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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (20 page)

BOOK: Armand el vampiro
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—¡No me dejes, maestro! —grité. El viento sofocó mis palabras, pero él me oyó.

Marius se detuvo, como si yo le hubiera obligado. Se volvió y esperó a que yo le alcanzara y luego tomó la mano que le tendí.

—Escucha mi lección, maestro —le rogué—. Juzga mi trabajo. —Me detuve unos instantes para recuperar el resuello y continué—: Te he visto beber de aquellos malvados, condenados en tu fuero interno por unos crímenes atroces. Te he visto deleitarte conforme a las inclinaciones de tu naturaleza. Te he visto beber la sangre que necesitas para sobrevivir. Te rodea un mundo perverso, un yermo lleno de hombres no mejores que las bestias, los cuales te procuran una sangre tan dulce y alimenticia como la sangre de un inocente. Lo he visto con toda nitidez. Eso era lo que tú querías que viera, y lo has conseguido.

Marius me miró impasible, observándome en silencio. La fiebre que le había devorado hacía un rato comenzaba a remitir. Las lejanas antorchas encendidas a lo largo de las arcadas iluminaban su rostro, pálido y duro como de costumbre. Los barcos crujían en el puerto. A lo lejos se oían unos murmullos y unas voces, sin duda de quienes no lograban conciliar el sueño.

Alcé la vista al cielo, temiendo ver la fatídica luz que le obligaría a huir.

—Si bebo la sangre de los malvados y de los que consiga subyugar, ¿me convertiré en un ser como tú, maestro?

Marius denegó con la cabeza.

—Muchos hombres han bebido la sangre de otros, Amadeo —respondió en voz baja pero sosegada. Había recuperado la razón, los modales, su presunta alma—. ¿Deseas permanecer a mi lado y ser mi pupilo, mi amor?

—Sí, maestro, para siempre, o durante tanto tiempo como nos conceda la naturaleza.

—Lo que te he dicho antes no eran palabras huecas. Somos inmortales. Y sólo puede destruirnos un enemigo: el fuego que arde en esa antorcha, o el sol. ¡Qué dulce es pensar en ello!, saber que cuando nos cansemos de este mundo siempre existe el sol.

—Soy tuyo, maestro. —Le abracé con fuerza y traté de derrotarlo a fuerza de besos. Él soportó mis caricias, e incluso sonrió, pero no movió un músculo.

Sin embargo, cuando me separé de Marius y blandí el puño derecho como amenazando con golpearle, lo cual pude haber hecho, curiosamente él comenzó a ceder.

Se volvió y me estrechó entre sus poderosos pero delicados brazos.

—No puedo vivir sin ti, Amadeo —confesó con un hilo de voz, desesperado—. Quería mostrarte el mal, no un pasatiempo. Quería mostrarte el pérfido precio de mi inmortalidad. Y lo he conseguido. Pero al mostrártelo, yo mismo lo he visto, y me escuecen los ojos y me siento dolorido y cansado. Marius apoyó la cabeza contra la mía y me abrazó con fuerza.

—Haz lo que quieras conmigo, señor —dije—. Hazme sufrir y gozar con ello, si eso es lo que deseas. Estoy dispuesto a todo. Soy tuyo.

Marius me soltó y me besó ceremoniosamente.

—Cuatro noches, hijo mío —contestó, echando a andar. Se besó las yemas de los dedos y depositó un último beso sobre mis labios. Luego se marchó—. Debo cumplir un viejo deber. Cuatro noches. Hasta la vista.

Me quedé solo y aterido de frío, bajo el pálido firmamento matutino, pero sabía que era inútil ir tras él. Deprimido, eché a caminar por los callejones, atravesando pequeños puentes para sumergirme en el bullicio matutino de la ciudad, aunque no sabía con qué fin.

Me llevé cierta sorpresa al percatarme de que había regresado a la casa de los hombres que Marius había asesinado. Me quedé perplejo cuando comprobé que la puerta seguía abierta, temiendo que apareciera un sirviente, pero no apareció nadie.

