Authors: Anne Rice
Él lanzó una carcajada.
—De modo que quieres que juguemos a eso —dijo alegremente.
—Hummm. Ámame. ¿Qué importa lo demás?
—No se lo cuentes a los demás —repuso él. Lo dijo sin asomo de temor, debilidad ni vergüenza. Yo me volví, me incorporé sobre los codos y observé su plácido perfil.
—¿Acaso temes su reacción?
—No —contestó el maestro—. Me importa lo que piensen y sientan. No tengo tiempo para preocuparme de esas cosas. Debes ser compasivo y prudente, Amadeo —añadió, mirándome.
Guardé silencio durante un rato, limitándome a observar al maestro. Poco a poco me percaté de que estaba asustado. Temí que mi temor destruyera la dulzura de aquel momento, la espléndida e intensa luz que penetraba a través de las cortinas y se reflejaba en los bruñidos planos de su rostro marfileño, en la dulzura de su sonrisa. Al cabo de unos instantes ese temor fue superado por una preocupación más acuciante.
—Tú no eres mi esclavo, ¿no es cierto? —pregunté.
—Claro que lo soy —respondió, reprimiendo una carcajada—. Puedes estar seguro de ello.
—¿Qué ocurrió, qué hiciste, qué fue...?
Él aplicó un dedo sobre mis labios.
—¿Crees que soy como los demás hombres? —inquirió.
—No —repuse, pero al pronunciar aquella palabra sentí de nuevo una punzada de temor. Traté de contenerme, pero me arrojé sobre él y traté de sepultar el rostro en su cuello. Él era demasiado frío para abandonarse a esas efusiones, aunque me acarició la cabeza y me besó en la coronilla, me apartó el pelo de la frente y hundió el pulgar en mi mejilla.
—Deseo que un día te marches de aquí —declaró—. Deseo que te vayas. Llevarás contigo una fortuna que yo te daré y todos los conocimientos que he procurado inculcarte. Llevarás contigo tu gracia y las artes que has logrado aprender: a pintar, a interpretar cualquier música que yo te pida, a danzar con asombrosa exquisitez. Llevarás contigo esas dotes e irás en busca de todo cuanto deseas...
—Sólo te deseo a ti.
—Cuando pienses en estos momentos, cuando estés acosado por la noche y cierres los ojos, estos instantes que tú y yo hemos compartido te parecerán corruptos y extraños. Te parecerán cosa de magia, una locura, y este lugar cálido se convertirá en una cámara de siniestros secretos, y estos recuerdos te dolerán.
—No me iré.
—Recuerda que fue por amor —dijo mi maestro—. Que ésta fue la escuela de amor en la que curaste tus heridas, en la que aprendiste de nuevo a hablar, sí, y a cantar, y en la que renaciste de aquel niño destruido como si ésta fuera una cáscara y tú, un ángel, brotando de él con unas alas grandes y fuertes.
—¿Y si me niego a marcharme por voluntad propia? ¿Me arrojarás por una ventana para obligarme a volar so pena de estrellarme contra el suelo? ¿Echarás el cerrojo para impedirme entrar? Te aconsejo que lo hagas, porque aporrearé la puerta hasta caer muerto. No tengo alas para alejarme de tu lado volando.
El maestro me observó durante unos minutos. Por mi parte, jamás había conseguido mirarle a los ojos durante tanto rato seguido, ni deleitarme acariciándole los labios con los dedos sin que él apartara el rostro.
Por fin el maestro se incorporó junto a mí y me obligó suavemente a tenderme de espaldas. Sus labios, rosados como los pétalos interiores de las tímidas rosas blancas, se tiñeron de rojo. Entre sus labios se extendía un hilo rojo que se deslizaba por las pequeñas arrugas de sus labios, tiñéndolos de rojo, como si fuera vino, pero era un líquido brillante que hacía que sus labios relucieran; y cuando los entreabrió, ese líquido rojo brotó de su boca como si fuera una lengua enroscada.
Yo alcé la cabeza y atrapé el líquido en mi boca.
La habitación empezó a girar vertiginosamente. Me pareció estar a punto de desvanecerme. Cuando abrí los ojos, él oprimió su boca sobre la mía y perdí el mundo de vista.
—¡Me siento morir! —murmuré, estremeciéndome debajo de él, tratando de hallar un lugar al que aferrarme en este vacío de ensueño, intoxicante. Me agité y me estremecí de placer; mis piernas se tensaban y luego tenía la sensación de que flotaban; todo mi cuerpo emanaba del suyo, de sus labios, a través de mis labios, como si mi cuerpo se hubiera convertido en su aliento y sus suspiros.
De pronto noté una punzada, como una incisión producida por una navaja, diminuta y exquisitamente afilada, que me traspasó el alma. Me retorcí frenéticamente como si estuviera empalado. ¡Ah, ni los dioses conocían un goce sensual tan intenso como éste! Fue un rito iniciático, una experiencia liberadora a la que temía no sobrevivir.
Ciego y temblando, me uní a él para siempre. Él me tapó la boca con la mano para sofocar mis gritos.
Yo le rodeé el cuello con los brazos, oprimiendo su boca contra mi cuello.
—¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Hazlo!
Cuando me desperté, era de día.
Él se había marchado, como de costumbre. Me hallaba solo. Los demás aprendices aún no habían aparecido.
Me levanté del lecho y me acerqué a la elevada y estrecha ventana, como las que se ven por doquier en Venecia, una ventana que impedía que se filtrara el sofocante calor en verano y el frío viento del Adriático en invierno.
Abrí los gruesos paneles de cristal y contemplé desde mi refugio los muros que se alzaban frente a mí, como hacía a menudo.
En un balcón situado al otro lado del canal, vi a una sirvienta sacudir una escoba. La observé durante unos momentos. Su rostro tenía un color lívido y se movía incesantemente, como si estuviera cubierto por un enjambre de hormigas. Apoyé las manos en el alféizar de la ventana y agucé la vista. Entonces me di cuenta de que eran los músculos los que hacían que la máscara de su rostro pareciera moverse.
Tenía las manos horrendas, hinchadas y deformes, y el polvo de la escoba que sostenía ponía de relieve cada arruga.
Meneé la cabeza perplejo. La mujer se encontraba demasiado lejos para que yo pudiera observar estos detalles. Oí a los chicos conversando en una habitación del palacio. Era hora de levantarse y ponerse a trabajar, incluso en el palacio del señor de las tinieblas que jamás se mostraba de día. Los aprendices estaban demasiado alejados para que yo los oyera.
Cuando mi mano rozó la cortina de terciopelo, el tejido preferido del maestro, noté que tenía un tacto más bien peludo que de terciopelo. ¡Podía ver cada fibra del tejido! Me dirigí apresuradamente al espejo.
En el palacio abundaban los espejos, unos espejos grandes y barrocos con unos marcos decorados y repletos de diminutos querubines. Hallé un espejo de gran tamaño en la antecámara, una salita a la que se accedía a través de una puerta exquisitamente pintada en la que yo guardaba mi ropa.
La luz que penetraba por la ventana me siguió. Contemplé mi imagen en el espejo. No era una masa corrompida e infestada de bichos como me había parecido la vieja sirvienta. Tenía el rostro extraordinariamente blanco, sin una arruga.
—¡Lo deseo! —murmuré, convencido de lo que decía.
—No —replicó él.
Esto sucedió por la noche, cuando regresó el maestro. Yo me puse a protestar y a berrear.
Él no se molestó en darme prolijas explicaciones basadas en la magia o la ciencia, lo cual pudo haber hecho con toda facilidad. Se limitó a decir que yo era todavía un niño y que debía saborear ciertas cosas antes de que desaparecieran para siempre.
Rompí a llorar. No quería trabajar ni pintar ni estudiar ni hacer ninguna otra cosa.
—Esas cosas han perdido momentáneamente su atractivo —me explicó el maestro con paciencia—. Pero no imaginas...
—¿Qué? —le interrumpí.
—Lo mucho que lo lamentarás cuando dejen de interesarte por completo, cuando te conviertas en un ser perfecto e inmutable como yo, cuando todos los errores humanos sean suplantados por una nueva y pasmosa colección de fracasos. No vuelvas a pedírmelo.
Sentí deseos de morir. Me acurruqué en el lecho, presa de la furia y la amargura, y me encerré en un profundo mutismo.
Sin embargo, él no había concluido.
—No protestes, Amadeo —dijo con tono apesadumbrado—. No es preciso que me lo pidas. Yo te lo daré cuando lo crea conveniente.
Al oír esas palabras, eché a correr hacia él como un niño, arrojándome en sus brazos y besando su helada mejilla mil veces pese a su fingida sonrisa de desdén.
Al cabo de unos momentos, el maestro me agarró por los hombros con firmeza y me advirtió que esta noche no habría juegos de sangre. Yo debía estudiar, aprenderme la lección que me había saltado por la mañana. Luego me dijo que él debía ir a hablar con los aprendices, ocuparse de sus tareas, del gigantesco lienzo sobre el que estaba trabajando. Yo hice lo que me había ordenado.
Pero antes del mediodía vi operarse en él un cambio que me impresionó. Los demás ya se habían acostado. Yo estaba enfrascado en un libro, estudiando, cuando observé que su rostro adquiría una expresión feroz, como si una bestia le hubiera atacado y anulado todas sus facultades civilizadas, dejándole ahí, sentado en una silla, hambriento, con los ojos vidriosos y la boca teñida de sangre, una sangre que se deslizaba por las múltiples arruguitas del sedoso borde de sus labios.
Él se levantó, como si estuviera drogado, y avanzó hacia mí con unos movimientos rítmicos que yo jamás había presenciado y que me llenaron de pavor.
El maestro alzó el dedo índice y me indicó que me acercara.
Yo corrí hacia él. Me alzó del suelo con ambas manos, sujetándome los brazos son suavidad, y sepultó el rostro en mi cuello. Sentí un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo, desde las puntas de los pies hasta el cuero cabelludo.
No sé dónde me arrojó. Quizá me arrojara sobre el lecho, o los cojines del salón contiguo a la alcoba.
