensar que te arrojé un mero diamante perfecto para conseguir tu amor! —agregó, tomando una copa de plata labrada y engastada con pequeñas gemas. Entonces reparé en que todas las copas formaban parte de un juego, adornadas con delicadas figurillas labradas y diminutas pero refulgentes piedras preciosas. El pelirrojo depositó la copa ante mí con un golpe contundente. Luego tomó la jarra que yo sostenía, me llenó la copa y me devolvió la jarra de vino.