Lentamente, el cielo adquirió una pálida blancura que luego dio paso a un azul celeste. La bruma se deslizaba sobre el canal. Atravesé el pequeño puente que conducía a la puerta y subí la escalera de nuevo.

Una luz polvorienta penetraba por los postigos entreabiertos de las ventanas. Hallé sin dificultad la sala de banquetes donde ardían todavía las velas. Un olor rancio a tabaco, cera y comida aderezada con especias impregnaba el ambiente.

Entré en la estancia e inspeccioné los cadáveres que yacían tal como los habíamos dejado, despeinados y con la ropa arrugada, ligeramente amarillentos y presa de las cucarachas y las moscas.

Sólo se oía el zumbido de las moscas.

El vino derramado sobre la mesa se había secado, formando unos charquitos. Los cadáveres no presentaban ninguna señal de una muerte violenta.

Sentí de nuevo un asco que me produjo náuseas y temblores, y respiré hondo para no ponerme a vomitar. Entonces comprendí por qué había regresado a aquel lugar.

En aquella época los hombres lucían una capa corta sobre la chaqueta, a veces sujeta a la misma, como sin duda sabes. Yo necesitaba una de esas capas y la robé, se la arranqué al jorobado que yacía casi de bruces. Era una capa holgada de color amarillo canario ribeteado de zorro blanco y forrada de rica seda. Le hice unos nudos para formar con ella un saco. Luego recorrí la mesa arriba y abajo recogiendo todas las copas, que eché en el saco después de haberlas vaciado.

El saco mostraba unas manchas de vino y grasa por haberlo depositado sobre la mesa.

Cuando hube terminado me enderecé, comprobando que no se me había escapado ninguna copa. Me había hecho con todas. Observé a los hombres asesinados: mi pelirrojo Martino, que parecía dormir plácidamente con el rostro en un charco de vino sobre el suelo de mármol, y Francisco, de cuya cabeza brotaban unas gotas de sangre negruzca.

Las moscas revoloteaban, emitiendo su característico zumbido, sobre la sangre y las manchas de grasa en torno a los restos del asado de cerdo. En éstas apareció un batallón de pequeñas cucarachas negras, muy frecuentes en Venecia, pues las transporta el agua, que se dirigió hacia la mesa, directamente al rostro de Martino.

A través de la puerta penetraba una luz límpida y cálida. Había amanecido. Tras echar una última ojeada para que los detalles de aquella escena quedaran grabados para siempre en mi mente, me fui a casa.

Entregué a la sirvienta el voluminoso saco que contenía las copas de plata, y ella, semidormida pues acababa de llegar, lo tomó sin hacer ningún comentario.

De pronto me acometió una sensación de angustia, de náuseas, de que iba a estallar. Me pareció que mi cuerpo era demasiado pequeño, demasiado imperfecto para contener todo lo que sabía y sentía. La cabeza me dolía. Deseaba tumbarme y descansar, pero antes tenía que ver a Riccardo. Tenía que hablar con él y con los aprendices veteranos.

Atravesé la casa hasta que me los encontré, reunidos para recibir una lección del joven abogado que se trasladaba de Padua una o dos veces al mes para instruirnos en derecho. Al verme en la puerta, Riccardo me indicó que guardara silencio. El profesor estaba hablando.

Yo no tenía nada que decir. Me apoyé en el quicio de la puerta y observé a mis amigos. Los amaba. Sí, los amaba. Hubiera sacrificado mi vida por ellos. Lo sabía con toda certeza. Con una inmensa sensación de alivio, rompí a llorar.

Cuando me disponía a marcharme, Riccardo se acercó a mí.