—Dámelo —murmuré como en un trance, y cuando el líquido llenó mi boca, perdí el conocimiento.
El maestro me ordenó visitar los burdeles para aprender a copular como era debido, no como si estuviera jugando, como solíamos hacer los otros chicos y yo entre nosotros.
En Venecia abundaban los burdeles, unos establecimientos bien regentados, reservados al placer en un ambiente confortable y lujoso. Todo el mundo sostenía que esos placeres no eran sino un pecado venial a los ojos de Jesús, y los jóvenes de la alta sociedad frecuentaban esos establecimientos sin molestarse en ocultarlo.
Yo conocía una casa en la que trabajaban unas mujeres exquisitas y muy hábiles, donde había unas bellezas altas, de cuerpo voluptuoso y ojos azul pálido, procedentes del norte de Europa, algunas de las cuales tenían un pelo rubio casi blanco y eran distintas de las mujeres italianas, de estatura más baja, que veíamos todos los días. Esa diferencia apenas tenía importancia para mí, pues me había sentido atraído por la belleza de los muchachos y las muchachas italianos desde que llegué aquí. Las jóvenes italianas, con su cuello de cisne y sus caprichosos tocados adornados con abundantes velos, se me antojaban irresistibles. Sin embargo, en el burdel se hallaban toda clase de mujeres, y de lo que se trataba era de montar a tantas como fuera posible.
El maestro me llevó a un burdel, pagó el precio que le pidió la robusta y encantadora mujer que lo regentaba, una fortuna en ducados, y dijo a ésta que pasaría a recogerme al cabo de unos días. ¡Unos días!
Abrasado por los celos y muerto de curiosidad, le observé alejarse con su habitual empaque, ataviado de rojo, como siempre. Tras montarse en la góndola se volvió hacia mí y se despidió con un guiño.
Pasé tres días en un burdel donde trabajaban las doncellas más voluptuosas y sensuales de Venecia, durmiendo hasta entrada la mañana, comparando las mujeres de piel aceitunada con las rubias de tez pálida y dedicándome a examinar con detalle el vello púbico de todas las bellezas del local, tomando nota de las diferencias entre los pubis sedosos y los más ásperos y encrespados.
Aprendí pequeños refinamientos de placer, como la dulce sensación que experimentas cuando te muerden las tetillas (con suavidad, estas mujeres no eran vampiros) o te tiran con delicadeza del vello de las axilas, del que yo tenía muy poco, en determinados momentos. Me untaron miel dorada en mis partes íntimas y aquellas criaturas angelicales y risueñas me la lamieron.
Existían otros trucos más íntimos, por supuesto, inclusive ciertos actos bestiales que, en rigor, constituyen unos delitos, pero que en aquella casa no hacían sino aderezar unos goces seductores y saludables. Todo se hacía con gracia. Las chicas me bañaban con frecuencia en unas grandes y profundas tinas de madera que contenían agua caliente, perfumada y teñida de rosa, en cuya superficie flotaban unas flores; yo me reclinaba, a merced de aquellas mujeres de voz suave que me mimaban y agasajaban emitiendo unos grititos de gozo mientras me lamían como gatitos y peinaban mi cabello con los dedos para formar unos rizos.
Yo era el pequeño Ganímedes de Zeus, un ángel salido de uno de los cuadros más atrevidos de Botticelli (muchos de los cuales se conservaban en este burdel, tras haber sido rescatados de las hogueras de las vanidades erigidas en Florencia por el implacable reformador Savonarola, quien había conminado a Botticelli a que quemara sus maravillosas obras), un querubín caído del techo de una catedral, un príncipe veneciano (que técnicamente no existían en la República) cuyos enemigos lo habían entregado a aquellas mujeres para que aniquilaran su voluntad por medio del placer carnal.
La estancia en aquel burdel estimuló mi deseo sexual. Si uno tiene que vivir como un ser humano el resto de su existencia, ésta es la forma más placentera de hacerlo, triscando sobre mullidos cojines turcos con unas ninfas que los demás mortales sólo vislumbran a través de bosques mágicos en sus sueños. Cada hueco suave y aterciopelado constituía una nueva y exótica envoltura para mi espíritu retozón.
El vino era delicioso y la comida maravillosa, inclusive los platos azucarados y especiados de los árabes, más originales y exóticos que la comida que servían en casa de mi maestro (cuando se lo conté, contrató a cuatro cocineros nuevos).
Según parece, yo no estaba despierto cuando él vino a recogerme. Me llevó a casa de forma misteriosa e infalible, como correspondía a su estilo, y al despertarme, me encontré de nuevo en mi lecho.
En cuanto abrí los ojos, me di cuenta de que sólo anhelaba estar con él. Los platos de carne que había ingerido durante los últimos días habían estimulado mi apetito e intensificado mi deseo de comprobar si el cuerpo pálido y encantador de mi maestro respondería a los refinados trucos que yo había aprendido en el burdel. Cuando descorrió las cortinas del lecho me arrojé sobre él, le quité la camisa y empecé a succionarle las tetillas, descubriendo que pese a su turbadora blancura y frialdad tenían un tacto suave y estaban conectadas a la raíz de sus deseos.