—¿Qué pasa, Amadeo? —preguntó

Mi tormento me hacía delirar. Vi de nuevo la carnicería perpetrada por Marius durante el banquete. Me volví hacia Riccardo y le abracé, reconfortado por su suavidad y su calor humano comparado con el maestro. Luego le dije que estaba dispuesto a morir por él, por cualquiera de ellos y también por el maestro.

—Pero ¿por qué, a qué viene esto, por qué me dices esto ahora? —preguntó.

Yo no podía explicarle lo de la carnicería. No podía confesarle la frialdad con que yo había presenciado los asesinatos de aquellos hombres.

Entré en el dormitorio de mi maestro, me tumbé en el lecho y traté de dormir.

Hacia media tarde, cuando me desperté y vi que alguien había cerrado la puerta para que nada turbara mi sueño, me levanté y me acerqué al escritorio del maestro. Comprobé con asombro que su libro estaba ahí, el diario que siempre ocultaba cuando se ausentaba del palacio.

Por supuesto, no podía girar las páginas, pero estaba abierto, y al leer la página escrita en latín, me pareció un latín extraño, que me costaba comprender, pero el significado de las últimas palabras era inconfundible:

¿Cómo es posible que tanta belleza oculte un corazón duro y lacerado? ¿Por qué le amo, por qué me apoyo, cansado, en su irresistible e indómita fortaleza? ¿Acaso no es el espíritu marchito y fúnebre de un hombre muerto vestido con la ropa de un niño?

Experimenté un extraño cosquilleo en el cuero cabelludo y los brazos. ¿Es eso lo que yo era? ¿Un corazón duro y lacerado? ¿El espíritu marchito y fúnebre de un hombre muerto vestido con la ropa de un niño? No podía negarlo; no podía protestar que era mentira. Pero me pareció una descripción cínica y cruel; no, cruel no, simplemente brutal y exacta. ¿Qué derecho tenía yo a esperar misericordia?

Rompí a llorar.

Me tendí en nuestro lecho, como tenía por costumbre, y atusé los mullidos almohadones para formar un nido donde apoyar el brazo izquierdo y la cabeza.

Cuatro noches. ¿Cómo iba a soportarlo? ¿Qué quería él de mí? ¿ Que analizara todo cuanto conocía y amaba y renunciara a ello como joven mortal? Sí, eso es lo que me ordenaría que hiciera, y eso es lo que yo debía hacer.

La providencia me concedía sólo unas pocas horas.

Me despertó Riccardo, agitando una nota sellada ante mis ojos.

—¿Quién la envía? —le pregunté adormilado. Me incorporé, introduje el pulgar debajo del papel doblado y rompí el sello de cera.

—Léela y dime lo que dice. Han venido a entregarla cuatro hombres, nada menos que cuatro hombres. Debe tratarse de algo muy importante.

—Sí —dije abriendo la nota—, pero no pongas esa cara de terror.

Riccardo me observó en silencio con los brazos cruzados.

La nota decía lo siguiente:

Tesoro mío:

No salgas de casa bajo ningún concepto y no franquees la entrada a nadie. Tu malvado lord inglés, el conde de Harlech, ha averiguado tu identidad mediante las más innobles indagaciones, y en su locura ha jurado llevarte con él a Inglaterra o dejarte a pedacitos a la puerta de tu maestro. Confiésaselo todo a Marius. Sólo su poder puede salvarte. Y escríbeme unas letras para que no enloquezca pensando en ti y en los siniestros relatos que circulan esta mañana por todos los canales y plazas de la ciudad.

Tu amiga que te adora,

Bianca.

—¡Maldita sea! —exclamé doblando la nota—. Marius se ausenta durante cuatro noches y ahora recibo esto. No puedo permanecer oculto durante cuatro noches precisamente en estos momentos.

—Será mejor que le hagas caso.

—Entonces ¿conoces la historia?

—Me la ha contado Bianca. El inglés, después de seguirte hasta casa de Bianca y oír de sus propios labios que estabas allí, estaba dispuesto a destrozar su casa y lo habría conseguido de no habérselo impedido los convidados de la hermosa damisela.

—¡Por todos los santos! ¿Por qué no acabaron con él? —repuse furibundo.

Riccardo me miró preocupado, compadeciéndose de mí.

—Creo que cuentan con que lo haga el maestro —dijo—, puesto que eres tú a quien desea ese hombre. ¿Cómo sabes que el maestro se ausentará durante cuatro noches? ¿Acaso te lo dijo él? Va y viene a su antojo sin decir nunca una palabra a nadie.

—No discutas —repliqué irritado—. Te aseguro que no regresará a casa hasta dentro de cuatro noches, Riccardo, pero no me quedaré encerrado en casa mientras lord Harlech organiza esos escándalos.

—¡Debes quedarte aquí! —insistió Riccardo—. Amadeo, ese inglés es un consumado espadachín. Practica con un maestro de esgrima. Es el terror de las tabernas. Tú ya lo sabías cuando te fuiste con él. Recapacita. Ese tipo tiene fama de canalla y pendenciero.

—Entonces acompáñame. Mientras tú le distraes, le mataré.

—No, manejas bien la espada, lo reconozco, pero no puedes matar a un hombre que practica la esgrima desde antes que tú nacieras.

Me recliné sobre los almohadones y reflexioné. ¿Qué podía hacer? Ardía en deseos de salir y ver mundo, contemplar todo cuanto ofrecía imbuido de la dramática sensación de que sólo me quedaban unos pocos días entre los vivos. ¡Y ahora recibía este golpe! El hombre con el que había retozado y gozado durante unas cuantas noches no se recataba en proclamar su cólera hacia mí.

Era un trago amargo, pero debía quedarme en casa. No había vuelta de hoja. Deseaba matar a ese hombre, liquidarlo con mi cuchillo y espada, y creía tener bastantes probabilidades de lograrlo. Pero ¿qué era esa insignificante aventura comparada con lo que se me vendría encima cuando regresara el maestro?

—De acuerdo. ¿Está Bianca a salvo de ese hombre? —pregunté a Riccardo.

—Descuida. Tiene más admiradores de los que caben en su casa, y los ha arengado contra ese amiguito tuyo. Escríbele una nota, demostrando tu gratitud y tu sentido común, y júrame que no te moverás de aquí.

Me levanté, me dirigí al escritorio del maestro y agarré la pluma. Sin embargo, cuando me disponía a escribir la nota, oí un tumulto seguido de una serie de agudos e irritantes chillidos que reverberaron a través de las estancias de piedra de la casa. Oí unos pasos apresurados. Alarmado, Riccardo se llevó la mano a la espada.

Yo también eché mano de mis armas, desenvainando al mismo tiempo mi florete y mi daga.

—¡Por todos los cielos! ¡No me digas que ese hombre ha entrado en casa!

Un angustioso grito ahogó los otros chillidos.

Giuseppe, el más joven de nosotros, apareció en la puerta. Tenía el rostro pálido y luminoso y los ojos grandes redondos.

—¿Qué diablos ocurre? —inquirió Riccardo, asiéndolo por los hombros.

—¡Le han apuñalado! —exclamé—. ¡Está sangrando!

—Amadeo, Amadeo. —La voz sonó potente y clara por la escalera de piedra. Era la voz del inglés.

El desdichado Giuseppe se retorcía de dolor. Le habían asestado una cruel puñalada en el vientre. Riccardo estaba fuera de sí.

—¡Cierra las puertas! —gritó.

—No puedo —protesté—. Temo que los otros chicos se topen con ese salvaje.

Salí corriendo, atravesé el gran salón y entré en el vestíbulo de la casa.

Otro chico, Jacope, yacía en el suelo, tratando de incorporarse de rodillas. Sobre las losas corría un chorro de sangre.

—¡Qué injusticia, qué salvajada asesinar a estos pobres inocentes! —grité—. ¡Sal de tu escondite, Harlech! ¡Vas a morir!

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